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25 abril 2021

MENSAJE EN UNA BOTELLA (60)


Juan Cano Pereira “Los niños de las caras” (Pigmalión, 2020)

 

Echar mano de la memoria como material literario es un trabajo arduo y complejo, sobre todo cuando, como es el caso, ese recorrido por el pasado está muy alejado de cualquier tentación de autocomplacencia. Junto al arrojo y la meticulosidad desarrollados en “Los niños de las caras”, es conveniente destacar que, generalmente, los aconteceres contados por las personas que los vivieron tienen un valor intrínseco insustituible; una mirada más sincera, limpia y directa; ajena a artificiosidades y componendas estéticas. Por tanto, nadie mejor para narrar la peripecia de todo lo que supuso para Bélmez de la Moraleda la aparición de las famosas caras, que uno de esos niños que vivieron todo el proceso en primera persona y crecieron bajo su influjo. Contar con un escritor de este calibre entre ese grupo de chiquillos que nos miran desde la portada del libro, ofrece un punto de vista único. Y es que difícilmente podrá encontrarse en el futuro una mirada tan completa, cercana, honesta y humana como la expuesta por el autor a la hora de abordar este asunto y sus derivaciones.




 

Juan Cano consigue que el lector le acompañe con vivo interés por este trepidante recorrido histórico y vital, por momentos tan confesional. Afortunadamente, no ha jugado la baza de intentar fabricar una ambientación específica entre los contornos borrosos de la memoria. Antes de forzar su propuesta, ha sabido extraer la magia intrínseca que late en esta historia que es la suya, tan distinta a todas las demás y a la vez tan parecida. Ha liberado sus diversas ramificaciones y dejado fluir la intensidad que guarda cada anécdota, cada acontecimiento, cada circunstancia. Dota del suficiente relieve a los personajes y recrea las situaciones con ritmo y buen pulso, sin estancamientos, haciendo gala de una prosa tan afilada y punzante como cautivadora. No es literatura de aguachirle, es valiente, dispuesta a incomodar, llegado el caso. Muy alejada del anecdotario superficial y la autoindulgencia localista. El lector (independientemente del nivel de conocimiento o incluso del interés que le suscite el fenómeno paranormal en sí mismo) cae en la fascinación sin sentirse ni pastoreado ni dirigido. Sin faltar al rigor, una profusa documentación y un amplio manejo de datos hacen convivir con amenidad y sin estridencias la novela iniciática y la aventura vital e íntima, con la agilidad de la crónica y el lúcido análisis socio-económico y político. Cano despliega para esta urdimbre, largamente meditada y sedimentada, una sabia manera de marcar los tiempos y de alternar los escenarios. Baraja con naturalidad lo onírico con lo descarnado, y su poder de evocación siempre desemboca en la reflexión. Todo está relacionado y bien cohesionado. Con un lenguaje utilizado con esmero, las descripciones son precisas y la ambientación te introduce hábilmente en el centro del relato. La ironía, y una ternura no condescendiente, conviven con la realidad más áspera en esta epopeya consistente en el reencuentro sin volver la mirada con todos lo que uno ha sido y con una parte crucial de la historia de su lugar de nacimiento.




 

Un relato, en definitiva, enjundioso, ilustrativo, generacional; que explora también, con apuntes interesantes, ese juego de espejismos que supuso el viaje de la nada al todo tecnológico que una generación de españoles experimentó en primera persona. Ese inopinado cambio de velocidades que tantos hemos vivido mientras nos quedábamos esperando en vano la aparición de la alfombra voladora que nos trasladaría al futuro deseado.

19 mayo 2020

Y FINAL (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA XI)


