Probablemente no sé vivir sin un pie en un mundo imaginario. Una realidad que discurra paralela, algo caprichosa y guadianesca, a cada momento que se vive. Ese escape inopinado de sol capaz de proyectarse en cualquier momento, gobernado por el lado indómito de la razón. Es algo que todos, en mayor o menor medida, necesitamos. No me cuesta imaginar (es tal el entrenamiento) cómo sería nuestra vida sin esa opción de escapar por un rato, de desconectar para aferrarse a un mundo con su propio sonido; pero sí que me cuesta aceptarlo: para mí sería como mirar el horror de frente. Hay quien opina, con cierta lógica, que cuanto más gris, previsible, o desgraciada es una vida, más se echa mano al recurso de poner el pensamiento a buscar lejos, muy lejos del lugar que uno ocupa; como lanzar el anzuelo de una caña de pescar en dirección a otra galaxia. Una forma fugaz de aliviar nuestro dolor. Pero, dado que se trata de una facultad no desarrollada por todos por igual, creo que la mayoría de las veces la imaginación se limita a seguir los pasos de nuestros deseos inmediatos, indagando más placenteramente en lo que ocurre tras esa sonrisa, ese gesto, o esa pared, cercanos para nosotros pero siempre infranqueables; dedicándose a engañar una curiosidad que jamás será saciada. Dicen que fruto de esta actividad son todas las miradas ausentes que se ven en los autobuses a primera horas de la mañana. Quizá.
Los sueños son esos deseos articulados, madurados día a día, concretados. La dulce barcaza en la que mejor se desliza esa cualidad peculiar del hombre que hoy nos ocupa. Donde más se regodea y más abrigada está, tratando siempre de alargar el periplo. Un dulce hogar inasible; la individualidad completa. La proyección perfecta de lo que somos queda perfectamente registrada en nuestros sueños y en cómo la imaginación los dibuja.
También está la imaginación invertida, digamos, esa que viaja de la ficción a la realidad, una variedad peliaguda de su exceso. Escrutadora, meticulosa, incansable. Por ejemplo, ante una película o una serie de televisión de esas que tratan de evadirte totalmente, con los dos pies sobrevolando el suelo. Ante su visión, tiendo a imaginar lo que sintieron los actores al ser elegidos para el papel, cómo lo negociaron; a observarlos cuando se lo comunicaron a sus familias o a un amigo. Suelo verlos leyendo una parte de su intervención escrita en unos folios grapados, sentados ante una mesa. Percibo sus dudas, sus miedos, su estupor incluso. O imagino cómo se colocan los objetos de cada escena: esos cuchillos de cocina, las flores, el momento en que se eligieron los colores, cuando se dio el visto bueno. Tiendo a seguir al actor en su regreso a casa tras rodar unas cuantas escenas, a mirar su cara mientras reflexiona sobre su papel y en cómo éste afectará al devenir de su carrera. O imagino quién se inventó tal eslogan, tal anuncio; qué le llevó a ello, cómo se sintió; qué piensa de las personas a las que va dirigido; qué aspira a conseguir.
Aunque mucho más peliaguda y compleja puede resultar la imaginación que hunde sus raíces, bucea y se multiplica a partir de la ficción. Como qué pasa con toda esa gente que los asesinos y la policía tiran al suelo en sus constantes huidas y persecuciones por la ciudad: la señora a la que le desparraman la compra por el asfalto, los coches abollados, el tendero que presencia impotente cómo sus productos se van rodando por la acera, el joven violentamente empujado… Quedarán solos recogiendo sus cosas, arreglando sus ropas, lamentándose amargamente, doloridos, desesperados, abandonados porque la cámara, la atención y las expectativas de todo el mundo se irán calle abajo con los protagonistas…