Estimados Psicocamaleones:
Esta mañana, mientras me afeitaba, mi cabeza ha dado varias veces la vuelta completa sobre mi cuello. Veremos cómo acaba todo esto, han sido demasiados años escuchando rock, una música realmente inquietante, como veréis.
Cuando apareció el ragtime, a finales del siglo XIX, su novedoso ritmo sincopado hizo que fuese tachado de vulgar, capaz de arrastrar a los jóvenes a la más pantanosa inmoralidad y hasta directamente satánico. Os podéis imaginar lo que opinaron ante la llegada del incontenible jazz en la década de los veinte, o del rock´n´roll treinta años después. Sepan ustedes que el visionario escritor Bob Larson sostiene que “el rock´n´roll es parte de un plan de Satanás para conducir el mundo a la decadencia moral” y que Monseñor Corrado Balducci (un cuervo oficial, ojo, y máxima autoridad en estudios de posesión diabólica) advertía en plena década de los noventa de lo mismo (Satán… ¿dónde estás mientras escribo esto, a mi derecha o a mi izquierda?). En el inmenso campo de la relación Lucifer-Rock, las amenazas, invocaciones diabólicas y tentaciones al oyente mediante mensajes subliminales escondidos entre los surcos de negro vinilo, que revelaban su significado al cambiar la velocidad del disco o pasándolo al revés, forman el mito más perverso de la música del diablo; ése que moraba en la pelvis de Elvis, la mano ¡zurda! de Hendrix, los morros de Jagger o el lisérgico cerebro de Lennon. Pero el caso paradigmático es el de Robert Johnson, el enigmático músico de blues que tan notablemente influyó en la música de Bob Dylan, Los Rolling Stones, Eric Clapton y tantos otros. La leyenda dice que vendió su alma al diablo un día en que éste lo esperaba en un cruce de caminos, a cambio de ser el mejor guitarrista de blues. Grabó sus veintinueve míticas composiciones en cinco sesiones repartidas entre el otoño de 1.936 y la primavera de 1.937, muriendo en otro cruce de caminos envenenado con estricnina en 1.938. En su momento muchos dijeron haberlo visto tocando la misma noche en distintas y alejadas ciudades.
La psicodelia, el pop o la música sinfónico-progresiva siempre han mantenido una puerta abierta al misticismo, lo feérico, la magia y la fantasía de lo inexplicado, sobre todo en el Reino Unido: una de tantas líneas que podemos trazar puede ir de Incredible String Band a Hawkwind, Paul Roland o el gran Julian Cope, nuestro druida favorito.
Discos como “African Latino Voodoo Drums” de Choco And His Mafimba Drum Rhythms te traen los sonidos de un auténtico ritual vudú haitiano sin tener que desplazarte. Puedes escucharlo mirando a María Jiménez en la tele con el volumen bajado, es sólo una sugerencia. Inmigrantes de la citada Haití, cuando era colonia francesa llegaron masivamente a Nueva Orleáns, agregando a su abigarrada mezcolanza cultural, entre otras cosas, el latido de su música y su pegajoso tinte vudú. Mientras les dejaron, solían reunirse los sábados y domingos en la zona de la arboleda de Congo Square para invocar, al ritmo marcado por tambores o incluso bidones, a sus divinidades de ancestros africanos. Esa herencia evoca a su vez el incombustible Dr. John, veterano pianista que mantiene viva la llama del mejor r´n´b de esa ciudad, recogiendo el legado de sus maravillosos pianistas (Champion Jack Dupree, Allen Toussaint, Professor Longhair…). En jugar con el vudú y bromear sobre la vida y la muerte era todo un maestro el excesivo Screamin´ Jay Hawkins, el descomunal ex – militar y boxeador, rocker seminal, apasionado bluesmen y crooner de la sicalipsis y lo apocalíptico. Sobre su piano se podía ver todo un altarcito dedicado a la magia negra, como una mano con vida propia, serpientes, arañas, cruces y otros abalorios; además de su vieja compañera, la calavera fumadora Henry, coronando su báculo. Uno de sus trucos más populares era salir a actuar de un ataúd colocado sobre el escenario. Parte de su parafernalia fue utilizada por otro temible aullador, el rocker británico Screaming Lord Sutch, reencarnación viviente de Jack El Destripador. Son muchos los que piensan que los Cramps, padres absolutos del rock and roll más genuinamente infecto y herrumbroso de los últimos treinta años, perdieron mucho de su poder amenazante con la marcha del hiriente guitarrista Brian Gregory en 1.980. En la época se hablaba de las querencias satánicas de este hombre de espectacular flequillo canoso, jugando con el fuego del más allá, yendo más lejos de las historias de zombies de la pareja Ivy-Interior. Dicen por ahí que una bruja del siglo XIX fue contactada mediante guija por un fantasioso personaje y que ella, para fastidiarlo, le dijo que él era su reencarnación. El tipo parece ser que se lo