Recuerdo el solar
polvoriento y calcinado por el sol. Las huellas de la excavadora todavía se
apreciaban en la despanzurrada acera. La cinta de seguridad que acotaba el gran
bocado que le habían dado a la calle yacía pisoteada y esparcida por el suelo.
Hacía mucho calor esa infernal tarde de agosto; respirábamos tedio en la ciudad
desierta. Supongo que eso fue lo que nos animó a adentrarnos en el solar, a
pesar de que un solo vistazo desde la acera proporcionaba toda la información
necesaria sobre él. Lo que nos empujó a explorar con la punta del pie y las
manos en los bolsillos ese nuevo vacío surgido tras la demolición y la retirada
de los escombros. Al letargo veraniego le sumaríamos polvo y pasado. Paseamos la
mirada sin excesivo interés hasta detenerla en un rincón del fondo, a la altura
de lo que sería la primera planta, donde sobrevivía, milagrosamente libre de dentelladas,
un resto de la pared alicatada de un cuarto de baño, con una cestita color
verde claro colgando de la que sobresalían unos cepillos. Era un colgajo de
intimidad que el derribo dejó atrás, quedando allí expuesto impúdicamente. Podíamos
sentir latir con tenuidad ese último suspiro vital de lo que sin duda habría
sido una firme y constante articulación de vida durante años. Y podíamos notar
cómo lo acompañábamos con la mirada hasta el mismo instante de su expiración. Y
es que cada nueva mirada que se posara sobre él lo sentiría morir y
experimentaría esa sensación de acompañarlo en su postrero aliento. Pura
presencia. Puro olvido. También había, aquí y allá, restos de hojas de papel,
algún juguete olvidado y un paraguas rojo de publicidad medio oxidado, que a
duras penas conseguimos abrir. Estaba rajado por algún sitio, y aún conservaba
vestigios de olor a hogar, a ambientador usado con insistencia. Nada servía
para nada allí; ni siquiera la hora: unas paralizantes cuatro de la tarde. Todo
era silencio, calor y polvo. Nos fuimos calle arriba cargando con una especie
de soporífera espera sobre los hombros, pero con la esperanza siempre presente de
encontrar algo interesante que nos retuviera y atrasase nuestra vuelta a casa. Tú
arrastrabas el paraguas, y me regañaste enfadada cuando lo cogí para abrirlo y protegerme
del sol y el pelo se me llenó de tierra. Te daba mucha vergüenza que alguien me
viese, así que me lo arrebataste violentamente de entre las manos para tirarlo
a un contenedor. Como estabas tan irascible, no me atreví a decirte que al
quitármelo me habías hecho un corte en el dedo.
Vencidos y distanciados,
decidimos regresar a nuestras casas. Al volver la esquina dijiste tener frío, y
yo me reí irónico y vengativo. Miramos al cielo y notamos que se iba
oscureciendo como si un dibujante avezado lo colorease apresuradamente. La
tarde se fue deshaciendo. Cambió de estación, de época, de mes. Viajó
rápidamente muy lejos y volvió llena de sorpresas. Empezó a aparecer gente de
la nada que miraba al cielo con estupefacción. El sol desapareció y se levantó
un poco de viento. Nos miramos y volvimos corriendo a por el paraguas mientras
comenzaba a llover fuerte, muy fuerte. Fue una suerte tenerlo a mano, desde
luego. Lo abrimos y eso nos tranquilizó. Excitados ante la nueva situación,
anduvimos por las calles mojadas con incredulidad mientras el cielo tronaba.
Llovía cada vez más; prácticamente no se veía nada a cuatro metros de
distancia. Acurrucados y bien resguardados, recorrimos buena parte de la ciudad
bajo la lluvia, esquivando sin demasiado afán los charcos que ya habían
empapado nuestras sandalias. Sintiéndonos afortunados de estar ahí, en medio
del chaparrón con nuestro paraguas, mientras todos se mojaban. La oscuridad
repentina, los coches con las luces encendidas, el traqueteo de los
limpiaparabrisas, las prisas sobrevenidas; todo parecía traído desde otro
tiempo u otro lugar. Un sueño pasajero y estimulante. Respiramos hondo y
gritamos; nos reímos por cualquier cosa. Caminamos por plazas y jardines,
deteniéndonos a escuchar cómo el aguacero se colaba en las copas de los árboles
generando una sonoridad laberíntica. Así hasta que, agotados, nos sentamos un
buen rato en un banco con nuestro paraguas rojo. Disfrutando de la presencia
del otro, sintiendo el latido de nuestros corazones, acompasando las
respiraciones. Callados, aspirando el olor a tierra mojada, a fin de verano, a
nueva perspectiva, a futuro.
Una vez que la tormenta
cesó, te acompañé a casa y me fui a la mía llevándome nuestro paraguas. Cuando llegué
estaba absolutamente empapado.
No hay comentarios :
Publicar un comentario