11 junio 2020

DYLAN – ALL ALONG THE WATCHTOWER – HENDRIX


“TOCAR LA CANCIÓN DE OTRO”

La versión de Jimi Hendrix apareció menos de un año después que la original. Esta fue grabada el 6 de noviembre de 1967 e incluida en “John Wesley Harding”, octavo disco de estudio de Bob Dylan. Un trabajo que marcará su regreso tras el curativo y terapéutico retiro de Woodstock; provocado por su accidente de moto y la acuciante necesidad de bajarse de ese tren a toda velocidad que era su carrera en 1966. El disco, publicado el 27 de diciembre de 1967, año y medio después de “Blonde on blonde”, se alejaba voluntariamente de cualquier tipo de experimentación sonora en plena vorágine psicodélica. Se registró en tres sesiones (nueve horas escasas de grabación) en los estudios del sello Columbia en Nashville, volviendo a contar con la producción de Bob Johnston. A la guitarra y la armónica de Dylan les bastó con el único apoyo de Charlie McCoy al bajo; la batería de Kenny Buttrey y, en un par de cortes, la steel guitar de Peter Drake. “All along the watchtower” se grabó de manera simple y directa; en formato trío de guitarra, bajo y batería. Ni siquiera coros. Tras la estela del gran recibimiento dispensado a la versión de Hendrix, fue lanzada como single el 22 de noviembre de 1968.




La lectura hendrixiana forma parte del mítico doble “Electric Ladyland”, tercer y último álbum oficial de The Jimi Hendrix Experience. Se lanzó como single el 21 de septiembre de 1968, como adelanto del doble elepé, alcanzando el top 20 en la lista de la revista Billboard y el nº5 en el Reino Unido. Fue tal su éxito en EEUU, que las estaciones de radio que el ejército tenía repartidas por la selva durante la Guerra de Vietnam no paraban de programarla. La incandescente versión catapultó el original de Dylan. Acaso lo dotó de trascendencia y dramatismo al hacer circular por sus notas y versos toda la indómita sangre del Hendrix más apasionado e inspirado. Lo llevó a otra dimensión, sin duda, aunque no hasta el punto de reinventarlo. Jimi tuvo acceso al repertorio incluido en “John Wesley Harding” con anterioridad a su lanzamiento, y “All along de watchtower” captó de inmediato la atención del febril seguidor y sesudo estudioso de Bob Dylan que era desde hacía años. Muy pronto, El 21 de enero de 1968, se grabó una primera versión en los Olympic Studios de Londres que no satisfizo al guitarrista, siendo modificada posteriormente por un perfeccionista Jimi Hendrix en múltiples ocasiones durante el verano en los estudios Record Plant de Nueva York, donde se dedicó con obcecación a reordenar ese rompecabezas de intensidades. La grabación contó con un elenco de lujo. Brian Jones tocó partes de piano que se terminaron desechando (parece ser que debido a su nivel de embriaguez), y los tres golpes de percusión del inicio de tema con un vibraslap. Dave Mason de Traffic se encargó de la base acústica con una guitarra de doce cuerdas. Por su parte, Jimi Hendrix desarrolló plenamente sus recursos como guitarrista y puso en liza todos los efectos sónicos que tuvo a su alcance. El solo de guitarra iba y venía, se repartió en cuatro partes, recurriendo en algún momento de su ejecución al slide, utilizando un encendedor para ello, o tirando de pedal wah-wah (cuyo uso se popularizó en buena parte gracias al de Seattle). Aparte, Hendrix volvió a grabar el bajo porque consideraba que Noel Redding (que se largó harto del nivel de exigencia en mitad de las sesiones de Londres) no estaba a la altura que la canción requería.



