28 julio 2017

ENTRE CARRETE Y CARRETE, LA CINTA MAGNÉTICA NUNCA HACE EL MISMO VIAJE

La casete era de color nacarado y pesaba poquísimo, al sacudirla, su frágil estructura emitía un leve chasquido. Desde la portada sonreía un adusto hombre trajeado con los brazos cruzados. Daba la impresión de sentirse muy seguro del orden que transmitía, del sistema de valores que representaba, del estado de las cosas. “Versiones originales”, se podía leer en la parte baja de la carátula. Era la primera de una pila de casetes poco a poco dominada por el polvo. La cinta envuelta en pasado dormía apacible, casi nueva, pero envejeciendo inexorablemente; quieta, rodeada de decenas de objetos de esos que quedan atrás y permanecen quietos hasta que alguien por fin se decide a tirarlos. Era la representante principal de un ordenado montón de tiempo fenecido.


 Las canciones en la radio se sucedían veloces, contundentes; zarpazos que iban erizando la imaginación y depositándose en la memoria. Temas cortos, urgentes, tan desesperados como descacharrantes; cuchillos en el aire que desaparecían hasta que les daba por volver. Una conversación casual con los amigos del cole le ofreció la solución para retenerlos. Al volver por la tarde a casa tomó sin pensar la cinta del hombre trajeado y tapó con papel celo las aberturas que le habían explicado, escondió la carátula y, con los nervios, hizo trizas la portada. El traje y la cara sonriente acabaron en el cubo de la basura convertidos en mil pedazos. El programa comenzó y con él las canciones. Cuando desaparecía la voz del locutor quitaba la pausa y los botones de “rec” y “play” actuaban. Para no molestar en la madrugada, escuchaba casi al mismo volumen la canción y el rumor de la maquinaria trabajosa, discreta y obsesiva del viejo reproductor, que soltaba y recogía la cinta, manteniendo el tenso equilibrio que hace brotar y conservar el sonido.




Casi todas las canciones se grababan ya empezadas y terminaban abruptamente al primer atisbo de fundido o de leve carraspeo del locutor. Los temas se iban acumulando sin pausa, parecían surgir unos de otros, y el final de la primera cara le pilló por sorpresa: apenas se habían registrado quince segundos del tema en cuestión. Toda la extensión de la cinta debía quedar grabada. La permanencia de un solo segundo del sonido original hubiese desvirtuado todo. Mientras avanzaba, anotaba trabajosamente los datos en un folio. Los de los grupos extranjeros (todos anglosajones) por su sonoridad (Estuyis), los españoles con toda su información. El papel así garabateado, incompleto y plagado de signos de interrogación, acabó arrugado entre las páginas del libro de matemáticas. La casete aún mantenía su apariencia original, salvo por el celo, cuando ya estaba llena de sonidos distintos, experimentos descarados, velocidad, contundencia, vértigo. Descansaba con falsa inocencia en su caja marrón original, que aún olía a polvo y silencio. Minutos ante de mostrarla al mundo en el recreo, se decidió a cambiar su  aspecto. La pintó con rotulador negro y boli. Confeccionó con prisas una carátula de papel cuadriculado y le pintó una a mayúscula en el centro con el rotulador, rodeándola de un círculo. Y así se fue, pensando que llevaba en el bolsillo trasero de su pantalón el encuentro único de un montón de músicos furiosos que ya llevaban tiempo golpeando su puerta.



La casete era un misterio. Cuando se la prestaron no tenía carátula, y estaba toda pintada de negro, un negro gastado, pintarrajeado, mate. Además, alguien había tratado de escribir algo con una aguja, o eso parecía. El que se la había prestado la había recibido de su hermana mayor, y no mostraba demasiado interés en su “sonido chatarrero”. No conocía a casi ningún grupo, pero la escuchaba a diario, siempre entera antes de irse a dormir. Duraba poco más de treinta minutos. Poco a poco, fue anotando cuidadosamente en un folio los títulos de las canciones que iba localizando a través de discos que se compraba o le prestaban; o que encontraba en casetes mejor documentadas que caían en sus manos. Fue completando un mapa sonoro que definía perfectamente una parte de su ser, desentrañando un misterio, conformándose como persona sin saberlo. Apuntalando conceptos estéticos, principios vitales, construyendo la base de algo que crecería con el tiempo. Incluso averiguó  la procedencia de aquellos quince segundos de la primera cara (“Baby talk” de Johnny Thunders). Mientras, el viejo montón de casetes, seguía perfectamente colocado, vencido por el polvo, encajonado en un orden mudo, en una casa cerrada.



* Dedicado a la memoria de mi amigo Francisco Vallejo.

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