18 marzo 2014

DUELO

La otra noche vi en La Sexta un nuevo espectáculo llamado “Duelo Económico”. Es curioso, la crisis nos ha llevado a prestar tanta atención a la economía y sus gurús que las televisiones han terminado por hacer un show de ello. Estos combates entre expertos tienen su interés, desde luego. Dos economistas de prestigio, cada uno con su pizarra, defienden posturas antagónicas (las habituales), lo que vuelve a demostrar el cariz eminentemente científico de esa actividad. Escriben números, hacen cálculos, ponen frases tremendas que subrayan con virulencia; esquematizan la realidad y las soluciones en segundos y luego las borran. Lanzan sus mensajes, a veces se interrumpen e incluso en los momentos más febriles escriben en la pizarra del otro. El intercambio de ideas es vertiginoso, en ocasiones se aprenden cosas y, a pesar del fragor, suelen respetarse, lo cual es un hito en la televisión de la joven democracia.

El duelo que seguí enfrentaba, por un lado, a un economista liberal, más bien ultraliberal, llamado Daniel Lacalle, que es toda una robótica fachada anglosajona cuya efigie debería ser utilizada cuando a alguien se le ocurra en el mismo centro geográfico de la City londinense o de Wall Street, levantar una estatua al liberalismo. Al otro lado del no tan imaginario cuadrilátero se encontraba su oponente, Gonzalo Bernardos, este con aspecto más nuestro, simpaticote, dicharachero, gesticulante, irónico, más popular (perdón, quise decir cercano). Puro espectáculo televisivo en determinados momentos. Reconozco que mis simpatías se inclinaban por el amigo Bernardos, que tenía un granítico y ágil rival en Lacalle. Pero hubo algo en su intervención que llamó poderosamente mi atención. Dijo que había que proteger (en relación a los impuestos) a las personas que se habían hecho a sí mismas, y ejercer toda la presión fiscal que hiciese falta sobre los que heredaban (Impuesto de Sucesiones), ya que a estos “el dinero les había llovido del cielo” (cuando pronunció esta frase miró al techo del estudio y extendió los brazos, en pleno paroxismo). Nunca había pensado en esta teoría, la verdad, y es muy reveladora.

En España muere mucha gente todos los días, y se tramitan las correspondientes herencias, que en la mayoría de los casos trasladan a los hijos y/o al cónyuge que queda con vida los bienes y el patrimonio que ya eran de la familia. Generalmente, como digo, se trata de bienes adquiridos por los progenitores sin tratarse de grandes inversiones: la vivienda familiar y con suerte quizá un terreno, un bajo comercial, una plaza de aparcamiento o un piso, en el mejor de los casos; las inversiones habituales de los ahorradores españoles, mayoritariamente trabajadores y pequeños empresarios fieles a la cultura del ahorro. Opino que, en estos casos, las personas beneficiarias de esas herencias, suelen participar en la consecución de los bienes que las conforman, de manera activa o pasiva (si se quiere), solo por el hecho de haber vivido dentro del núcleo familiar que ahorra e invierte, compartiendo sinsabores y apretones de cinturón, o acaso perdiéndose durante una parte de su vida cosas que la hubieran hecho más confortable o divertida, pero que hubiesen hecho imposible esa inversión de futuro. Por esta razón pienso que la inmensa mayoría de personas que heredan de sus padres algo que ha formado parte de sus vidas o que ha sido adquirido pensando en ellos, no están recibiendo una sorprendente lluvia de dinero cuando pasan a ser propietarios de esos bienes. Muchos son los casos en los que, por distintas razones (los impuestos entre ellas), lo que se hereda son más bien problemas y complicaciones.


Es totalmente justo y razonable pagar los impuestos oportunos por el incremento de patrimonio o de renta que el cobro de una herencia puede propiciar, pero ensañarse en gravar esa transmisión considerándola como  “algo que te cae del cielo” y a lo que eres totalmente ajeno, como si te hubiese tocado la increíble herencia de un tío de América, me parece una actitud injusta e incluso poco sensible socialmente, ya que son legión las personas que tienen que solicitar un préstamo bancario para hacer frente al impuesto en cuestión. Al menos, a la hora de aplicar el Impuesto de Sucesiones, creo que se debería pisar más tierra firme, teniendo en cuenta bastantes más variables de las que se suelen valorar; en caso contrario, la presión fiscal seguirán soportándola las mismas espaldas.