Alguna vez dejo caer al patio interior algún objeto poco pesado del que me quiero desprender, de esos que ya estorban o son portadores de malos recuerdos, para que el niño del primero lo haga desaparecer limpiamente, no sin antes mostrarlo, vanagloriándose de ello. Esta mañana he oído corretear al pequeño dueño de patio y me he asomado (¿qué habrá cazado esta vez?). Me lo encuentro mostrando orgulloso, como si de un trofeo se tratase, un cojín azul con borlas rojas y una gran estrella amarilla bordada. Su dueña, una chica que vive en el segundo, trata de convencerlo para que se lo devuelva contándole la historia de una estrella: “Mira, cuando yo era como tú de pequeña, me regalaron un estuche que era una estrella que se abría. Al dármelo, me advirtieron muy seriamente que, cuando dejas que una estrella entre en tu casa, debes esconderla todas las noches en un lugar al que no llegue ningún tipo de luz, porque basta con que algo la ilumine un poco para que crezca y crezca hasta romper incluso las paredes de tu casa y todo el edificio. Un día, antes de que yo escondiera, como cada noche, mi estuche de estrella en el fondo más oscuro de mi armario, mi madre entró en mi habitación y encendió la luz. Yo me di cuenta y corrí a guardarla, echándole varias mantas encima, por si acaso. Pero, al poco de acostarme, escuché como un ruidito dentro del armario. Me dio mucho miedo, pero, temiendo que fuera la estrella, me armé de valor y me levanté a mirar. En efecto, algo se movía debajo de las mantas que había puesto yo misma encima. Las aparté cuidadosamente y vi que la estrella se había desprendido del estuche y hecho más grande y brillante. Noté cómo crecía. No sabía qué hacer, cada vez era más grande y no iba a tener tiempo de avisar a mis padres. La saqué del armario antes de que lo rompiera y la dejé en el suelo. Cada vez pesaba más. El corazón me latía rápidamente, y pensé que si no hacía algo pronto acabaría por destrozar mi cuarto y todo lo demás. Menos mal que se me ocurrió: abrí la ventana de par en par y levanté la persiana hasta arriba. ¡Hacía mucho frío! Cogí la estrella y, como pude, porque pesaba mucho ya y empezaba a quemar, de caliente y brillante que se estaba poniendo, la subí hasta asomarla por la ventana. La notaba crecer entre mis dedos, y supe que, si no la lanzaba rápido, terminaría por romper la ventana y la pared entera. Así que cerré los ojos y la empujé con todas mis fuerzas, notando cómo hacía chirriar el marco, hasta que, por fin, desapareció de entre mis dedos y flotó en el aire. Al contacto con él se fue empequeñeciendo sin dejar de flotar y, cuando se quedó pequeña, pequeña, subió muy rápidamente al cielo. No veas lo mal que lo pasé. Estuvimos a punto de quedarnos sin casa y yo me quedé tumbada en el suelo, temblando de miedo, agotada y con los dedos chamuscados. Creí que se me iba a salir en corazón por la boca”. A mitad de su narración me había retirado un poco de la ventana. El niño me miraba de vez en cuando, y no quería interrumpir a la chica. Una vez hubo acabado, oí los pasos del niño abandonando a la carrera el patio. Todo quedó en silencio. A los pocos segundos escuché a su madre en el patio dirigiéndose a la vecina: “Perdona, este cojín es tuyo. El niño se lo ha encontrado en el patio y me suena haberlo visto en tu tendedero”. A saber dónde tiene escondidas el chiquillo mi par de camisetas y aquella pequeña acuarela de cartón tan indescriptiblemente coloreada.

Colas, atajos y empujones para salir de la madriguera: los niños preguntan saltando cuándo pasaremos de Fase. La gente empieza a poner en su currículum como mérito profesional la inmunidad ante la Covid-19 por haber pasado la enfermedad.

Empieza a llover, truena. El padre corre tras su hija, que pasa veloz conduciendo un patinete. De pronto se le cae la mascarilla y se para en seco, empapado, mirando a su alrededor temeroso, para volver a colocársela convenientemente. Después, vuela manoteando tras la niña. Hoy no he podido abrir las bolsitas para la fruta en el Mercadona, imposible. He tenido que pedir ayuda. Una vez abierta la maldita bolsa me han dado ganas de meter los nervios en ella y cerrarla para siempre. A las ocho de la tarde vuelven los aplausos, alguien ha propuesto que hoy sea El Gran Aplauso Final. A lo mejor no es mala idea, pero me pregunto por qué, cuando surge un movimiento espontáneo, al instante aparece alguien, con más espontaneidad todavía, acotándolo, reduciéndolo o sometiéndolo a reglas y disciplinas acordes con sus intereses. El chico que suele poner la música en el edificio de enfrente parece nervioso ante tal evento; mira sonriente e inquieto en todas direcciones, como si acabase de despertar de un extraño sueño. Creo que imagina cómo será agasajado por los vecinos que ahora mismo le aplauden, o incluso piden canciones, cuando todo esto acabe. Cómo le pararán por la calle para felicitarle y le preguntarán qué tal va su vida, su trabajo, si necesita cualquier cosa.

El vecino del puzle aparece en su balcón una vez que ha dejado de llover. El suelo está lleno de piececitas húmedas que sus zapatillas de casa pisan sin cuidado. Tose y los ojos le lagrimean, parece cansado, un poco encorvado. Se me acerca sonriente tras la mascarilla y me habla bajito manteniendo la distancia, casi no le entiendo. Me confirma la historia del rodal de su pueblo en el que no llovía. Según parece, era zona de paso de aviones militares. Surcaban su cielo constantemente, y eso provocaba una especie de espiral en el aire que provocaba ese extraño fenómeno: la zona situada en mitad de la calle principal en la que nunca llovía y hacía un frío glacial. Asiento y sonrío. Se despide y se vuelve lentamente, pero antes de irse, me pide que me acerque y me susurra: “No hagas caso de las cosas que te cuente mi mujer, está llevando fatal esto del confinamiento. Estoy buscando alguien que pueda hablar con ella y ayudarle. Tú ya me entiendes”.

