30 junio 2009

EL POETA Y SUS VOCES

PRÓLOGO DEL POEMARIO DE RAFAEL CALERO PALMA “VERSOS DE ALAMBRE DE ESPINO” (Editorial Alhulia, 2.009)

Rafael Calero es, en primer lugar, una de las personas más entusiastas que conozco, quizá la que más; alguien con la sabiduría suficiente como para abstraerse de lo superfluo y vivir con contagiosa entrega tanto sus aficiones como su vocación literaria. Lector infatigable, observador inquieto de la realidad, comprometido políticamente, las conversaciones con él suelen ser densas y provechosas. Siempre hay un libro, un disco, una noticia, una circunstancia o una película que llamen poderosamente su atención y le empujen con urgencia a recomendarla, matizarla o dar su opinión sobre ella. Es más, a lo largo de mi vida, los encuentros con Rafa, se produzcan donde se produzcan, son lo único que puedo comparar a una buena tertulia literaria. Su mundo y quehacer literarios tienen en la literatura norteamericana, la música rock y el cine, sus nutrientes principales, puntos de partida y puestos de observación desde los que ir desentrañándose a sí mismo y al mundo que le ha tocado vivir. Ese interés le llevó a acometer un pormenorizado estudio de la figura de Charles Bukowski como tesis doctoral de su licenciatura en Filología Inglesa por la Universidad de Granada (publicada posteriormente por la granadina editorial Osuna en 1.999), titulada “Charles Bukowski, estética de un salvaje indecente”. Su pasión por el escritor norteamericano se dejará ver en su trabajo posterior: su rugoso realismo, el carácter despojado de su poesía, la emoción latente, tan tangible; o la claridad de sus planteamientos.
He seguido durante todos estos años su producción poética (“Los poemas del frío” (2.000), “Desorden” (2.002), o “Hablando de amor con el cobrador del frac” (2.004)), y su verso libre y sin ambages me ha transmitido el turbio placer de la palabra que se desata, la energía que se puede concentrar en unos pocos versos. He advertido, en algún momento incluso con sorpresa, su habilidad para atrapar al lector desde la primera línea; así como la musicalidad eléctrica en que flotan muchos de sus versos, ya indaguen en la memoria o emerjan de la intimidad, ya sean expresión de una frenética realidad.

Su poesía camina en muchas ocasiones por el desencanto, y siempre le rodea un halo agridulce, cierta aridez. Irónico, con los ojos risueños del descreído, a veces arranca una sonrisa y otras una mirada cómplice. Rafael Calero gusta de detenerse en la fugacidad de la vida, en el fresco palpitar de su misterio; en los momentos, los instantes previos a la pérdida, en los que el destino dobla una esquina u otra. Nos habla de miradas que a lo mejor no llegan a cruzarse, de gestos que se lleva el viento, de decisiones instantáneas que cambian sin palabras el devenir de algunas existencias. Sus versos escarban con rápidas descripciones, expresivas viñetas, en la complejidad del ser humano y sus relaciones; conviven estallidos de amor y rechazo, defensa y ataque, ternura y caricia. Ofrece poemas que investigan el ahogo y la urgencia, que ahondan con tino en el agudo dolor de la ausencia; que auscultan la soledad sin dudar a la hora de acariciar su rasposa superficie (“el amor siempre muere de soledad”). Amigo de dedicatorias y homenajes nada velados, viaja en la voz de otros poetas (Auden), parte de ellos (Primo Levi, Javier Egea); o se introduce en la piel de otros (Virginia Woolf, Emily Dickinson).

Buen observador de rasgos mínimos, es un autor escueto, descriptivo, cuidadoso del detalle; presenta tipos que cruzan las páginas con paso ligero, que van y vienen por ellas, que tienen miedo, que aman (a veces con delirio) y también son amados, que se envuelven en la noche y sus pasadizos, o viven un desamor amargo y resacoso. Sus corazones palpitan fuerte, anhelan, se ilusionan y suelen evocar lo que no sucedió: el dolor en el vacío.