10 marzo 2014

BONO Y LOS IGNATIUS

El otro día vi a Bono, cantante del popular grupo de rock U2, hablando en presencia de Rajoy y Merkel a favor de España, pidiendo por ella. Fue una imagen que me impactó. Que este eterno oportunista, quintaesencia del capitalismo enrollado, se permita el lujo de interceder por mi país, delante del presidente del Gobierno, ante el resto del mundo me dejó aplanado, a la vez que reactivó mi rabia contra tantas y tantas sonrisas congeladas de políticos patrios que han roído todo lo que les rodeaba con su ineptitud, inmoralidad y dejación.

Lo anterior, aparte de indignarme, me lleva a reflexionar acerca de la visión que se tiene en el exterior de lo que está pasando en España. Sobre cómo se informa la gente al respecto. Imagino que esa información se transmite de mil incontenibles maneras: unas sesgadas o incompletas, otras verídicas, algunas interesadas. Lo cierto es que, en la distancia, resulta difícil tener una idea clara de la situación concreta de un país en crisis. Se suele bascular entre el interés limitado y los prejuicios, siempre hambrientos, que devoran con avidez los datos negativos, cuanto peores más sabrosos, en su constante necesidad de reafirmación. Por otra parte, desde el país de origen (sobre todo cuando asoman situaciones dramáticas que puedan servir de palanca), se tiende muchas veces a propagar el incendio (ya de por sí lo suficientemente angustioso y difícil de sofocar) con la esperanza de favorecer algún tipo reacción internacional, de cambio político. Esto es lo que me vino a la cabeza ante la lectura en las redes sociales y algún foro, de comentarios, mayormente realizados desde fuera de nuestras fronteras, pero a veces alentados desde aquí, que hablan de la obligación de estudiar religión en los colegios españoles a partir de la LOMCE, algo del todo falso, aunque no dudo que ese es el deseo último y la auténtica batalla de la Conferencia Episcopal, siempre blandiendo el Concordato con la Santa Sede.

El tema me toca de cerca, como a tantísimos padres. Tengo un hijo de tres años que cursa primer año de infantil en un colegio público. No recibe clases de religión y, hasta donde yo sé, nadie tiene el más remoto poder para obligarle a ello. No estoy de acuerdo en absoluto con muchas de las cosas que contempla esta enésima Ley de Educación, como que la nota de algo tan subjetivo como la materia de Religión haga media con las demás y cuente para todo como cualquier otra asignatura. Más que nada porque detesto la influencia de la Iglesia, de cualquier religión, en el orden social; detesto que una organización que no representa para nada a un porcentaje muy significativo de la población, pueda inmiscuirse, sea de la forma y con la intensidad que sea, en la manera de vivir su vida, conducirse por el mundo y afrontar sus decisiones.

Dicho esto, considero que la manipulación (a la que tanto nos estamos acostumbrando) siempre acaba por tener un efecto perverso en la vida de las personas. Venga del Estado, de los medios o de nosotros mismos. Ese mentir recurrente e interesado, esa tergiversación, van conduciéndonos al autoengaño y enquistando los problemas, embarrando la realidad hasta convertirla en una ciénaga de equívocos por la que se hace difícil avanzar, llegar a acuerdos prácticos y comunicarse. Como una noria de desconfianza y odio incapaz de detenerse, de ver algún tipo de luz. Sin olvidar que en este campo de la manipulación y la mentira, siempre, siempre, acaban imponiéndose los poderosos.

En las relaciones de la ciudadanía con el Gobierno de turno es natural estar en desacuerdo, y en ese caso me parece el ejercicio más saludable y necesario criticarlo, marcar estrechamente sus actos y decisiones, denunciarlos a los cuatro vientos. Exponer y analizar las posibles consecuencias de esas decisiones o actitudes. Proponer alternativas, concienciar, convocar manifestaciones, actos de protesta, huelgas, etc. Pero exagerar los datos o mentir como estrategia para favorecer el desprestigio y la caída de un gobierno cuya actuación consideramos nociva, no creo que sea el mejor camino. Soy consciente de que en tiempos de crisis como los que vivimos, las voces ponderadas son con frecuencia acusadas de acomodadas o incluso tachadas de cobardes. Pero sacarle punta a los desastres que se padecen es tirar piedras sobre el propio tejado.


Pienso que la premisa para superar la profunda crisis de confianza que nos asola parte de luchar por conocer la realidad de las cosas, no de participar en la confusión. Se trata de actuar con veracidad y rigor en la exigencia de la verdad. Para acceder a un proceso definitivo de maduración general y de convivencia no necesitamos un Ignatius Reilly en cada esquina.

