07 junio 2013

1/2 ESPERANZA


Según fuentes del todo fiables, érase una vez un mundo en el que la clonación de seres humanos no solo fue posible, sino asequible y técnicamente perfecta. Por supuesto sus patrocinadores corrieron a gritarle al planeta que era algo revolucionario y, cuando el planeta les miró con ojos hastiados, volvieron a correr para contabilizar ante los micrófonos la cantidad de puestos de trabajo (directos e indirectos) que algo así traería consigo. Todos aquellos que mostraron alguna prevención en público fueron vilipendiados y tildados de retrógrados y conservadores; empezando por la Iglesia Católica, que se opuso con uñas y dientes hasta que alguien la sentó para explicarle despacio sus ventajas.

 

Al principio la cosa fue pasto de bromas y montajes en internet, y todos se partían de la risa. Y es que la gente no creyó realmente en la envergadura de la clonación hasta que una Directiva de la Unión Europea no condicionó y limitó su número. Solo podían acceder a ella los mayores de dieciocho años, después de escribir de su puño y letra que estaban perfectamente enterados de todo el proceso y las obligaciones que conllevaba (cada cual se hacía cargo de su clon). Entonces todos comprendieron que el mal ya estaba hecho y se frotaron las manos: era verdad eso de los correos basura que ofrecían un clon obediente a bajo precio sin más trámites. A partir de ahí quien más quien menos soñó, todavía con cierto reparo, con tener un clonado secreto en alguna parte, aunque no demasiado cerca. Poder manejarlo a distancia de alguna manera. Tener poder real sobre alguien aunque fuese una prolongación de uno mismo. Ese deseo no se cumplió, al menos legalmente, ya que según un Real Decreto dictado sobre la marcha, todos debían vivir bajo el mismo techo y estar siempre localizables, siendo a veces doblemente desahuciados y explotados. Los nuevos especímenes sin certificar serían sacrificados.

 

La sociedad tendía a verlos como casi humanos; y ese casi lo hacía todo más fácil y aséptico. El Jefe de la Oposición se desgañitaba gritando, y cuando se le rompían las cuerdas vocales ponía a su clon. Clamaba contra su proliferación por el hecho de que con esta nueva situación (una persona que sale de una fábrica exactamente igual que tú, estrecha tu mano y se va contigo en el coche) se doblarían los gastos y no necesariamente los ingresos. Fue cierto, resultó que los clones consumían igual que sus originales y generaban pocos ingresos, ya que solo podían saltar a un primer plano oficialmente por muerte o enfermedad del principal rigurosamente documentadas; y que por los que sí tenían ingresos tributaban sus dueños, por lo que queda todo dicho.  

 

Con el tiempo, en internet proliferaron informaciones y vídeos que hablaban de zonas ignotas y caminos perdidos recorridos por clones que, abandonados ya mayores en las gasolineras, buscaban ateridos refugio y calor en cualquier parte. Y se rumoreaba que casi todos los muertos que tan verídicamente sangraban o saltaban por los aires en el cine o en las series de televisión eran tales. Una vez, un diario de prestigio deslizó que el Presidente del Gobierno de España era en realidad un clon, pero nadie hizo comentario alguno. Corea del Norte sacaba a la calle desfiles de clones uniformados que duraban dos días. Todo el mundo lo sabía pero nadie podía demostrarlo fehacientemente. Los casos de ubicuidad, tan espectaculares al principio, no tardaron en dejar de interesar al público. Por su parte, artistas en plena decadencia y políticos en ascenso pagaban bien a quien cediera a sus clones para asistir a conciertos, mítines o manifestaciones ciudadanas.

 

La gente deseaba clones, y con los años se convirtieron en una presencia común, desoyendo las estrictas reglas de la U.E., que nadie alcanzó a conocer nunca con exactitud. A menudo eran utilizados para labores domésticas, para hacer colas o leer la letra pequeña de los contratos, o incluso para que, ya entrenados, fuesen en lugar de ellos al banco a tratar de ser engañados en menor medida.

 

También tuvieron su uso estratégico. Los Estados y las multinacionales inundaban los medios de comunicación de clones (muchos de personas hacía años fallecidas, e incluso clones de clones) opinando de pronto al unísono en una dirección o consumiendo y recomendando un mismo tipo de producto. “Son más eficaces que la demagogia, la moda y las tendencias para atraer la atención y, sobre todo, a la hora de distraerla” confesaba una voz autorizada.

