08 junio 2020

EL PARAGUAS


Recuerdo el solar polvoriento y calcinado por el sol. Las huellas de la excavadora todavía se apreciaban en la despanzurrada acera. La cinta de seguridad que acotaba el gran bocado que le habían dado a la calle yacía pisoteada y esparcida por el suelo. Hacía mucho calor esa infernal tarde de agosto; respirábamos tedio en la ciudad desierta. Supongo que eso fue lo que nos animó a adentrarnos en el solar, a pesar de que un solo vistazo desde la acera proporcionaba toda la información necesaria sobre él. Lo que nos empujó a explorar con la punta del pie y las manos en los bolsillos ese nuevo vacío surgido tras la demolición y la retirada de los escombros. Al letargo veraniego le sumaríamos polvo y pasado. Paseamos la mirada sin excesivo interés hasta detenerla en un rincón del fondo, a la altura de lo que sería la primera planta, donde sobrevivía, milagrosamente libre de dentelladas, un resto de la pared alicatada de un cuarto de baño, con una cestita color verde claro colgando de la que sobresalían unos cepillos. Era un colgajo de intimidad que el derribo dejó atrás, quedando allí expuesto impúdicamente. Podíamos sentir latir con tenuidad ese último suspiro vital de lo que sin duda habría sido una firme y constante articulación de vida durante años. Y podíamos notar cómo lo acompañábamos con la mirada hasta el mismo instante de su expiración. Y es que cada nueva mirada que se posara sobre él lo sentiría morir y experimentaría esa sensación de acompañarlo en su postrero aliento. Pura presencia. Puro olvido. También había, aquí y allá, restos de hojas de papel, algún juguete olvidado y un paraguas rojo de publicidad medio oxidado, que a duras penas conseguimos abrir. Estaba rajado por algún sitio, y aún conservaba vestigios de olor a hogar, a ambientador usado con insistencia. Nada servía para nada allí; ni siquiera la hora: unas paralizantes cuatro de la tarde. Todo era silencio, calor y polvo. Nos fuimos calle arriba cargando con una especie de soporífera espera sobre los hombros, pero con la esperanza siempre presente de encontrar algo interesante que nos retuviera y atrasase nuestra vuelta a casa. Tú arrastrabas el paraguas, y me regañaste enfadada cuando lo cogí para abrirlo y protegerme del sol y el pelo se me llenó de tierra. Te daba mucha vergüenza que alguien me viese, así que me lo arrebataste violentamente de entre las manos para tirarlo a un contenedor. Como estabas tan irascible, no me atreví a decirte que al quitármelo me habías hecho un corte en el dedo.

Vencidos y distanciados, decidimos regresar a nuestras casas. Al volver la esquina dijiste tener frío, y yo me reí irónico y vengativo. Miramos al cielo y notamos que se iba oscureciendo como si un dibujante avezado lo colorease apresuradamente. La tarde se fue deshaciendo. Cambió de estación, de época, de mes. Viajó rápidamente muy lejos y volvió llena de sorpresas. Empezó a aparecer gente de la nada que miraba al cielo con estupefacción. El sol desapareció y se levantó un poco de viento. Nos miramos y volvimos corriendo a por el paraguas mientras comenzaba a llover fuerte, muy fuerte. Fue una suerte tenerlo a mano, desde luego. Lo abrimos y eso nos tranquilizó. Excitados ante la nueva situación, anduvimos por las calles mojadas con incredulidad mientras el cielo tronaba. Llovía cada vez más; prácticamente no se veía nada a cuatro metros de distancia. Acurrucados y bien resguardados, recorrimos buena parte de la ciudad bajo la lluvia, esquivando sin demasiado afán los charcos que ya habían empapado nuestras sandalias. Sintiéndonos afortunados de estar ahí, en medio del chaparrón con nuestro paraguas, mientras todos se mojaban. La oscuridad repentina, los coches con las luces encendidas, el traqueteo de los limpiaparabrisas, las prisas sobrevenidas; todo parecía traído desde otro tiempo u otro lugar. Un sueño pasajero y estimulante. Respiramos hondo y gritamos; nos reímos por cualquier cosa. Caminamos por plazas y jardines, deteniéndonos a escuchar cómo el aguacero se colaba en las copas de los árboles generando una sonoridad laberíntica. Así hasta que, agotados, nos sentamos un buen rato en un banco con nuestro paraguas rojo. Disfrutando de la presencia del otro, sintiendo el latido de nuestros corazones, acompasando las respiraciones. Callados, aspirando el olor a tierra mojada, a fin de verano, a nueva perspectiva, a futuro.

Una vez que la tormenta cesó, te acompañé a casa y me fui a la mía llevándome nuestro paraguas. Cuando llegué estaba absolutamente empapado.  

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