02 marzo 2014

PEDRO JOTA

Esta noche Jordi Évole (que está en los cielos, como ya dijimos hace un par de artículos) volverá a romper los marcadores de audiencia televisiva con la presencia del defenestrado Pedro J. Ramírez en su programa, “Salvados”.

Pedro J. siempre me ha parecido un personaje entre pintoresco y gélido, con su vanidad y sus tirantes, el control de sí mismo del que siempre ha hecho gala, su sonrisa algo taimada y ese trasfondo despiadado y cortante que rezuma. Una mezcla energética de cierto romanticismo, ambición, afán de protagonismo y temeridad que le otorgaban más relieve que al resto de cabezas visibles del periodismo patrio. Con todas sus sombras suponía un contraste demoledor con los otros directores de periódicos o revistas políticas (tan en boga en los setenta y ochenta), con su aire serio de salvadores de la democracia; más expertos en contener información que en mostrarla; maestros en el arte de ralentizar la realidad. Junto a él destacaba Juan Luis Cebrián, un auténtico especialista en caer de pie. Y es que aún no nos habíamos enterado de que la democracia española consistía en incorporar más y más gente al olimpo de personalidades que nos salvaba del desastre anterior, siempre latente. Mientras la prensa generalista se deleitaba en ejercer toda la influencia social y política que le había sido vedada, opinaba con gesto grave, se hacía eco de conspiraciones de pasillo, confabulaba, y se paseaba por aquel presente tan cambiante y progresivamente hediondo con una margarita mustia en la mano, Pedro y los suyos descubrían cosas que nadie quería descubrir, ese lado oscuro y corrompido de “la liebre de Europa” que comenzaba a extenderse de espaldas a unos ciudadanos aún ilusionados con su joven democracia. El tipo de derechas, liberal sin ambages, tan carismático como irritante en sus alocuciones, según muchos, siempre sacaba a la luz lo que sacaba sirviendo a intereses espurios, pero al menos lo hacía. Y justo es reconocer que sin su presencia, por las venas de nuestra sociedad hubiese circulado muchísima menos verdad.

Tras el 11-M, su periodismo incansable abrazó el delirio; como un defensa marcador violento y torpe, fue desquiciándose. Dio pábulo y sacó punta a cualquier minucia, enrocándose y amarilleándose sin ningún pudor en su intento de demostrar cosas para las que no consiguió aportar las pruebas sólidas que tales acusaciones requerían. Después de su evidente sintonía con José María Aznar, esta actitud cerril, esta carrera a tumba abierta, le fue apartando progresivamente de un buen número de lectores más o menos fieles que, aún sin coincidir ideológicamente con la línea editorial de su periódico, sí apreciaban su vitalidad y afán investigador.

Ahora le han cesado como director de El Mundo por, según dicen los que saben de esto, sus ataques al gobierno de Rajoy y el tratamiento del caso Bárcenas (aunque la verdad es que los datos sobre casos de corrupción de los populares continúan arreciando en los titulares del periódico). Centenares de miles de criaturas se han alegrado de que lo quiten de en medio, pero han sido cautos en sus celebraciones. No parece cosa para tirar cohetes que un director de periódico sea apartado por tocar temas delicados para el poder. Y tampoco queda bien aplaudir que quien haga rodar esa cabeza sea la derecha. Si es la izquierda siempre responde a un acto de higiene democrática digo de aplauso: el 14 de marzo de 2.004, José Luis Rodríguez Zapatero, en su primera aparición pública como nuevo presidente del Gobierno, pidió a sus excitados correligionarios un minuto de silencio por las víctimas del atentado terrorista más brutal acontecido en la historia de España, sucedido hacía solo tres días. Nada más terminar ese receso en el que se oían todas las respiraciones, el primer cántico futbolero de los presentes fue contra un periodista: clamaron contra Alfredo Urdaci, polémico presentador del telediario, pero un busto parlante más, al fin y al cabo; le recordaban con guasa que pronto estaría en la calle, como así fue. Es esta una práctica habitual de todos los gobiernos, pero que las bases presuman de ello, y más en momentos históricos como aquellos, da mucho que pensar.


No tengo ni idea de por dónde anda Alfredo, pero estoy seguro de que Pedro J. seguirá jugando por mucho tiempo en el mismo tablero que sus rivales. Espero sinceramente no tener que echarlo de menos.