10 febrero 2014

PESADILLA EN LOS PREMIOS GOYA

Había acabado la gala y Javier Bardem apareció en la terraza escoltado por amigos, seguidores y una nube de fotógrafos que no paraban de accionar sus máquinas. Junto a él iba un tipo alto y rubio, no recuerdo su nombre, pero en la espalda de su chaqueta llevaba escrito “EL AMERICANO”. En mayúsculas, como con pintura blanca. Todos miraban al cielo esperando algo. Javier se frotaba las manos, algo intranquilo pero visiblemente satisfecho. La azotea era sorprendentemente amplia, parecía una avenida desierta. De pronto, por una esquina lejana comenzó a acercarse una extraña comitiva, encabezada por una especie de insecto con forma de perro pequeño que no paraba de revolotear. Cuando se acercaron vimos que el insecto era Wert, llevaba la cara maquillada, los labios toscamente pintados para simular sangre y las orejas de negro. Su cabeza apepinada descansaba en un cuello alechugado que parecía confeccionado con papel de periódico. Llevaba muñequeras y calzoncillos de cuero. Parecía algo así como un bebé violento, exasperado. Fruto de una extraño experimento. Le acompañaba un ejército de gentes silenciosas, que se limitaban a sonreír y a murmurar con la mano sobre la boca.

Javier lo vio y comenzó a increparle cosas acerca de la incultura. Aún así parecía calmado. Le lanzaba acusaciones señalándole suavemente con un dedo, manteniendo la otra mano en el bolsillo. Los demás guardábamos silencio, expectantes. Solo se escuchaban algunos teléfonos móviles y las cámaras de fotos. El americano murmuraba tres palabras y Javier y algunos más se volvían, partiéndose de risa con el comentario. Los demás no sabíamos inglés, pero tratábamos de sonreír. Javier siguió increpando al ministro, combinando su ceño fruncido con la relajación del gesto risueño que dedicaba cada cuatro segundos a su amigo americano, que no paraba de decir cosas que pensaba que todos debíamos entender.

Wert contraatacó. Tras escuchar los consejos de un asesor áulico. Le dijo a Javier que a partir de ahora solo le esperaban papeles de malo en Hollywood. Entonces Bardem se desató y comenzó a llamarle fascista y curilla. David Trueba trató de calmarlo con un Goya en la mano. Pero fue imposible, comenzó a lanzar cualquier objeto que tuviese a su alcance, incluso, durante un segundo, hizo amago de arrebatarle su trofeo al hermano de Fernando.

Javier arreció en sus insultos, que Wert recibía abriendo los brazos, con una beatífica sonrisa atravesando su cara blanda. Hasta que, por alguna razón, se hartó, sus ojos comenzaron a salirse de las órbitas y los labios comenzaron a temblarle. Sus asesores desaparecieron y surgieron los antidisturbios, a los que Javier continuó tirando cosas sin despeinarse. Esta vez una especie de pequeños cohetes que salían de debajo de sus muñecas y estallaban contra los escudos. El americano gritó de júbilo, con la cara enrojecida, y disparó al aire, clamando que era ciudadano estadounidense. En ese momento el helicóptero apareció, iluminando la terraza, y dejó caer una escala por la que trepó el pistolero. Bardem se quedo de pie, en el borde de la terraza, sonriendo y  lanzando cohetes. Los policías se acercaban torpemente y volcaban su frustración golpeando a los otros, que huían con sus Goyas bajo el brazo.

El americano, sin parar de aullar, extendió su brazo y tomó con fuerza el antebrazo de Javier, que comenzó a subir en pos del helicóptero. Cuando accedían a la cabina, se volvieron al unísono y lanzaron sus pulgares al viento. Después, todos corrimos, en cualquier dirección, dejando la azotea desierta.

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