Hay algo engañosamente sombrío en la poesía caleriana. Una suerte de cualidad desmitificadora que parece tratar de desenmascarar los sueños; pero que, por otra parte, se niega a renunciar a ellos, a su carácter motor. Subyace una añoranza de lo que no se lee en el poema, del reverso de lo que se nos relata. A veces, la crudeza o frialdad con la que se exponen una situación, o unos sentimientos, son el mayor redoble emocional del deseo y de la esperanza. La oscuridad urbana añora rayos de luz; la soledad, calor; la confusión, la claridad de una sonrisa. Y del conjunto brota un halo de belleza latente que aporta mucho del magnetismo de su poesía.
Explora vetas de lirismo, perforando con delicadeza en busca de la apesadumbrada belleza que mora en el interior reseco de lo ruidosamente cotidiano (“Una paloma mensajera bebe en un charco y deja olvidado en él una parte de su corazón”), o bien evocando la grandeza inabarcable de la naturaleza, la serenidad, su magia y el sentimiento de formar parte de todo ello (“Otra vez has vuelto a detener el universo con tus manos”). Se interna en la cueva sensitiva del amor, del contacto, como una proyección inversa (íntima) de esa misma naturaleza (“Ella se deshace entre sus manos, en imágenes ralentizadas de color azul cielo…y piensa en la nieve blanca cayendo al amanecer, temblorosa, brillante, milagrosa, sobre la piel inerte de una ciudad dormida”). O indaga, de sueño en sueño, en la percepción de los sentidos (instantes congelados).
“Versos de alambre de espino” es su último poemario. Su título me recuerda, a bote pronto, algún verso de José Ignacio Lapido o aquel “Barbed Wire Kisses” de The Jesus and Mary Chain. Poesía y electricidad, que no es mala combinación. Este libro nos trae un poeta más cáustico, menos contemplativo. Esquemático, vibrante. Vuelven los homenajes, vuelven las referencias musicales, cinematográficas y literarias (donde David Lynch se puede encontrar con Flannery O´Connor), de inspiración mayoritariamente estadounidense, en un ejercicio de constante reivindicación de sus maestros y de la fuerza y calado de un verso definitivo.

En ese sentido es un libro continuista, que entronca con sus trabajos anteriores. Más directo y urgente, como he señalado. Manifiesto por momentos de una frustración vehemente y acre, apenas contenida; de esa violencia larvada que nos rodea y que el autor advierte y traslada (el poema trasmutado en criatura pulsátil). Utiliza la escritura más que nunca como liberación y a menudo desahogo, como herramienta de reflexión íntima y social, con más presencia política y de exposición fría y ácida de su visión de la realidad: golpes secos de denuncia pura y dura en los textos.

Encontramos un lenguaje que no cambia: claro e inmediato, sin circunloquios. Presenta chispazos de coloquialismos sin excesos, de manera nada forzada o artificiosa. Unos poemas principalmente breves y escuetos, certeros. De un laconismo que no es obstáculo para la potencia visual y significativa del torrente enumerativo, la intensidad de la repetición, el ritmo marcado muchas veces por la disposición de los versos; y los concisos y fulgurantes símiles y metáforas que a veces se desbordan, sorprenden o chocan. O la fuerza de su capacidad evocadora, de una mirada (a veces críptica, otras confesional) que sabe ser profundamente lírica sin renunciar al encuadre urbano, sin obviar la suciedad (al modo de su maestro Bukowski); que resulta cortante o melancólica (siempre con un regusto amargo que transmite sensación de vacío, tanto de anhelo como de decepción), tanto cuando apunta a lo acontecido como a lo futuro; y que a veces le invita a demorarse en un punto, una descripción.

Persisten los sentimientos a flor de piel, el amor, el deseo, la añoranza; amenazantes como la soledad, a la que se vuelve a animar a prender fuego; la pérdida, la resignación, la repulsa, el amor, la ternura; cierto sabor a derrota o asunción del mundo que nos rodea o de los que rodeamos el mundo.

La ciudad (no podría ser de otra forma) vuelve a ser protagonista como escenario vivo, ese inmenso tapiz triste y gris, tan geométrico como inabarcable y empequeñecedor, preferiblemente otoñal, lluvioso y frío; eternamente cambiante y sujeto a mil peripecias, fragua de mil destinos. Cigarrillos que se consumen, calles sin final, canciones, coches que nunca paran, turbulentos neones; la noche y la madrugada, ese largo pasillo embaucador tachonado de promesas incumplidas. Así, se va filtrando por múltiples resquicios el rumor de los días, lo cotidiano con su infatigable latido, hasta terminar siendo trascendido en pos de ese sentido de la existencia, tan maravilloso como absurdo; tan azaroso.

El poeta y sus voces. Tienen su lugar la primera, la segunda y tercera personas. Distintos puntos de vista. Dentro y fuera; arriba, alrededor. En plena prospección de sentimientos, lanzando el poema a bocajarro, o bien arengando y estimulando al modo de Whitman, arrojando versos con fragor (recordado también el poeta de Long Island, por cierto, a la hora de cantar a la inmensidad y a la miríada de percepciones que nos ofrece la naturaleza). Hay diálogo, truculencia, rabia. Poemas que son duros y de bordes lacerantes. Versos que consiguen agitar algo muy dentro del lector. Calero aprovecha sus recursos, apuntala y cuida cada línea, la subraya, detiene el instante; atrapa momentos e imágenes que pasan fugaces por su retina. Describe con presteza y suficiencia, dibujando personajes; marcando en ocasiones un ritmo respiratorio, implacable, casi jadeante, en esas breves narraciones en verso que levantan acta de hechos y opiniones, y que también apelan al humor, siendo ocurrentes o mordaces (el poeta febril que sabe ser irónico y guiñar al lector). Por todo ello, me parece obligatorio recomendar de manera entusiasta la lectura de estos poemas.

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