27 marzo 2020

HACE FRÍO EN LA COLA DEL MERCADONA (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA I)

Hace frío en la cola del Mercadona. Mucha gente, a un par de metros de distancia los unos de los otros. Estacas sin primavera. Guantes de colores, ninguna mascarilla igual. Una chica aparece con su perro, que se dedica a olernos a todos, va pasando el hocico, rozando cuidadosamente de una pierna a otra; sigue escrupulosamente el orden de la fila. Es el único sin bozal. Son más de veinte minutos esperando, los pies se enfrían, y a cada golpe de respiración, el vapor inunda los cristales de mis gafas, aunque con vapor o sin él, me encuentro ante el mismo paisaje de ciudad desposeída; veo la misma quietud cansada. Los días empiezan a pesar. Una pesadumbre aguzada por esta sensación de zozobra que nos cubre como un manto. La calle está en silencio, la gente calla, saluda con la mano y mira su móvil. Los árboles, despeinados por el viento, emiten más sonidos que las personas y los animales, contagiados como están por la inacción de las personas. Los coches que pasan parecen más cuidadosos, más tímidos. Las mentes, absortas, están lejos, y las plantas de los pies acarician freno o acelerador. El cielo luce absolutamente azul, sin fisuras. La calma acolcha; atonta este compás de espera falto de horizonte.

Una ambulancia pasa veloz, pero sin el estruendo habitual. Se han llevado a alguien del bloque de al lado. Seguro que conoceré a la persona, al menos de vista. ¿Cuándo sabré de quién se trataba, o qué fue de ella? Observo cada dos por tres el contador de muertos en la edición digital de los periódicos. Faltan guantes, geles desinfectantes y mascarillas para la gente de a pie. Faltan medios, falta seguridad, faltan cobertura y solvencia. No falla: cuando se hace tanto hincapié en las actitudes heroicas de unos es porque la carga que llevan es excesiva y otros se han quedado muy por debajo de lo que cabría esperar de ellos. La palabra previsión, tan presente en otros momentos, parece haberse vuelto caduca, incómoda definitivamente. Sin embargo, el sustantivo ligereza campa a sus anchas, sonriente, invitando a huir de la reflexión, a rascar apresuradamente la superficie de las cosas en provecho propio, a buscar solo el efecto inmediato. Una velocidad posmoderna y fotogénica que contrasta ferozmente con la falta absoluta de reflejos a la hora de tomar decisiones de relieve que requieren valentía y lucidez.


Siente uno en los huesos la desprotección de los familiares que están lejos; el peligro cierto y latente que corren, sobre todo los mayores. Miles de monedas al aire. Me acuerdo de los fallecidos, ¿qué se les pasaría por la cabeza hace un mes? Los imagino mirando con distancia y relativa tranquilidad las noticias del telediario, ya que alguien revestido de autoridad les había asegurado que esa epidemia apenas iba a dejar rastro en España. Aún con cierta prudencia, a finales de febrero, todavía se bromeaba a cuenta del virus, y seguíamos los datos de Italia, lamentando y teorizando sobre su mala suerte mientras íbamos a los bares y atendíamos en el trabajo sin la más mínima medida de protección. Ahora pisamos terreno resbaladizo, todo está en el aire, todo ha sido puesto en cuestión. Y, para terminar de amedrentar y confundir al ciudadano corriente, la información sesgada y calculada; o ese continuo intercambio de bulos, medias verdades y acusaciones desde los cuarteles de siempre, esos que hace demasiado tiempo que viven de adaptar los hechos a la realidad que quieren transmitir ¿Por qué los españoles nunca parecemos vivir en el mismo mundo?