creyó a pies juntillas y procedió a apropiarse de su nombre para iniciar una perversa aventura rock, cuando éste aún podía serlo. Vincent Furnier, el hijo de un predicador residente en Arizona, pasó a ser Alice Cooper, y a convertirse en el hombre de la guillotina, dejando caer ante sí cabecitas de muñecas y pollos por él ajusticiados en escena, así como a colocarse una pitón en el cuello y teatralizar por primera vez las pesadillas del mal para consumo masivo de adolescentes, anticipándose a toda la horda de jevilongos de mirada torva y ojos pintados. Los oscuros Black Sabbath de Ozzy Osbourne (el hombre que cuando estaba puesto le hablaba a su caballo, y éste le contestaba), fue la banda que inició la relación entre el Heavy Metal y lo satánico, los de Birmingham portaban en su mejor época unos excesivos crucifijos que los protegían de los malos espíritus confeccionados por el papá de Ozzy. Compatriotas suyos como Venom (padres del Black Metal junto a los suecos Bathory) ahondaron seriamente en el tema, llegando a tener problemas para tocar en Estados Unidos durante los ochenta. La senda la siguieron la tremebunda escena del Black Metal noruego y personajes como el danés King Diamond; y en los noventa bandas como Deicide, desde la luminosa Florida. La onda siniestra propiciada tras el punk se acercó al terror y lo oculto tangencialmente, como apuesta estética más que nada, tanto en imagen como en un concepto pop filtrado de tensión y atmósferas dramáticas: Joy Division, The Cure, Siouxsie, Killing Joke o Bauhaus, tan tétricos ellos cantando “Bela Lugosi Is Dead”. La escena continuó entrados los ochenta con formaciones como Southern Death Cult (después The Cult en plena estampida en pos del Hard-Rock), Theatre Of Hate o Sisters Of Mercy entre muchos otros. No olvidemos aquí la aparición de productos netamente serie-B como la escena psychobilly capitaneada por The Meteors (que hunde sus raíces temáticas en lo más ignoto del rockabilly de los cincuenta), o casos obsesivos como The Misfits, enamorados de un mundo repleto de tumbas abiertas. Los de Glenn Danzig, decidieron, el 28 de febrero de 1.979, trasladarse con un equipo móvil a una casa abandonada de New Jersey sólo porque tenía fama de embrujada y grabar allí. Posteriormente, mientras mezclaban las cintas, extrañas voces y ruidos se escuchaban de fondo (uuuhh).
Desde alguna dimensión desconocida, Sun Ra, el inclasificable mago del Jazz más expansivo y espacial, aseguraba sin recato que provenía de Saturno, y con una convicción que no quedaba más remedio que creerle (si Iker Jiménez se entera la lía). Y, para no ser menos, el rocker inglés por antonomasia, Vince Taylor, un tipo bastante inestable (o no, quién sabe), en sus momentos idos decía ser un enviado para construir una nueva Atlántida, mientras buscaba en un mapa los lugares donde aterrizarían los extraterrestres.
Publicado en noviembre de 2.006 en el portal de humor y cómic Irreverendos.
30 noviembre 2006
16 noviembre 2006
ENTREVISTA A JOSÉ IGNACIO LAPIDO
* Esta entrevista tuvo lugar el mes de octubre de 2005. Por razones del todo ajenas a mi voluntad ha permanecido inédita hasta ahora, que he decidido darle salida desde mi bitácora. Las dos últimas preguntas fueron realizadas la semana pasada a modo de actualización.
“CANCIONES DE FLORES Y ALAMBRE DE ESPINO”
José Ignacio Lapido es un clásico, le guste o no. Como el cine de Clint Eastwood, sus canciones manejan sin ambages los temas y estructuras de siempre, pero trascendiéndolos, sometiéndolos al fuego lento de su mirada; en un proceso que conlleva el redescubrimiento de su esencia.
A estas alturas, una canción de nuestro Clint manifiesta a las claras su procedencia desde la primera escucha; a cierta distancia, más tarde, podrán aparecer todas las referencias que se quiera. Amante del blues, dylaniano, el líder de los llorados 091 es ante todo un músico de rock y un paciente artesano, experto en los resortes del mejor pop que se ha escrito. El hombre que viste de gris, acompañado de su Gibson SG de casi un cuarto de siglo de vida, trabaja solo: compone desde siempre todo su material, y ha producido sus cuatro trabajos en solitario. Barniz clásico, instinto rock, vitalidad pop (el estribillo mágico, la melodía compañera) y esencias folk. Su sonido es limpio y punzante, preciso tanto en estudio como en directo, mimado al detalle. Evita, concienzudo, las soluciones simples, creciendo así en el interior de sus composiciones una intensa y convulsa vida, un rito de luces y sombras. Su reciente y mejor disco se llama “En otro tiempo, en otro lugar”, y para poder sacarlo ha tenido que crear su propio sello, la frustrante historia demasiado repetida últimamente.