El detective ha sido contratado como “cliente misterioso”. Siempre se ha negado a hacer eso, a pesar de que en algún momento de apuro anterior ya se lo habían propuesto. No la considera una función digna de su talento y experiencia; y, por si fuera poco, supone sacrificar su sagrada individualidad y acatar órdenes nada menos que de la competencia. Con esto de las medidas de desescalada, muchos negocios quieren saber si su personal cumple y hace cumplir las normas o si, por el contrario, los está exponiendo a una importante sanción económica. Entonces ahí llega él pasando desapercibido y mimetizándose pacientemente con el entorno para observar el comportamiento de los demás. Ahora se dedica a aparecer como cliente en algunas tiendas y bares, a grabarlo todo con la cámara oculta que lleva en sus gafas de sol (menos mal que le han dejado desarrollar una de sus habilidades principales) y a emitir informes diarios de lo que va observando. Ha decidido no pasar ni una. Ya ha callado bastante: todas aquellas entradas y salidas furtivas de madrugada que espiaba desde su balcón. Al menos, desde que firmó el contrato, cuando enfoca con sus prismáticos la ventana de la investigadora, ha vuelto a ver las persianas cerradas a cal y canto y llenas de polvo de ese piso hace tantos años abandonado a su suerte. Yo, por mi parte, cuando me lo imagino recorriendo la ciudad con su mascarilla, su ansiedad y su sempiterno mirar de reojo, no dejo de canturrear la versión de “Bad detective” de The New York Dolls.

Acabo de enterarme de la muerte de Julio Anguita. Julio pertenece a aquella época en que los mítines aún eran acontecimientos sociales que solían culminar con algún concierto de rock. Cuando se dirigía al público congregado la fiesta se interrumpía, porque él se tomaba muy en serio cada cosa que decía, cada idea, cada propuesta que desarrollaba en público. Transmitía verdad, sentido común. Como el maestro que nunca dejó de ser, practicaba una pedagogía constante; enseñaba, argumentaba, retaba al oyente. Le daba igual si no era eso lo que estabas esperando oír. Cualquiera de los gurús que rigen actualmente la comunicación de nuestros políticos, hubiese chocando de bruces contra el muro de su honestidad y transparencia. Cuidaba la palabra y jamás la utilizaba en vano. No prometía paraísos ni pastoreaba a las masas, ya que no quería greyes manipulables. Anhelaba una sociedad formada por personas comprometidas, sí; pero también exigentes, libres, con espíritu crítico. Se dirigía siempre a cada persona individualmente, aunque hubiese miles escuchándole a la espera de algún estímulo ideológico de efecto inmediato o de algún eslogan que jalear. Te ponía frente a un espejo. Criticaba lo que no le gustaba de sus adversarios políticos, claro; acaso en alguna ocasión con desdén, pero nunca supurando el odio actual. Siempre ejercía la más rigurosa autocrítica y te empujaba a mirar dentro de ti, apelando a tu obligación como ciudadano. Muchas voces le reprochan que debilitara al último PSOE de Felipe González, con aquella oposición frontal que mostró tanto frente a sus políticas como ante su corrupción e impunidad; reforzando, según sostienen, la posición de José María Aznar como alternativa creíble de gobierno. La famosa “pinza” que muchos socialistas y aledaños no olvidan. Supongo que esperaban de él la oposición leal del buen izquierdista español, que consiste en mirar para otro lado ante cualquier desmán del PSOE para cerrar así el paso a la derecha que todo lo devora. Ejercer de eterno hermano pequeño sin voz ni criterio propio, entregado a mantener a salvo la casa común de la izquierda que siempre dirigen los socialistas. Nadie pierde ni medio minuto en pensar que la mejor forma de parar a la derecha es a través de políticas honestas, inteligentes y comprometidas.

Esto fue lo que oí aquella noche que soñé que escuchaba con toda nitidez susurros que venían de fuera, de alguna calle perdida muy lejos de mis cuatro paredes: “Todo depende de nosotros, como no nos portemos bien nos lo van a hacer pagar caro”.

10 mayo 2020

EL CAMBIO DE SUEÑO (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA X)