Las grabaciones de Bob Dylan siempre han sido la plasmación espontánea de la idea, del momento (con desiguales resultados). La canción considerada como algo huidizo y palpitante que hay que captar sobre la marcha, en caliente, antes de que se esfume. Durante las sesiones, en el último momento, pueden aparecer versos nuevos, y otros ser tachados. Da la impresión de que, si el tema pierde inmediatez, si se va solidificando al someterlo a excesivos arreglos y correcciones instrumentales, perderá su sentido, su punzada, debiendo ser sustituido por otro que mantenga la llama. Un todo tambaleante impulsado generalmente por una instrumentación básica y efectiva. Muy lejos de esas otras grabaciones muy trabajadas incluso antes de llegar al estudio; medidas, ponderadas, estudiadas. La canción desmembrada sobre la mesa de operaciones y vuelta a unir. Alquimia, magia, idea ampliamente desarrollada o artificiosidad, según los casos. Sus composiciones son generalmente un punto de partida, una esencia sobre la que trabajar. Melodía, estructura, y todo un mundo de enigmas, imágenes y sugerencias correteando por sus letras. Siempre a la espera de que alguien se devane los sesos añadiendo cosas a ese magnífico y sólido esquema para realzarlo, para extraerle más jugo. Eso han hecho centenares de artistas, con mayor o menor fortuna, con el repertorio de Dylan durante casi sesenta años. Y eso aconteció cuando Hendrix se obsesionó con “All along the watchtower”. Lo hizo suyo de inmediato desde la admiración. Lo trasladó cuidadosamente a su terreno y lo incorporó a su ilimitado y oceánico lenguaje expresivo; a ese tenso epicentro de psicodelia, blues y electricidad. Lo mimó y revistió como si de su mejor composición se tratara, manifestando que trabajar sobre esta canción le proporcionó más confianza en sí mismo como compositor. El propio Bob Dylan la considera mejor que su original (“esta versión realmente me abrumó”, llegó a declarar). Y, seguramente, la lectura de Hendrix le influyó poderosamente a la hora de llevarla a los escenarios, siendo una de las canciones que ha interpretado más veces en directo. Sintiendo, como dijo en alguna ocasión, que cada vez que la toca es más un tributo a Jimi que otra cosa. Como si interpretara la canción de otro.



Charles R. Cross, recoge en su biografía de Jimi Hendrix el relato que hace su amigo Deering Howe del primer y acaso único encuentro entre ambos artistas. Sucedió durante un paseo en otoño por la calle 8 de Nueva York. Al parecer, Howe y Hendrix vieron a Dylan al otro lado de la calle, y Jimi, excitado al ser la primera vez que lo veía cara a cara, cruzó entre el tráfico llamándole desde lejos por su nombre. Dylan pareció molesto y contrariado en un primer momento, hasta que reconoció a su interlocutor y se tranquilizó. Cuando Hendrix comenzó a balbucir una modesta presentación, Bob le interrumpió diciéndole que ya sabía quién era, que le encantaban sus versiones de “All along the watchtower” y “Like a rolling stone”, y que no conocía a nadie que interpretase mejor sus canciones. A pesar de que la relación personal quedó ahí la admiración mutua se mantuvo para siempre. 



08 junio 2020

EL PARAGUAS


Recuerdo el solar polvoriento y calcinado por el sol. Las huellas de la excavadora todavía se apreciaban en la despanzurrada acera. La cinta de seguridad que acotaba el gran bocado que le habían dado a la calle yacía pisoteada y esparcida por el suelo. Hacía mucho calor esa infernal tarde de agosto; respirábamos tedio en la ciudad desierta. Supongo que eso fue lo que nos animó a adentrarnos en el solar, a pesar de que un solo vistazo desde la acera proporcionaba toda la información necesaria sobre él. Lo que nos empujó a explorar con la punta del pie y las manos en los bolsillos ese nuevo vacío surgido tras la demolición y la retirada de los escombros. Al letargo veraniego le sumaríamos polvo y pasado. Paseamos la mirada sin excesivo interés hasta detenerla en un rincón del fondo, a la altura de lo que sería la primera planta, donde sobrevivía, milagrosamente libre de dentelladas, un resto de la pared alicatada de un cuarto de baño, con una cestita color verde claro colgando de la que sobresalían unos cepillos. Era un colgajo de intimidad que el derribo dejó atrás, quedando allí expuesto impúdicamente. Podíamos sentir latir con tenuidad ese último suspiro vital de lo que sin duda habría sido una firme y constante articulación de vida durante años. Y podíamos notar cómo lo acompañábamos con la mirada hasta el mismo instante de su expiración. Y es que cada nueva mirada que se posara sobre él lo sentiría morir y experimentaría esa sensación de acompañarlo en su postrero aliento. Pura presencia. Puro olvido. También había, aquí y allá, restos de hojas de papel, algún juguete olvidado y un paraguas rojo de publicidad medio oxidado, que a duras penas conseguimos abrir. Estaba rajado por algún sitio, y aún conservaba vestigios de olor a hogar, a ambientador usado con insistencia. Nada servía para nada allí; ni siquiera la hora: unas paralizantes cuatro de la tarde. Todo era silencio, calor y polvo. Nos fuimos calle arriba cargando con una especie de soporífera espera sobre los hombros, pero con la esperanza siempre presente de encontrar algo interesante que nos retuviera y atrasase nuestra vuelta a casa. Tú arrastrabas el paraguas, y me regañaste enfadada cuando lo cogí para abrirlo y protegerme del sol y el pelo se me llenó de tierra. Te daba mucha vergüenza que alguien me viese, así que me lo arrebataste violentamente de entre las manos para tirarlo a un contenedor. Como estabas tan irascible, no me atreví a decirte que al quitármelo me habías hecho un corte en el dedo.