Lo escucho tranquilo, limitándome a ver las canciones venir, pronto estarán aquí, atrapándome con la desarmante facilidad de siempre. Me deja la impresión de una grabación más relajada, con la voz brotando más natural y real que nunca, felizmente consciente de sus limitaciones. Un trabajo tremendamente emocionante a la vez que variado. Los temas respiran más, los silencios juegan, la batería les aporta matiz y sosiego; aún así permanecen densos, bien arropados, erizándose en pos de su punto culminante a pesar de mostrar una fragilidad inédita. Las guitarras más que epatar estremecen, pero también se arrancan. Lapido sigue apretando los dientes al tocar, compartiendo esta vez el protagonismo de sus solos, rutilantes y elocuentes, con vuelos de órgano y pianos solitarios y humeantes. Escucha la épica fatalista a ritmo de vals de “Escrito en la Ley”. Observa cómo “Bellas Mentiras” nos retrotrae al poso melódico de los 091 de “Más de Cien Lobos”; déjate llevar por esa misma placidez melódica por la que discurre “Agridulce” (única canción de su carrera en la que la música se adapta a un poema previamente escrito, como se puede inferir, por otra parte, del lirismo formal que transmite), impecablemente construida, y con Antonio Vega sobrevolándola aquí y allá. Mientras, “Con la Lluvia del Atardecer”, se reviste de la nostalgia humeante del Tom Waits de “Closing Time”, e inaugura un ramillete de temas en los que Lapido se muestra más pausado e intimista que nunca, al que se suman “Cuando la Noche Golpea el Corazón”, y esa definición del desamor que es “Por sus Heridas”. El granadino da buena muestra de su legendaria intuición melódica en cortes con marchamo de clásicos como “La Antesala del Dolor” o “De Espaldas a la Realidad”. “Más Difícil Todavía”, el momento más vertiginoso, dibujando un restallante riff stoniano, y la línea de bajo de la que titula el disco rememora a sus siempre admirados The Clash. Sin duda, una de las mejores colecciones de canciones del año.
El mejor letrista del rock español se revela más íntimo que nunca, casi confidente. Continúa felizmente confuso en su bucear en la existencia, construyendo envolventes mundos de cuatro minutos imposibles de derribar. Abundan, como siempre, las frases para enmarcar (“Nos puedes ver sentados sin pestañear, de espaldas a la realidad”, “El Pensador de Rodin se ha levantado harto de no hallar respuestas”...). Sigue profundamente evocador, reflexivo, irónico, dramático, vulnerable, siempre sugerente. Su escepticismo, y la desilusión y perplejidad de esos personajes con los que cruzamos la mirada en sus textos, viajan en estribillos y coros que dejan un poso de eternidad. Con todos ustedes, José Ignacio Lapido.
Si digo “José Ignacio Lapido es un clásico”, ¿qué se te pasa por la cabeza?
Si empezamos así salgo corriendo. La vitola de clasicismo se utiliza ya hasta para las cervezas ¿no has visto las latas de Mahou? Pone “Mahou Classic” Y la Coca Cola igual. Es la perversión del lenguaje. Se supone que a los clásicos se les respeta; si no a ellos, por lo menos a su obra, y date cuenta: la discografía de 091 está sin reeditar, algunos de los discos son inencontrables, desaparecidos de los catálogos, otros han sido recopilados de mala manera, y los míos en solitario ni te cuento ¿Eso es ser un clásico? En España nadie es un clásico, excepto Manolo Escobar. En rock’n’roll no digamos; ¡hasta Miguel Ríos ha tenido que autoeditarse su último disco! Imagínate que en Inglaterra le ocurriese a Paul Weller o a John Fogerty en EEUU. Yo soy un artista del alambre. A mi edad pidiendo dinero a la familia para sacar un disco. Vaya clásico de mierda.
¿Temes repetirte como compositor?
Ese es un miedo que ha estado muy presente durante el proceso de creación de estas nuevas canciones. Llevo componiendo y grabando discos desde el año 81. No sé cuántas canciones he escrito… alrededor de doscientas, por eso cuando ahora escribo una nueva me veo en la agonía de no estar a la altura, de desmerecer lo anterior. Además no me acuerdo de algunas letras que escribí hace años y de vez en cuando llega alguien y te dice: “esa frase es igual que la de aquel tema que escribiste en el 89”. Hay que cambiarla. Creo que con estas nuevas canciones he sacado petróleo de una zona de mi cerebro donde ya había hecho prospecciones y nunca había encontrado nada.
¿Cómo eres en el estudio de grabación, metódico o dejas espacio para ideas que surjan sobre la marcha?, ¿tiendes a probar cosas nuevas?, ¿aceptas ideas de los músicos que te acompañan?
El estudio de grabación es un poco como una cámara de tortura. Cuando entro por la puerta me imagino que hay un letrero que pone “Destino: la perfección”. Y soy tan imperfecto que me echo a temblar. Tienes que cuidar los detalles hasta la extenuación. Cualquier pequeño error que pasa desapercibido al común de los mortales, al escucharlo ciento veinte veces te das cuenta de que está ahí y no puedes dejarlo. Es un proceso paranoico y antinatural, porque la música debe fluir sin tantos miramientos, con sus imperfecciones y todo, pero luego piensas que eso se va a quedar así para los restos y te agobias. Por supuesto que los músicos que participan tienen el derecho y la obligación de aportar ideas, para eso están. Unas se utilizan y otras no, lo mismo que pasa con las mías.