Bueno, ya ha llegado la hora de utilizar tu doble rasero, ¿pensabas que no ibas a estrenarlo nunca? La causa, la ideología, la opción política que profesas ya tiene quienes la dirijan y modelen, y no necesitan para nada el aporte de simpatizantes lúcidos y con espíritu crítico. Necesitan proselitistas y fuerzas de choque. Pero no te sientas frustrado, de verdad, es lo mejor para ti. A esos que tienden a ponerlo todo en tela de juicio no los termina de querer nadie. Así que guarda en el trastero tu lado ponderado, si alguna vez lo tuviste, aprende a amagar los golpes, y cíñete a los hechos inmediatos, al corto plazo. El doble rasero es un arma clave para navegar por la vida política española, si no quieres quedarte en medio de ningún lado y que lo más bonito que te llamen “los tuyos” sea engreído, aguafiestas o cenizo. Hay que hacer equipo, masa compacta, cerrar filas, a ser posible sin pillarte los dedos ¡Relájate! El doble rasero está para eso, para darte un respiro. No puedes pasarte la vida tratando de valorar cada situación de una forma ecuánime, valorando pros y contras, sopesando, leyendo, contrastando por tu cuenta. Es agotador y finalmente infructuoso. El doble rasero descorcha el champán y despeja tu tiempo libre. Te ofrece salidas por doquier. Así que no te sientas mal, entre el maremágnum eres un soldado más, nadie te va a criticar ni se va a extrañar de tu actitud partidista. Estás en el juego y luchas por una causa mayor. Así pues, si esta mañana, al lanzarte en ropa interior a las redes sociales te has sorprendido opinando que la actitud de uno de tus amados guías intelectuales y políticos es detestable, o al menos dudosa, no te agobies demasiado. Si la cosa es muy, muy fuerte le das un leve pescozón, pero con gracia, ya me entiendes, como dejándolo caer, recordando a quien te lea que sí, que no estás muy de acuerdo, pero que tampoco es para tanto (mira a los otros, mira lo que hicieron aquel día, lo que toleraron). Si no es tan fuerte, ayuda a diluir la cuestión (pero que parezca un accidente); pasa de puntillas y sácate de la chistera una recomendación cultural con calado político, que sea refinada, pero siempre maniquea. O, directamente, comparte un vídeo de humor y santas pascuas. Al enemigo ni agua. A los que tratas de adoctrinar (que deben ser todos los que se pongan a tiro) ni un respiro, que la gente se despista con más facilidad de la que parece. Hay que estar cohesionados. Reconocer errores en tu fracción puede abrir un flanco de vulnerabilidad, eso nunca, que el pueblo llano es veleidoso e inconstante y mañana pueden llegar a pensar que lo que tu bandera enarbola no es tan incontestable. Pues lo que te digo, una vez usado, lo guardas, lo limpias y lo abrillantas. El doble rasero es arte, herramienta, salida airosa. Es política, amigo.

Cacerolada contra la actuación del Gobierno en un barrio obrero (leo por ahí). La gente se escandaliza, se echa las manos a la cabeza y subraya la condición de “barrio obrero”. Nadie entiende que puedan criticar la gestión de un gobierno de izquierdas, que puedan atreverse mínimamente a erosionar y poner en peligro su credibilidad. A la falta de recursos, a la precariedad, se unen la imposibilidad de dudar, de valorar otros puntos de vista, de pedir explicaciones a los propios. Si vives en el barrio obrero debes estar encadenado a una esperanza futura. Votar y (mucho peor) asentir y comulgar de por vida con las decisiones de gobiernos de izquierda para cerrar el paso a la derecha, que siempre será peor. Básicamente te ordenan callar o hacer política de partido durante toda tu existencia. No son tiempos de opinión, sino de posición.

Esta mañana ha sido verano durante una hora. Ya se ve alguna que otra chica tendiendo la ropa en bikini (sin duda uno de los grandes símbolos anunciadores del verano en las ciudades). Parece que regresa por fin la actividad económica: ya he vuelto a recibir llamadas apremiantes e intempestivas de operadoras telefónicas. Algo desesperadas, un punto impacientes, nada empáticas, desplegando una amabilidad llena de aristas, tratando de ocultar a duras penas su ansiedad, transmitiendo fielmente un presión que viene de muy arriba. Empiezo una serie policíaca de medio pelo, previsible y entretenida. De las que nunca nadie llevará una camiseta. Por la noche sueño que cambio de pronto de sueño y que tengo que descubrir un interruptor redondo blanco para volver al primero. La zozobra me empuja a registrar disimuladamente una sala llena de muebles y objetos desordenados. Un montón de desconocidos me miran en silencio. Parecen a su vez extraños los unos para los otros. Despierto sin hallar el interruptor.

La esposa de mi vecino el del puzle siempre parece medio aterrada. Suele asomarse al balcón con los ojos muy abiertos y con una mascarilla celeste con bordes de encaje que es la más grande que he visto hasta el momento. Se acerca y me habla de lo mucho que está afectando la pandemia a la infancia. Me cuenta, tras su embozo, la historia de un niño que tenía su habitación plagada de muñecos de Playmobil; casi una pequeña ciudad con casas, un fuerte, una estación de bomberos y cosas así. Como se vio obligado a retirarlo todo para que pudieran limpiar el cuarto, decidió poner punto final de manera abrupta a la historia que al parecer llevaba días desarrollando. Por lo visto dijo: “Antes, cuando me pasaba esto, un meteorito lo arrasaba todo, pero esta vez va a ser una pandemia”. Entonces procedió a retirar en camilla, uno a uno, los muñecos que iban falleciendo sucesivamente y, por último, tras mostrar a su familia cómo había quedado de vacía su ciudad después de la pandemia, guardó cuidadosamente los edificios y los objetos que había ido apilando. Sus padres, abrumados por los efectos nocivos que la situación de confinamiento pudiese estar ejerciendo sobre su hijo, lo pusieron en contacto mediante videoconferencia con una prima psicóloga, la cual lleva tratándolo tres semanas para que no sea tan negativo y vea las cosas de otro color. “Que es muy pequeño todavía para pensar así”, apostilla mi vecina. Como despedida, me deja caer que no haga mucho caso de las historias de su marido, que lo del rodal de su pueblo donde nunca llovía se lo inventó después de que se decretase el estado de alarma, y que le ha pedido a su conocida, la madre del niño, el teléfono de su prima psicóloga para que hable con él.