Vencidos y distanciados, decidimos regresar a nuestras casas. Al volver la esquina dijiste tener frío, y yo me reí irónico y vengativo. Miramos al cielo y notamos que se iba oscureciendo como si un dibujante avezado lo colorease apresuradamente. La tarde se fue deshaciendo. Cambió de estación, de época, de mes. Viajó rápidamente muy lejos y volvió llena de sorpresas. Empezó a aparecer gente de la nada que miraba al cielo con estupefacción. El sol desapareció y se levantó un poco de viento. Nos miramos y volvimos corriendo a por el paraguas mientras comenzaba a llover fuerte, muy fuerte. Fue una suerte tenerlo a mano, desde luego. Lo abrimos y eso nos tranquilizó. Excitados ante la nueva situación, anduvimos por las calles mojadas con incredulidad mientras el cielo tronaba. Llovía cada vez más; prácticamente no se veía nada a cuatro metros de distancia. Acurrucados y bien resguardados, recorrimos buena parte de la ciudad bajo la lluvia, esquivando sin demasiado afán los charcos que ya habían empapado nuestras sandalias. Sintiéndonos afortunados de estar ahí, en medio del chaparrón con nuestro paraguas, mientras todos se mojaban. La oscuridad repentina, los coches con las luces encendidas, el traqueteo de los limpiaparabrisas, las prisas sobrevenidas; todo parecía traído desde otro tiempo u otro lugar. Un sueño pasajero y estimulante. Respiramos hondo y gritamos; nos reímos por cualquier cosa. Caminamos por plazas y jardines, deteniéndonos a escuchar cómo el aguacero se colaba en las copas de los árboles generando una sonoridad laberíntica. Así hasta que, agotados, nos sentamos un buen rato en un banco con nuestro paraguas rojo. Disfrutando de la presencia del otro, sintiendo el latido de nuestros corazones, acompasando las respiraciones. Callados, aspirando el olor a tierra mojada, a fin de verano, a nueva perspectiva, a futuro.

Una vez que la tormenta cesó, te acompañé a casa y me fui a la mía llevándome nuestro paraguas. Cuando llegué estaba absolutamente empapado.  

02 junio 2020

EL CUENTO DEL NIÑO JESÚS


Tardé años en crecer, estaba como obstruido. El tiempo pasaba sobre mí y no se traducía en estatura. Notaba cómo mis compañeros aumentaban de tamaño, se estiraban, se iban; empezaban a correr mucho más rápido en el recreo con sus largas y delgadas piernas. Yo los sentía cada vez más lejos; viviendo cosas que solo se dilucidaban ahí arriba, diez o quince centímetros por encima de mí. En ese lugar donde las miradas se cruzaban siempre al mismo nivel. Pasó mucho tiempo, incluso, hasta que pude superar en altura al imponente Niño Jesús del salón. Como pesaba muchísimo, no podía ponerlo de pie ni abrazándolo; así que, para poder medirnos, solía tumbarme a lo largo en el sofá, justo enfrente de él. Entonces volvía sus ojos hacia mí y me miraba largamente desde arriba, con las impecables y duras ondulaciones de su cabello marrón oscuro encuadrando la imperturbable redondez de sus pupilas. Yo le devolvía la mirada, impertérrito, hasta que me quedaba dormido y soñaba que el médico le decía a mi madre que no podría crecer porque mi pelo era de piedra marrón ondulada y su peso me mantendría siempre con la misma estatura. Así fue la cosa hasta que crecí lo suficiente como para olvidarme de su presencia y comprender que el nivel de las miradas se medía de otra manera.

01 junio 2020

EL FILETE


Estaba sentado en la terraza del bar cuando vi aparecer el filete. Me pareció incluso alto, sobresalía del amplísimo plato llano por lo menos cinco centímetros. Era grande, extenso, se antojaba jugoso. Venía rodeado de una generosa guarnición vegetal que ni por asomo hacía sombra a su tamaño. El comensal festejó la llegada y teatralizó una reverencia ante el camarero, que se la devolvió sonriente; se llevó un trozo pequeño de carne a la boca y dio su aprobación, “parece mantequilla”, dijo. Después, tomó un sorbo del vino que le dio a probar un segundo camarero y asintió en silencio. La persona que le acompañaba no pidió nada de comer, tan solo bebía vino en una gran copa y picaba aceitunas. Hacía buen día, estábamos a la sombra y los pájaros cantaban calmos, algo ensimismados. Yo pedí otra cerveza y me dispuse a estudiar la carta plastificada para elegir tapa. Ellos charlaban de política relajadamente, con el ánimo placentero de los que están en todo de acuerdo y se celebran mutuamente mientras aplauden la agudeza del otro. En un momento determinado, el del filete dijo, después de limpiarse cuidadosamente la boca: “De todas formas, esto no puede seguir así. Tenemos la obligación moral de repensar el mundo”.