¿Sueles desechar muchas ideas? ¿En qué momento del proceso de composición sabes si una canción pasará el corte?
En el momento en el que, al cabo de varios meses, vuelvo a oír la cinta de casete en la que grabo todas las ideas que se me van ocurriendo y de pronto rebobino y exclamo “joder, esto es buenísimo”. Ahí empiezo a desarrollar la canción. Los bocetos de canciones que no me provocan esa emoción los borro, y para cada disco suelo borrar treinta o cuarenta. Creo que es bueno dejar reposar las canciones un tiempo. Son muy mentirosas y te suelen engañar con un riff, con un estribillo resultón o con cualquier chorrada brillante. Cuando pasa el tiempo por ellas te das cuenta de cuáles eran de verdad y cuáles no.
En una entrevista con Fernando Alfaro, me dijo que el español, una vez que consigues aprender a utilizarlo a la hora de escribir letras, es muy agradecido porque fonéticamente es muy sonoro. ¿Qué opinas de la dimensión sonora de nuestro idioma?
El español es duro a la hora de moldearlo. Las estructuras rítmicas y melódicas del rock necesitan de mucho monosílabo para que las palabras encajen bien en las melodías y el inglés los tiene a mansalva, lo mismo que palabras de acentuación aguda. En castellano la mayoría de las palabras tiene acentuación llana y eso complica las cosas, por ejemplo a la hora de finalizar una frase. Mucha gente se agarra al clavo ardiendo de utilizar los infinitivos; abusan de ellos y al final parece una canción escrita por un indio Sioux. En cualquier caso estas consideraciones son superfluas. Lo importante es escribir en el idioma en que se piensa. Los matices que le puedes dar a una idea con el idioma con el que normalmente te expresas no se los puedes dar con uno que has aprendido en una academia de 5 a 7.
Echando una mirada sobre tu larga carrera como letrista, ¿adviertes diferentes etapas en cuanto a motivaciones, influencias y formas de encarar los textos? En caso afirmativo dinos cuáles.
Ya te he dicho que he olvidado algunas cosas que escribí y me da mucha pereza releerlas, ¿para qué? No sé a qué me refería ni lo que me motivó escribirlas. Me imagino que fue la nada poética y urgente necesidad de tener letras para poder grabar esas canciones. Sí que recuerdo que muchas de las canciones de 091 las escribí en los estudios de grabación. Siempre me pillaba el toro y había que grabar las voces y no tenía nada escrito. Mientras los otros se iban de juerga por los garitos de Madrid yo me quedaba en el hotel, puteado escribiendo versos. Qué ingrato. Siempre que he tenido eso que se llama “un bache creativo” he encendido varitas de sándalo imaginarias en un altar donde tengo fotos de Dylan, Lennon, Leonard Cohen, Joe Strummer, Costello, Chuck Berry y otros grandes letristas. A veces ha funcionado. Otras veces he encendido velas en otro altar donde cuelgan retratos de T. S. Eliot, Rimbaud, Baudelaire, Walt Whitman y Cioran. También funciona.
A la hora de comenzar a escribir una nueva letra, ¿te mueve la intención de transmitir algo en concreto, o te dejas llevar por la pluma?
No, no. Nunca he dicho “hoy voy a escribir sobre… el agujero de la capa de ozono y su influencia en las relaciones amorosas en las parejas heterosexuales de las grandes ciudades”. No; mi proceso creativo tiene mucho que ver con aquel gran invento dadaísta que fue la escritura automática. Surge una frase o un par de palabras que suenan bien y sigo añadiéndole elementos. Obviamente, en algún momento del proceso me planteo el enojoso dilema de decidir de qué coño va a ir esto. Entonces racionalizo un poco y encauzo artificialmente el caudal onírico. En eso consiste el arte, en manipular las emociones y en domar la belleza salvaje para fijarla en un pentagrama, en un lienzo o en un folio, ya sea una canción, un cuadro o un libro. Para eso hay que tener decisión y oficio, aparte de cierto talento.
¿Tu faceta como articulista ha influido en tu forma de escribir las letras de las canciones?
No, en todo caso al revés. Sólo llevo dos años como articulista en el periódico Granada Hoy. Son registros totalmente diferentes. Además, escribir sobre Álvarez Cascos, Zaplana, Aznar, Carod Rovira o Zapatero difícilmente podría provocarme ningún estímulo positivo a la hora de hacer una canción. La mayoría de los políticos son gente gris que han escalado puestos en sus partidos y han embaucado con sonrisas a la gente para que los votaran. Mis canciones nunca han tenido nada que ver con eso. Al contrario, de vez en cuando dignifico las figuras de estos personajes y de otros como ellos dedicándoles unas cuantas bellas metáforas que no se merecen.