Salgo a la calle y me encuentro con la persona que montó el toldo de mi balcón. Han pasado sus buenos ocho años, pero se detiene ante mí para saludarme, con su sempiterno mono de trabajo azul y su mascarilla blanca, como si no hubiese pasado el tiempo, como si no estuviésemos ya viviendo en otro mundo. Al principio no he caído en la cuenta de quién me saludaba tímidamente en la acera, a unos metros de distancia; hasta que me he fijado en la mirada triste y soñadora que siempre le acompaña. Hemos Hablado de la angustia económica; de las ayudas que no llegan; de sus dificultades como autónomo para sobrevivir en tiempos tan azarosos como estos. Al despedirnos, me ha preguntado por el toldo con un cariño tal que casi lo personifica. He estado a punto de contestar: “Está hecho un hombre ya”.  
Me produce urticaria toda esa gente que sale en la tele pidiendo encarecidamente que nos quedemos en casa a la vez que alardea de lo bien que se encuentra confinada en su vivienda de infinitos metros cuadrados. Con todo tipo de necesidades cubiertas. Encontrándose a sí misma y reflexionando sobre la vida mientras pasea por el jardín o ve la temporada que le faltaba de “Juego de tronos”.

Ha fallecido esta semana por coronavirus Dave Greenfield, eterno teclista del grupo inglés The Stranglers y pieza clave para el desarrollo de su sonido. La primera vez que supe de ellos fue a través de un programa de televisión (creo que “Metrópolis”) que repasaba la historia del punk por capítulos algunos viernes por la noche de hace muchos años. Recuerdo que me extrañó que un grupo con teclista (y tan presente en su sonido) fuese considerado punk, pero me gustaron. Su carrera ahí está: libérrima, exitosa; colmada de composiciones redondas y ricas en matices que fueron sustituyendo energía por sofisticación sin perder el pulso creativo. Dave publicó, junto a su compañero de banda Jean-Jacques Burnel, en 1983 “Fire & water (écoutez vos murs)”, un interesantísimo elepé de querencias sintéticas y cinematográficas que me recuerda a un Brian Eno más lírico y terrenal, con una paleta de colores más variada.

04 mayo 2020

HE CRUZADO EN ROJO (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA IX)


Las ocho de la tarde empiezan a convertirse en otra frontera divisoria del día. Todo cambia después de los aplausos y las canciones (la jornada gira hacia una luz distinta o simplemente se apaga). Tras el himno de España comienza a sonar el de Andalucía.  Acaba de pasar una ambulancia saludando con las luces y recibiendo los aplausos y el homenaje de la balconada; con ella ha coincidido, en sentido contrario, un autobús urbano que ha soltado una sonora pitada: el conductor, acelerando en la inmensa recta sin tráfico, también quiere esconder un héroe dentro de su uniforme azul celeste.

Junto a los buzones de unos edificios que ya casi solo reciben multas y propaganda, se van acumulando mensajes en las paredes, que acaso amarillearan, como esta historia. Los hay de aplauso unánime, como aquellos de estudiantes que se ofrecen a hacer la compra a las personas mayores que lo necesiten. Pero también están los escritos con impersonal letra de imprenta para no dejar rastro, que invitan a la enfermera del 4º o al trabajador del supermercado del 2º a pernoctar estos días (¿meses?) en otro lugar para no contagiar a los vecinos. Estos anuncios se rozan con los manuscritos con firme y redondeada letra que reconocen el esfuerzo de esas mismas personas y les ofrecen la posibilidad de tenerles la cena preparada para cuando regresen de su trabajo en primera línea. Siempre hay dos Españas, para cualquier cosa. Dos Españas que pugnan la una con la otra, que se miran desafiantes; que se cogen del brazo para avanzar en direcciones contrarias. Contra las frías paredes de azulejo de esos portales golpean con fuerza las palmas de las manos de ambas.

El niño del primero ya tiene casi tres años (calculo) y se mueve con desenvoltura por el patio interior, al que su familia tiene acceso. En la Vida Antigua, su madre se pasaba el día poniendo notas en el portal avisando de cosas que habían caído de los tendederos. Pero ahora no, el niño ha crecido y ha vislumbrado su poder. Y, como piensa que nadie va a bajar nunca a reclamar sus objetos perdidos, si se te cae algo, te lo muestra, sonríe y huye con su botín al interior de la casa.

