27 noviembre 2007

“Pégate un tiro para sobrevivir” (“Killing yourself to live” de Chuck Klosterman, Reservoir Books-Mondadori, 2.006. Traducción de Joan Trejo).

Visita al Gran Centro Comercial. Por fortuna siempre hay un apartado de libros amontonados de saldo. Busqué durante unos minutos, así, con una mano, sin apenas interés, y allí se encontraba el que nos ocupa, “Pégate un tiro para sobrevivir” (el título traducido me gusta más que el original) de Chuck Klosterman, editor de la revista musical estadounidense Spin.
Klosterman viajó por su país durante dos semanas y media recopilando información in situ sobre lugares y circunstancias relacionados con músicos muertos en dramáticas circunstancias. Partiendo de ese proyecto de escribir sobre la presencia de la muerte en el mundo de rock, el bueno de Chuck acaba escribiendo todo un libro sobre sí mismo y sus neuras, abriéndose ante el lector como fruta madura, todo sea dicho.
De lectura entretenida aunque no obligada, está escrito con agilidad y buen ritmo, en un tono desenfadado, irónico y un punto mordaz, hasta despiadado. Tan personal que algunas veces consigue tu complicidad (algo que es fundamenta en este libro, si no hay complicidad la cosa falla desde las primeras páginas), a pesar de que en otros momentos te resulte absolutamente cargante y algo petulante (aun con los denodados esfuerzos por resultar autocrítico).
Un poco pesado sí, aunque ciertamente lúcido, capaz de generar chispazos de ingenio y ofrecer extractos de prosa brillante. Momentos de agudeza e hilaridad conviven guapamente con pajas mentales que convierten párrafos enteros en un campo árido a recorrer o en esos minutos en que esperas a que un conocido, borracho, te cuente algo que directamente no te interesa.
El tema que inicialmente inspira el libro queda aligerado, desprovisto de gravedad, y en ocasiones inteligentemente relativizado mediante un trabajo de desmitificación y reflexión.
El libro tiene un desarrollo disperso, a veces deslavazado y repetitivo. Supuestamente marcado por el devenir de su viaje, las ideas que le van surgiendo y los recuerdos que le asaltan, toca temas de toda índole teniendo como eje sus relaciones amorosas. Datos fidedignos conviven con dudas, temores, anécdotas y opiniones de todo tipo: intrascendentes, sugerentes, absurdas o imprevisibles. Las digresiones brotan por doquier y le suele dar por teorizar superficialmente a cada momento sobre cualquier asunto, consiguiendo finalmente transmitir una idea global de su visión de las cosas y dejar un rastro interesante.
Por momentos parece uno de esos personajes obsesionados y delirantes de comedia, con sus metáforas y comparaciones divertidas por excesivas. Capaz de comparar minuciosamente a esas ex – novias que le atenazan con los miembros de Kiss, o de desmenuzar con detalle el curioso efecto de escuchar “Kid-A” de Radiohead la mañana del 11-S, observa con cierto detenimiento la tragedia de la sala Station, y el suicidio de Kurt Cobain. Es curioso cómo se quita Los Angeles de encima con todo su halo de desapariciones. Muestra inquina por Jim Morrison o Elvis (opiniones que le encantaría que molestasen). Recuerda a Bob Stinton de The Replacements y deja encendidos (y acertados) comentarios sobre Led Zeppelin, sin detenerse en la muerte de John Bonham.

06 noviembre 2007

“ONCE” (“Una Vez”, John Carney, 2.006)