“En eso consiste el arte, en manipular las emociones y en domar la belleza salvaje para fijarla en un pentagrama, en un lienzo o en un folio, ya sea una canción, un cuadro o un libro. Para eso hay que tener decisión y oficio, aparte de cierto talento”
¿En qué momento de tu carrera te has sentido más satisfecho artísticamente?
Yo, cada tres meses, cuando me llega el cheque de Autores, me pongo a cantar “What a Wonderful World” de Sam Cooke. Hago una gran interpretación. Mis vecinos lo saben y dicen. “ya le ha llegado el cheque a Lapido”. Es en esos momentos es cuando pienso que la vida no es tan mala como creemos. Por lo demás, dejando aparte consideraciones artísticas, te puedo decir que el mero hecho de que este disco se haya editado me lo tomo como un triunfo personal. Por goleada contra la adversidad.
¿Qué discos admiras más por su sonido?
Muchos. Los discos que se grabaron en lo estudios Chess de Chicago suenan a gloria bendita. Los que grabó Sam Philips en Memphis tampoco están mal, pero es otro rollo. En los 60, las producciones de Shel Talmy para los Kinks, Who, Easybeats o Manfred Mann me encantan. El sonido general del Doble Blanco de The Beatles creo que es una de las cumbres del rock, es impresionante. Más, si cabe, sabiendo que lo grabaron con Yoko Ono acostada debajo del piano. Hay que tener valor. No sé, hay tantos… últimamente uno de los discos que más me gusta como suena es el “Bubblegum” de Mark Lannegan, un poco en la onda de Eels, uno de mis grupos favoritos.
Sueles citar a tus héroes musicales en algunas de tus letras, generalmente son maestros del blues ¿Qué te ha proporcionado el blues, aparte de los acordes?
Sí, es cierto. Es una tradición que empecé con una canción que compuse en el 87 más o menos, para “Debajo de las piedras”, aunque luego no la incluimos en el disco. En esa canción nombraba a J. B. Lenoir. A partir de ahí he nombrado a Elmore James, en “Qué fue del siglo XX”; a Muddy Waters en “Mi nombre es Sísifo”; a Howlin’ Wolf en “Imposible”; a Bo Diddley en “Alguien vendrá” y ahora, en este nuevo disco, he puesto a Robert Johnson en “Más difícil todavía”. Es algo que me encanta, poner el nombre de mis ídolos en mis canciones. El blues es una cura de humildad para cualquier músico. Lees las biografías, escuchas los discos, conoces en qué circunstancias fueron grabados y dices: “eso sí que tiene mérito, y no lo mío”.
¿Qué sensación tienes con respecto de este disco?
Sensaciones contrapuestas. Por un lado creo que es un buen disco. Sin falsa modestia, creo que tiene doce grandes canciones, no hay ninguna de relleno. Por otro lado pienso si eso bastará para que la gente se acerque a la tienda a soltar la pasta.
¿Cómo llevas todo el proceso no musical para llegar hasta este disco (creación del sello, diseños, distribución, promoción…)?
Fatal. El tema de la autoedición me roba muchísimo tiempo. Un músico debería ocuparse solamente de componer e interpretar sus canciones. Todo el proceso industrial y comercial que lleva aparejado la edición de un álbum deberían llevarlo otros, pero en mi caso no encontré a nadie dispuesto a hacerlo y no podía dejar que las canciones se quedaran en el limbo de los justos. Me armé de valor y decidí crear Pentatonia Records, que es una especie de balsa de náufrago. Ahora que ya está todo en marcha me siento orgulloso de haberlo conseguido. ¡Sigo a flote!
Te dije en su momento que me parecía tu trabajo más emocionante, a lo mejor el más profundo, y en ello pienso que tiene mucho que ver la música, los arreglos. ¿Qué has tratado de expresar o destacar y qué elementos nuevos has utilizado para ello?
He intentado tratar con respeto a cada canción. Pensando mucho cuál era el traje que mejor le venía. Una canción se puede vestir de muchas maneras posibles y, a veces, aunque la canción de cara sea muy guapa, puede estropearse al salir a la calle con el vestido inapropiado. Precisamente quería que las canciones tuvieran una emoción que englobara el llanto y la sonrisa. Un cuadro de Caravaggio no nos muestra nada amable ni agradable de ver a priori: martirios de santos y cosas así, pero su contemplación te provoca unas emociones placenteras: te conmueve. Eso he intentado con estas canciones: hacer de la tristeza, la rabia y el dolor algo bello.
¿Cómo conseguiste el sonido de guitarras de “Más difícil todavía”?
No recuerdo exactamente con qué guitarras grabé ese tema. En el estudio teníamos preparadas varias e íbamos utilizándolas alternativamente. Había un par de Les Paul Custom, dos Telecaster, una Fliying V y, por supuesto, mi vieja SG. De amplis teníamos un Fender Bassman, un Twin Reverb, un Vox AC30 y un par de Marshall JCM 800. Alguien me ha dicho que las guitarras de esa canción suenan igual que algunas de las de los Stones de los 70. Posiblemente: Jimmy Miller es uno de mis productores preferidos. Cuando los Cero íbamos a grabar “Tormentas Imaginarias” llegamos a llamar a su oficina para pedirle caché, como pagaba Polygram pensamos que no habría problemas. Pero sí los hubo: era demasiado caro.