 

Pero pronto dieron problemas. El principal es que no sabían mentir bien. Veamos, cuando se ponían a ello lo hacían de una vez, claro. Pero es que esa no era la forma. La idea era soltar medias verdades, trampear sin perder la sonrisa ni la posición. No valían ni para manipular ni para tergiversar ni para difamar al sentirse acorralados. Finalmente se desaconsejó su uso en política, salvo para funciones meramente ornamentales, y no cuajaron sustituyendo a sus originales en los consejos de dirección de las empresas y en las tertulias políticas. Con principios más sólidos e ideales más puros, no eran contradictorios, por lo que cuando debían pasar a la acción tras la muerte de su original se pasaban la vida chocando contra molinos de viento. Ahí residía el fallo: no cargaban con el fardo de pequeñas miserias, frustraciones y desilusiones de toda persona común. No podían seguir su misma inercia tantas veces gris y mezquina. No llevaban su fracaso, ni su rabia, ni su resignación a cuestas. No podían actuar con esa mala leche acumulada. Al no tener maldad ni experiencia sobrevenida no resultaban nada rentables hasta que no se hacían con ese bagaje. Un clon que pasaba al primer plano era, de esta manera, masacrado por el resto de la población hasta que se volvía como ellos y comenzaba a ser provechoso. Previsibles y eficaces, hacían confluir sus mundos con los de los demás sin demasiados conflictos, no se desbordaban nunca de su cauce por arrebatos de felicidad o fatalidad. Cumplían mejor sus obligaciones y compromisos (pagaban sus impuestos con regularidad), pero cuando se pasaban seis meses en mitad del mundo se afilaban. El Estado al principio estaba encantado con ellos, pero surgió otro problema: no soportaban la incertidumbre ni la falsedad. Por eso se mostraban mucho más desconfiados frente a la inoperancia de los gobernantes. Así que, finalmente, a todos les vino bien que la realidad los domesticase aunque realmente los hiciera peores ciudadanos.

 

Los clones, creados inicialmente exactos, comenzaron a diferenciarse de su origen a medida que vivían experiencias diferentes. Los hubo que se volvían más lúcidos que sus pares, y empezaban a relacionarse entre ellos usando las redes sociales o viéndose casi en secreto cuando eran enviados cada poco tiempo en autobús a algún acto multitudinario que se había desinflado. Incluso algunos se rebelaron a sus dueños y reclamaron su libertad. El primer apoyo desinteresado lo encontraron, además de en el Jefe de la Oposición, en los programas del corazón, abiertos de par en par a su causa. Aunque pronto surgieron acusaciones de montaje entre algunos clones y sus originales. Hecho que dio lugar en algún momento, para estupor de la U.E. y silencio del Presidente del Gobierno, o de su clon, al enfrentamiento televisivo entre dos seres exactamente iguales acusándose de mentir y llorando al mismo tiempo.

 

Como consecuencia de lo anterior algo cambió. El experimento de clones emancipados que querían vivir su vida aparte de sus dueños antes de que éstos muriesen y sin tener el yugo de sustituirlos en su mismo punto social y vital, se llevó a cabo de modo espontáneo y prácticamente clandestino en distintos puntos del globo. Generalmente en pequeñas poblaciones abandonadas, recuperadas y restauradas por comunidades de clones independientes. Aquella posibilidad vital comunitaria de personas con los suficientes conocimientos y sentimientos vitales, pero no maleados por la vida fue conocida popularmente con el término “½ Esperanza”, ya que suponía el embrión de una nueva sociedad paralela sin el bagaje histórico de ruindad y prejuicios que arrastraba la original pero con su misma carga genética. Pero, tras la Conferencia Mundial de Nueva York, que contó con representantes de todos los países del mundo, inmortalizados en la histórica fotografía final en la que aparecen formando un círculo cogidos fuertemente de la mano, el movimiento fue tildado de leyenda urbana y de él nunca más se supo. Los clones subversivos fueron perseguidos y aniquilados, corriendo de parte de una comisión creada al efecto los gastos de reposición de cuantos fuesen solicitados en el plazo indicado.
 
 
 
Publicado en el nº169 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a la clonación humana.

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