He conseguido una mascarilla con la que no se me empañan las gafas. Es cojonuda. La he estrenado saliendo a comprar en manga larga casi al mediodía, había olvidado la primavera. El calor recuece el asfalto mientras cruzo en rojo la avenida desierta a esas horas. No me tenía que haber pelado al cero, el sol me quema el blanquecino cuero cabelludo. Siempre el mismo sol, el mismo canto de los pájaros. Pero gente distinta y distante, renuente al intercambio excesivo de palabras cara a cara. Hecha a un mensajeo de móvil cada vez más suelto y a la videoconferencia, con sus acoples, imágenes congeladas e interferencias, como formas de comunicación. Estacas silenciosas ante las colas con mil distopías circulando por la mente en una mañana soleada aparentemente igual a todas. Se acumulan el polvo, los excrementos y las hojas secas en el techo de los coches aparcados en el callejón. Nadie escribe ya sobre el polvo de los coches. Yo escribo desde la cola de la panadería.

Todo el día mirando gráficos en la prensa. Los gráficos permanecen muy vivos, y el número de muertos diario forma parte de la Nueva Normalidad. Una cifra incómoda que se consulta. Una fría y obcecada estadística que deseamos ver descender. Pero nos hemos acostumbrado a ella, los no afectados, claro. Las víctimas necesitan consuelo y reparación, no ser utilizadas o relativizadas o comparadas o escondidas.

“Los guantes no son tan importantes, dicen ahora”; le cuento a la señora mayor que veo, cada vez que voy al supermercado, junto a la estantería vacía donde solían estar. Siempre anda por allí. Me confiesa que cada día, después de hacer su compra, espera un buen rato antes de pasar por caja por si alguien aparece con rutilantes paquetes que huelen a nuevo y los repone. Pregunta y le explican que están agotados, que no saben cuándo volverán a traer. Pero no se fía y prefiere aguardar a que cambie su suerte. A que otros clientes con más peso específico que ella agilicen la gestión cuando, al pasar junto a ella, les dice: “Perdone, ¿sabe usted por qué hace dos semanas que no venden guantes en este barrio? En el súper que hay cerca de donde vive mi hermana cada dos días los reponen”.

Vemos desde la ventana los primeros niños que pasean acompañados de uno de sus padres. Algunos se paran a hablar, en la distancia. Nosotros los miramos absortos, en silencio. Se despiden levantando las manos y continúan su camino, su paseo probablemente planificado. El detective se pregunta si esos encuentros fugaces en la acera obedecen a la causalidad. Alguien ha compartido una aplicación para calcular exactamente los límites del kilómetro que puedes recorrer paseando con tu hijo, en esa hora de que dispones cada día. Seis millones de menores de catorce años paseando acompañados de un adulto a dos metros como mínimo de otros viandantes, llevando quizá un juguete en la mano que no podrán compartir, acaso mostrar de lejos. Adultos que conviven, paseando juntos a partir de las ocho de la tarde con sus mascarillas. Al menos desde mi ventana, veo cierto orden y sentido de la responsabilidad. Percibo la armonía del sometimiento a las limitaciones, a lo desconocido, al problema que se alarga, que se hace fangoso; que emborrona y llena de constantes bifurcaciones el camino que anteayer parecía más seguro y cierto.

Salgo a la calle a última hora, sobre las 22:30. Noto durante el paseo que algo ha quedado congelado. Me cruzo con paseantes silenciosos de última hora que miran el reloj y ensayan la respuesta que van a dar si acaso vieran acercarse a una pareja de policías. No son tiempos de perderse por Granada paseando sin rumbo, mal que me pese.

Los acontecimientos se suceden. Parece que empiezan a pasar cosas. El presidente del Gobierno explica en rueda de prensa las cuatro fases de un “desescalamiento” en pos de la Nueva Normalidad que tiene más pinta de impredecible escalada. El detective observa a través de sus prismáticos cómo la investigadora toma notas ante una gran pantalla de televisión que ha permanecido todo este tiempo apagada, pero que ahora muestra la cara de Pedro Sánchez. La mira escribir velozmente, muy concentrada. Una vez que termina, se levanta y le muestra una cartulina en la que se puede leer: “Dame tu móvil”. Él rastrea su desordenado escritorio hasta dar con un folio donde garabatea nervioso su número. Cuando vuelve a la ventana ella ya espera con sus prismáticos. El detective le enseña el folio y ella toma nota. Un minuto después recibe un mensaje, es una foto. En ella aparece perfectamente esquematizada toda la perorata del presidente sobre las fases y debajo una advertencia entre corchetes: “Estamos jodidos”.