En este disco me ha parecido la voz más natural que nunca, menos impostada, ¿Cómo te encuentras con ella tras estos años de experiencia en solitario?
Cantar es una tarea dura. Cuando me metí a cantar sabía que me metía en un charco de dimensiones considerables. Ya lo he dicho otras veces: mi voz es un bien escaso, como el agua, pero con los años he aprendido a administrarla. A veces hasta me gusto a mí mismo, algo increíble.
¿Es éste un trabajo crucial para José Ignacio Lapido?
Indudablemente se trata de una apuesta arriesgada. Si no funciona bien comercialmente me va a ser muy difícil grabar otro, a no ser que conozca a un filántropo aficionado al rock al que no le importe hacer un donativo para la causa. Aunque se me tache de pesimista, aquí está la prueba de lo contrario. Éste disco habla explícitamente de lo ingenuo que puedo llegar a ser. Un iluso. No hay nada mejor para arruinarse que tener fe en uno mismo.
Pasado un año, ¿qué balance haces de "En Otro Tiempo, en Otro Lugar" y de lo acontecido en ese tiempo?
Hace poco volví a poner el CD. Hacía meses que no lo escuchaba -la verdad es que nunca pongo mis discos- , y me pareció que sonaba bien, que las canciones estaban bien interpretadas y, en definitiva, ¡que me gustaba! Eso es lo mejor que puede pasarle a un disco, que le siga gustando a su autor un año después de haberlo editado. Lo normal es lo contrario, que echemos pestes de nuestras propias obras al poco de hacerlas. En fin... el balance que hago de este año transcurrido es bueno. Eso sí, sin ningún tipo de euforia. Ha sido muy duro el trabajo de autoedición y me ha quitado tiempo para la composición que es lo que más me apetece. En cuanto al tema de directos, pues igual. Más de treinta conciertos por todo el país. Lo mejor es conocer gente que está volcada con tu música: es un verdadero honor para mí tener seguidores así.
Respecto de la reedición de "Último Concierto", ¿Has notado cambios apreciables en la percepción de 091 por parte del público y los medios en estos diez años?
El paso del tiempo recubre todo con una pátina de respetabilidad y, en cierta manera, de leyenda. 091 no ha sido ajeno a este curioso fenómeno, pero debo decir que a los Cero siempre nos tuvieron mucho respeto. Las críticas que han aparecido de la reedición han sido inmejorables, cosa que como editor me satisface. Quería hacer las cosas bien en ese aspecto. En cuanto a las ventas... pues lo de siempre: lo justo para salvar los muebles.
12 noviembre 2006
DIRECTO DR. DIVAGO Y HONDONERO
Sala Sugar Pop (Granada)
30-09-06.
Sala pequeña, techo bajo. La escuela emocional de unos Dr. Divago apretados en el escenario volvió a decir mucho, de forma incansable y, lo que es más importante, inconfundible. Abrieron esta actuación compartida (con menos repertorio del habitual por ambas bandas) como siempre, yendo a por todas, con tandas de temas enlazados antes de decir buenas noches (“Lo Que Me Desespera”/”En Otra Vida” e “Insomnio”/”El Tiempo En Contra”). Presentados en cuarteto, sonaron fibrosos, aunque la falta de de la armónica y complicidad escénica de Chumillas siempre se echa de menos. Los de Manolo Bertrán optaron por lo más irresistible e inmediato de su reciente “Revuelta Elemental”, con canciones de la talla de “Los Tontos Buenos Tiempos”, “Tres Billones De Latidos” (con ese estimulante inicio) o “El Vagabundo De Las Azoteas”. Sólo se permitieron lentificar su intensidad natural para “Srta. Alfa”, su único medio tiempo de la noche; y relanzaron con energía y disposición new-wave clásicos de su repertorio como “Mi Calle” de Lone Star, “Jugando A Pillar En El Limbo” o “No Tan Bueno”. Despidiéndose rockanroleando tanto como en el primer tema con “No Necesito Más Reproches”. Supo a poco. Hondonero por su parte, despliegan un sonido más adensado, centrado en un competente rock de guitarras, a pesar de que las chapas y corbatas que llevaban pareciesen querer desmentirlo. Basculan entre el rock americano y la vocación melódica, con su par de solos y algún desarrollo. Basaron su pase en su último cd “Señales”, con temas como la inicial “Suerte” (con una tímida programación de ritmo), “Ying-Yang” o su revisión de los Smithereens “Sangre Y Rosas”. También versionaron el “You Got My Number (Why Don´t You Use It)” de los Undertones, llevándolo directamente al sonido obcecado del revival garajero de los ochenta, y se fueron con una festiva “When A Womans Call My Name” de los Miracle Workers, aparecida en su “Blacksoul´s Club” de 2.000.
