15 mayo 2018

MADRE NO HAY MÁS QUE UNA (II). LAS MIRADAS.


Me gusta mirarte cuando bajas la rampa con el cigarrillo colgando entre dedos nerviosos coronados por uñas rojo fuerte. Avanzas a pasos pequeños,  apoyándote en la pared para no resbalarte con los tacones. Pareces una muñequita apurada por el limitado movimiento de tu apretado vaquero rosa. Me gusta mirarte y que me mires. Vas gritándole cosas a tu hijo mientras te colocas el cigarro entre los labios y levantas la palma de tu mano derecha con firmeza. Le has dicho bien claro que se va a enterar. Estás sofocada, una llamarada violenta atraviesa tu cabello rubio, tan rubio. Te aproximas decidida, ofuscada y vengativa por el poco caso que el niño te ha hecho delante de tus amistades. Me gusta mirarte, sostener tu mirada. Me siento poderoso en ese instante de pulso de miradas. Poderoso por primera vez en mi vida, ya que mi mirada te amortigua, ralentiza tu arrebatada y liberadora decisión de cruzarle la cara de un bofetón. Mi mirada se mantiene firme y por fin te detiene, te para en seco, te congela. Sólo pareces respirar a través de esos ojos que van del niño a mí y de mí al niño cargados de reproche, odio y sorpresa. Mi mirada te ha hecho recomenzar en esta espléndida mañana primaveral, tras tantos días de lluvia. Por fin, me echas un último vistazo y desapareces rampa arriba; arrastrando indecisa, como recién despertada de un sueño, a tu hijo del brazo.

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