24 abril 2020

UN LUGAR MEJOR (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA VIII)

Unas noches después, el detective se presenta desnudo de cintura para arriba tras la cortina, a la que se acerca mirando ya directamente a través de los prismáticos. Ha decidido cambiar radicalmente el decorado. No tiene por qué ser él mismo. Eso enlentece siempre el proceso a la hora de venderse, de ofrecerse. Ha invertido toda la tarde en pintarse enigmáticos tatuajes que ha copiado de internet a lo largo de los brazos y en el abdomen. Toda una tarde del confinamiento recorriendo su piel con rotuladores negros de distinto calibre, sin pensar en otra cosa, sin salir a comprar al supermercado, sin escuchar la radio, ajeno a los aplausos y a las sirenas que devuelven saludos. No contento con eso, coloca en el campo de visión que quiere ofrecer a la investigadora una estantería blanca polvorienta que arrastra desde su dormitorio. La llena de libros calculadamente desordenados y coloca con estudiado desorden las botellas que aguardaban en una bolsa, en el recibidor, su próximo destino en el contenedor de vidrio. A última hora las rescata y les concede unas horas, quizás unos días más. Les ofrece la actuación más importante de sus vidas. Ser piezas relevantes de un entramado falso y esperanzador. Se ha inspirado en los tertulianos que aparecen ahora en la tele desde sus casas, a través de las ya habituales conexiones en línea. Está seguro de que calibran cuidadosamente lo que se ve a su espalda. Estudia a fondo cada detalle de sus decorados. Quiere estar a la altura de la imagen bohemia que se ha fabricado de la investigadora. La sabe capaz de todo. Capaz de ser libre, de saltar las barreras. Esta madrugada ella no ha encendido la luz. No aprecia ningún destello desde su apartamento. Y ya la imagina muy lejos, cargando su gran maleta rosa en un coche, presta a recorrer un país con poco tráfico. Segura de que nadie osará detenerla.

Leo acerca del mercadeo de mascarillas y geles desinfectantes. La limitación de precios implicará que nadie las importe al no resultar rentables, y tendremos que terminar acudiendo al mercado negro para conseguirlas. Informaciones de este jaez, cogidas con alfileres, agoreras y apocalípticas, que se mezclan con análisis críticos mucho más sensatos (a los que restan impacto, al hacerlos caer en el mismo saco), tratando de socavar al Gobierno, abundan. Siempre han abundado, de hecho. Pero me creo capaz de distinguirlas, o al menos de tomarlas con la debida precaución. No necesito que nadie me diga cuándo callar y cuándo quejarme. Leo y escucho palabras; demasiadas, incluso para alguien como yo, que las adora. Entran en mí, me recorren y desaparecen. Cada vez son menos las que se quedan.

El sol inunda las calles. El gato de enfrente tiembla mientras se sacude el tedio y bosteza. Una rama de un árbol roza su ventana, le ofrece una salida de emergencia para darse un garbeo, pero no acepta. Ninguno queremos riesgos. Parece que el buen tiempo se asienta, a pesar de que “abril sigue en modo montaña rusa”, según dice una periodista por la radio. En el patio interior, algunas máquinas de aire acondicionado vibran, los pájaros se posan en ellas, acostumbrados ya a sentir su traqueteo y echar a volar. Una gran toalla tendida vuela espléndida saludando a la primavera. Leo en ella “paradores” en grandes letras. Hay una acumulación de quietudes que ahogan y me traen a la memoria el poema “Cuadrados y ángulos” de Alfonsina Storni:
Casas enfiladas, casas enfiladas,
casas enfiladas.
Cuadrados, cuadrados, cuadrados.
Casas enfiladas.
Las gentes ya tienen el alma cuadrada,
ideas en fila
y ángulo en la espalda.
Yo misma he vertido ayer una lágrima,
Dios mío, cuadrada.

Por la noche escucho a Robert Johnson a través del móvil. En la más absoluta oscuridad, solo destaca la pantalla rectangular. En el silencio más absoluto, la música se va desgranando por los auriculares. Robert, amigo, al final todo termina condensado ahí. La leyenda del cruce de caminos, la amenaza constante del precipicio, tu determinación por huir de tu destino y dedicarte por entero a la música, el polvo en los zapatos recorriendo con tu guitarra los garitos y las esquinas de Friar’s Point, Clarksdale o Helena, la magia de tu slide. Las veintinueve canciones grabadas en los estudios de grabación de San Antonio y Dallas. Las diferentes tomas, los descansos entre ellas, los cigarrillos, las ilusiones. Las historias que volcabas en tus letras. Las noches, el vagabundeo. Las pintas de güisqui, las peleas, la soledad, la idea que empieza a brillar y acaba por tomar forma entre tus dedos encallecidos. Tu impetuoso individualismo, al que yo ni me acerco. Más bien lo contrario. Últimamente flaqueo y me imagino comulgando en sociedad, relajando todos los músculos. Eliminando cualquier crispación de mi interior.