Publicado en el número 232 de la revista Ruta 66.
30-09-06.
Sala pequeña, techo bajo. La escuela emocional de unos Dr. Divago apretados en el escenario volvió a decir mucho, de forma incansable y, lo que es más importante, inconfundible. Abrieron esta actuación compartida (con menos repertorio del habitual por ambas bandas) como siempre, yendo a por todas, con tandas de temas enlazados antes de decir buenas noches (“Lo Que Me Desespera”/”En Otra Vida” e “Insomnio”/”El Tiempo En Contra”). Presentados en cuarteto, sonaron fibrosos, aunque la falta de de la armónica y complicidad escénica de Chumillas siempre se echa de menos. Los de Manolo Bertrán optaron por lo más irresistible e inmediato de su reciente “Revuelta Elemental”, con canciones de la talla de “Los Tontos Buenos Tiempos”, “Tres Billones De Latidos” (con ese estimulante inicio) o “El Vagabundo De Las Azoteas”. Sólo se permitieron lentificar su intensidad natural para “Srta. Alfa”, su único medio tiempo de la noche; y relanzaron con energía y disposición new-wave clásicos de su repertorio como “Mi Calle” de Lone Star, “Jugando A Pillar En El Limbo” o “No Tan Bueno”. Despidiéndose rockanroleando tanto como en el primer tema con “No Necesito Más Reproches”. Supo a poco. Hondonero por su parte, despliegan un sonido más adensado, centrado en un competente rock de guitarras, a pesar de que las chapas y corbatas que llevaban pareciesen querer desmentirlo. Basculan entre el rock americano y la vocación melódica, con su par de solos y algún desarrollo. Basaron su pase en su último cd “Señales”, con temas como la inicial “Suerte” (con una tímida programación de ritmo), “Ying-Yang” o su revisión de los Smithereens “Sangre Y Rosas”. También versionaron el “You Got My Number (Why Don´t You Use It)” de los Undertones, llevándolo directamente al sonido obcecado del revival garajero de los ochenta, y se fueron con una festiva “When A Womans Call My Name” de los Miracle Workers, aparecida en su “Blacksoul´s Club” de 2.000.
Publicado en el número 232 de la revista Ruta 66.
08 noviembre 2006
JAVIER CORCOBADO "El Amor no está en el tiempo”(Tropismos, 2.005).
No estoy seguro de si era el tipo de narrativa que esperaba de Javier Corcobado, pero sí de que, página tras página, sus imágenes y visiones me acaban remitiendo a él inexorablemente.
El autor se nos revela aquí como un esmerado prosista con vocación de totalidad para reflejar la sociedad que le rodea (“la sociedad como materia novelable” que decía Galdós), a la vez que sacude un montón de ideas preconcebidas. Mientras da cuenta de la lucha de su peculiar héroe por disolver las tenazas del tiempo y el destino, visita con paso seguro abisales simas de oscuridad, volviendo con algo de luz entre los dedos. Sus descripciones pueden ser pormenorizadas y prolijas, de una precisión que no descuida ningún detalle, al modo naturalista, incluso documentadas hasta la extenuación (uso de lenguaje médico o científico); otras veces estimula su ritmo con ágiles frases cortas de información ajustada y urgente, o difumina momentáneamente las coordenadas espacio-temporales para volcarse en un lirismo simbólico que puede ser tan hermoso como desmesurado, retorcido o acróbata. Por momentos, un imaginario dial parece desplazarse caprichosamente provocando interferencias en la velocidad de crucero del relato. Emerge entonces un vacío truculento, seco como un tajo, la realidad se ve sorprendida por un inesperado flash surrealista de dientes pesadillescos. Todo esto con la virtud fundamental de no provocar desequilibrios en la narración.
Escrita en tercera persona con el clásico narrador omnisciente (que a veces hace uso arrebatado de la opinión), da gran peso a los diálogos e incluso transcribe de forma curiosa los pensamientos de los personajes, extractando lo fundamental de aquéllos para ofrecérselo al lector, en un afán informativo quizá excesivo. Aparte, reflexiona a través de ellos, colándose en determinados momentos demasiado Corcobado en sus palabras, o pone en sus bocas curiosas e interesantes reflexiones o teorías socio-científicas que derrapan en el delirio tanto como arropan el lado fantástico de la novela. Insiste en el monólogo interior haciendo uso del recurso del diario personal para ahondar más si cabe en los pensamientos y reflexiones de su protagonista. Así, los personajes son expuestos con todo detalle, se aportan con generosidad datos incluso de los secundarios; pero en ningún momento se imponen a la presencia del narrador creando el relato, sino que son utilizados para escenificar las líneas argumentales claramente marcadas por aquél. La complejidad que pueda desprenderse de ellos no es tal a la hora de juzgarlos, característica ésta que enlaza con otras que precipitan esta novela a una suerte de aventura que abraza sin ambages lo folletinesco, tomando la historia direcciones que algún autor de best-seller envidiaría. La narración va soltando deliberados cabos que nunca se pasarán por alto, pistas, semillas que crecerán posteriormente. Hay anagnórisis, venganzas, delirios futuristas, científicos locos, amores totales e imposibles, acción: asesinato, sexo, ataduras, dolor; y la complicidad que se suele crear en estos casos entre narrador y lector, disponiendo éste del privilegio de la mirada global sobre la historia y los protagonistas, contando con un poco más de información que éstos.