Es una película definida tanto por las características habituales del cine independiente (pocos medios bien aprovechados y esa austeridad técnica, acaso impuesta por las circunstancias, que es prueba de fuego para la capacidad de contar), como por la base de su temática: el reto de colocar un trozo de vida en la pantalla sin trucos ni vocación especuladora; historias cotidianas y esenciales cuyo calado y emoción residen precisamente en su aparente sencillez y en todo el abanico de sentimientos que surgen libres de ésta: sensibilidad, ternura, anhelo, respeto o amor. “Once” es una película que sonríe y sueña, pero que en ningún momento leva el ancla de la realidad, sirviendo los dos protagonistas de contrapeso en este sentido. Se limita a observarla con una mirada amable, pero no oculta su dureza. Se trata de un argumento lineal que no decae en ningún momento; una historia romántica que reflexiona sobre el significado de la familia y la amistad que en otras manos hubiese resultado previsible y hasta empalagosa, y aquí avanza sustentada en un halo mágico que brota de su pasmosa naturalidad. No es colorista sino mate, lúcida y reposada; aunque en determinado momento aprieta sin piedad la fibra del espectador. Un ejemplo de lo menos impostado y manipulado de la actitud indie, tomada como el individualismo del que busca su camino a cubierto de la influencia nociva de esa sociedad atosigante que te determina y clasifica; enfrentando la vida sin alharacas ni artificios. Cafés, paseos, encuentros casuales, ilusiones y esperanzas compartidas, se mezclan en esta historia de soledades compartidas, complicidad, miradas y canciones. Sobre todo canciones, muchas y buenas, porque además estamos ante una comedia musical en esa clave indie a que antes hacía referencia. Canciones compuestas por el protagonista masculino, Glen Hansard, a la sazón cantante de la banda irlandesa The Frames, de la que el director del filme, John Carney, fue en tiempos bajista, y por su compañera de reparto, Markéta Irglová. Ellas hablan por los personajes, relatan su estado de ánimo, sirviendo también de banda sonora a acotados espacios visuales que Carney utiliza para añadir otro punto de vista sobre la vida y sensaciones de sus personajes. Memorables composiciones que suenan directas y de principio a fin, que rápidamente van del folk a ese pop emocional interpretado con la intensidad de la mejor tradición británica, como “Say it to me now”, “Lies”, “When your mind made up”, sonando en estudio con banda, el dueto “Falling Slowly”, o “If you want me” interpretada por Markéta (la totalidad de la banda sonora es espléndida). Canciones convertidas en el alma vibrante de la película, la descarga de toda la gama descarnada de sentimientos, desgarros y dolor que esos protagonistas sin nombre (son simplemente el chico y la chica) esconden tras su amabilidad y sus silencios.

03 noviembre 2007

Y la pregunta sería... (I)

¿Habéis formado parte alguna vez de una reunión de personas que critican a otra por su rareza o excentricidad?, seguro que sí. Aunque si os gusta el rock´n´roll vais camino de ser vosotros los excéntricos. Los protagonistas se van agolpando y, si se trata de un grupo de personas que no tienen estrechos lazos de amistad la cosa deviene fascinante, los escasos puntos de unión proporcionados por su condición de vecinos, compañeros de trabajo u ocupantes de la barra gris metal de una cafetería, van poco a poco fortaleciéndose, la complicidad brota y se desarrolla, es como un aumento de la temperatura corporal, los ojos se abren y las sonrisas aparecen, precedidas de un casi imperceptible temblor en las comisuras de los labios. Las personas adoran la falsedad de cualquier momento si les proporciona un gramo de plenitud. En el centro de esa reunión aparece una imaginaria estufa que expande el calor de la emoción entre los presentes, que aproximan las palmas de sus manos henchidos de gozo. Es la sensación de pertenencia al grupo tan desesperadamente deseada por el ser humano desde el principio de los tiempos, la posibilidad de, por fin, poner sobre la mesa lo que nos une, de dar a conocer lo que realmente queremos que conozcan de nosotros. Si eres parte sólida del grupo, es un buen momento de relajado disfrute y reafirmación de lo mucho que te valoran los demás y tú los valoras en comparación con. Si no te sentías demasiado integrado, es la gran oportunidad de cargar sobre otro el sambenito, de compartir opiniones que la discreción debe evitar que salgan del círculo mágico del susurro; de construir un secreto. Qué maravilla, verdad, donde no había más que lechosa grisura de tiempo moribundo, de pronto, aparece un secreto: frondosidad vital, excitación de la imaginación, activación de la circulación de la sangre, maquinación de la mente. Qué abanico de luces, qué cola de pavo real; una simple anécdota ofrece la perspectiva de fértiles campos que hollar, de miles de momentos que desmenuzar: cuántas conclusiones por sacar con el gracioso calorcillo de la gratuidad.
Puedes observarlos en cualquier sitio, algunos llegan a mostrarse nerviosos y ansiosos, se emocionan y gesticulan más de la cuenta, otros alzan la voz embriagados por su nueva situación de incluidos, de liberados de juicio y crítica; satisfechos de su novedosa condición de jueces, con poder para ensayar la ironía, siempre complicada, lanzar un puya que sorprenda por su maldad a los contertulios, o ser incluso clemente, subirse cinco segundos en el escalón de la bonhomía, para luego caer al responder con risas estrepitosas o retenidas por inefables gestos faciales y corporales, al comentario mordaz de algún correligionario. Si habéis formado parte, reconoceréis el fondo miserable que se extiende en vosotros y os lanza alguna que otra señal; pero también sabéis que ese fondo, inicialmente denso y oleaginoso se va aclarando, licuando, volatilizando al mezclarse con la miseria de la concurrencia hasta que, por acción de un resorte oculto del cerebro, se va volando hasta unirse y desaparecer en la gran miseria del mundo que convalida y hace disculpable vuestra actitud, sonriéndoos y abrazándoos.