El Estilo Corcobado va poco a poco impregnando un texto sólido que encierra todo su despliegue de fantasía en una verosimilitud trabajada con el tesón de cualquier clásico ruso. Saca la cabeza la metáfora fulgurante, sugestiva (a veces ingeniosa y en ocasiones reiterativa), tremendista, imposible. Hay lugar para retazos de humor negro y dentelladas de mordacidad. Se combinan, finalmente, diversos planos narrativos situados en distintos lugares y tiempo, afluentes de la historia central. El discurso se sustenta en la fragmentación y la elipsis: bloques en forma de capítulos que avanzan y retroceden en el tiempo otorgándose sentido e iluminando zonas oscuras a capricho, teniendo así varios frentes abiertos que estimulan el interés en la lectura. Acaso la vocación simétrica del desenlace pueda resultar un tanto forzada.
Aparecido en el número 232 de la revista Ruta 66.
El autor se nos revela aquí como un esmerado prosista con vocación de totalidad para reflejar la sociedad que le rodea (“la sociedad como materia novelable” que decía Galdós), a la vez que sacude un montón de ideas preconcebidas. Mientras da cuenta de la lucha de su peculiar héroe por disolver las tenazas del tiempo y el destino, visita con paso seguro abisales simas de oscuridad, volviendo con algo de luz entre los dedos. Sus descripciones pueden ser pormenorizadas y prolijas, de una precisión que no descuida ningún detalle, al modo naturalista, incluso documentadas hasta la extenuación (uso de lenguaje médico o científico); otras veces estimula su ritmo con ágiles frases cortas de información ajustada y urgente, o difumina momentáneamente las coordenadas espacio-temporales para volcarse en un lirismo simbólico que puede ser tan hermoso como desmesurado, retorcido o acróbata. Por momentos, un imaginario dial parece desplazarse caprichosamente provocando interferencias en la velocidad de crucero del relato. Emerge entonces un vacío truculento, seco como un tajo, la realidad se ve sorprendida por un inesperado flash surrealista de dientes pesadillescos. Todo esto con la virtud fundamental de no provocar desequilibrios en la narración.
Escrita en tercera persona con el clásico narrador omnisciente (que a veces hace uso arrebatado de la opinión), da gran peso a los diálogos e incluso transcribe de forma curiosa los pensamientos de los personajes, extractando lo fundamental de aquéllos para ofrecérselo al lector, en un afán informativo quizá excesivo. Aparte, reflexiona a través de ellos, colándose en determinados momentos demasiado Corcobado en sus palabras, o pone en sus bocas curiosas e interesantes reflexiones o teorías socio-científicas que derrapan en el delirio tanto como arropan el lado fantástico de la novela. Insiste en el monólogo interior haciendo uso del recurso del diario personal para ahondar más si cabe en los pensamientos y reflexiones de su protagonista. Así, los personajes son expuestos con todo detalle, se aportan con generosidad datos incluso de los secundarios; pero en ningún momento se imponen a la presencia del narrador creando el relato, sino que son utilizados para escenificar las líneas argumentales claramente marcadas por aquél. La complejidad que pueda desprenderse de ellos no es tal a la hora de juzgarlos, característica ésta que enlaza con otras que precipitan esta novela a una suerte de aventura que abraza sin ambages lo folletinesco, tomando la historia direcciones que algún autor de best-seller envidiaría. La narración va soltando deliberados cabos que nunca se pasarán por alto, pistas, semillas que crecerán posteriormente. Hay anagnórisis, venganzas, delirios futuristas, científicos locos, amores totales e imposibles, acción: asesinato, sexo, ataduras, dolor; y la complicidad que se suele crear en estos casos entre narrador y lector, disponiendo éste del privilegio de la mirada global sobre la historia y los protagonistas, contando con un poco más de información que éstos.
El Estilo Corcobado va poco a poco impregnando un texto sólido que encierra todo su despliegue de fantasía en una verosimilitud trabajada con el tesón de cualquier clásico ruso. Saca la cabeza la metáfora fulgurante, sugestiva (a veces ingeniosa y en ocasiones reiterativa), tremendista, imposible. Hay lugar para retazos de humor negro y dentelladas de mordacidad. Se combinan, finalmente, diversos planos narrativos situados en distintos lugares y tiempo, afluentes de la historia central. El discurso se sustenta en la fragmentación y la elipsis: bloques en forma de capítulos que avanzan y retroceden en el tiempo otorgándose sentido e iluminando zonas oscuras a capricho, teniendo así varios frentes abiertos que estimulan el interés en la lectura. Acaso la vocación simétrica del desenlace pueda resultar un tanto forzada.
Aparecido en el número 232 de la revista Ruta 66.
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