No sé, Robert, he estado pensando estos días y creo que podría hacerlo. Podría reírme con los humoristas y leer a los columnistas correctos. Aceptar la ortodoxia como heterodoxia (últimamente observo a gente que me puede ayudar a obedecer, y no es tan complicado; puedes pasar incluso por desobediente, si te lo sabes montar). No opinar ni pensar contra el Gobierno. Ser uno con él en pos del bien común. Acatar. Dar por sentada su buena voluntad; confiar en su buen hacer. Callarme si no voy a aportar soluciones definitivas. Ser muy prudente y delegar para siempre las decisiones y reflexiones de calado en manos expertas; en gente más preparada que yo, y que sabe lo que me conviene. No buscarle tres pies al gato ni hacer caso jamás de habladurías no confirmadas por los canales oficiales. Disfrutar de mi pequeño espacio de libertad personal, pero sin dejar de deberme al pueblo. No dudar por mí mismo. Sentirme protegido. Dejarme cuidar y rearmar éticamente; y no morder nunca la mano que me ampara y me aleja del precipicio de la sinrazón y el odio. Desear que ningún elemento desestabilizador desequilibre el estado de las cosas ni altere el curso de los acontecimientos. Hacer oídos sordos a las mentiras. Desear fervientemente que la Ley acalle los embustes. Rechazar el nubarrón de cualquier pensamiento extraño. Así podría avanzar como persona, claro. Adensar mi conocimiento, mi imaginación incluso, transitando un camino limpio, sin dobleces y poco o nada sospechoso. Podría, por qué no, poner mi creatividad al servicio de un bien superior. Y, sobre todo, llegar a asumir algún día que con esta actitud puedo colaborar a hacer del mundo un lugar mejor. 

18 abril 2020

PUZLES (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA VII)


Anoche soñé que escuchaba con toda nitidez cosas que pasaban fuera. Muy lejos de estas cuatro paredes. A lo mejor un día las cuento.

Todos nos deseamos suerte al despedirnos, después de hablar por teléfono, programando encuentros para un futuro incierto. En las fachadas los toldos son ahora las banderas que mueve levemente el viento. Vemos pasar lentamente el engranaje de las estaciones y la meteorología por delante de nuestros ojos. Las primeras y vertiginosas opiniones sobre el proyectado “ingreso mínimo vital” del Gobierno (esa ayuda que al parecer complementará las ya existentes para familias que se hayan quedado sin recursos, en buena medida por culpa de esta situación), que la denominan “la paguita”, son las típicas reacciones superficiales de la boca llena. Y, por supuesto, el exabrupto de un liberalismo cerril, no tan visceral como parece, profundamente egoísta y aviesamente interesado en tomar la parte por el todo.

Son las ocho en punto de la tarde. La Policía local pasa muy despacio, con todas las luces encendidas. Manos enguantadas de azul saludan desde el vehículo. Se respira, durante ese minuto, un ambiente de verbena popular imaginaria. Casi veo las guirnaldas cruzando la calle de un edificio a otro. De un abigarrado balcón a otro. Salen personas alegres que aplauden, y otras que arrastran sus ojeras al balcón, voluntariosamente disfrazadas para la ocasión de personas alegres. Llega un momento en que se confunde la privacidad. Veo por una ventana a unas chicas trajinando con una sábana gigante. Una recorta tijera en mano entre risas y cuchicheos, y la otra aplica pintura. Cuando terminan, ambas se prueban las sábanas y se miran en el espejo. Una ha tropezando y casi se cae. Creo que se han disfrazado de fantasmas con unas sábanas amarillentas que llevaban décadas dobladas en el fondo de algún armario. Desaparecen a trompicones de la habitación y aparecen en mitad de la verbena en su balcón gritando “¡somos la muerte!”, agitando los brazos dentro de sus sábanas cuarteadas y manchas de pintura roja, y ululando; como si nadie las hubiese visto durante largo rato preparar su siniestra sorpresa.  

Mi exprimidor es muy antiguo. Tiene prácticamente veinte años. El FBI podría usarlo como detector de mentiras. Cuando estoy tranquilo, sosegado, el zumo de naranja sale a la perfección, todo va como la seda. Sin embargo, si estoy intranquilo, nervioso o disperso, se conoce que aprieto sin darme cuenta y comienza a berrear y a emitir extraños ruidos. Un día de estos va a empezar a echar humo.

La investigadora de la gran maleta rosa entra dos bloques más allá, casi enfrente del edificio del detective. Él tiembla ostensiblemente al averiguar cuál es su piso. Con la boca seca, pasea pacientemente sus prismáticos al anochecer. No puede ni quiere dormir. Mientras piensa si cobrará la ayuda por “cese de la actividad” para los autónomos, la ventana de la investigadora se ilumina. El corazón le da un vuelco. La mira encender un cigarro y pasear en camiseta de tirantes. Luce un tatuaje a lo largo del brazo izquierdo; mientras lo mira parece crecer. ¿Qué será? Como no lo ve bien, puede ser lo que él quiera: un dragón, un mapa de Portugal, una metralleta, alguien de espaldas con las manos en los bolsillos. El tatuaje puede ser otra puerta digna de abrirse si todas las demás se cierran. Ella desaparece unos segundos de su campo de visión; cuando consigue volver a enfocarla descubre que ella también le observa a través de unos prismáticos. Una vez que se sabe descubierto, decide aguantar la mirada hasta el final. Tiene la boca seca y las ganas de volver a fumar lo invaden por completo. Ella sonríe y hace como que se dispara en la sien con el dedo índice. Su boca dice “pam”, y él lo escucha con más nitidez que ninguna otra cosa que haya escuchado en su vida.

El vecino del balcón de al lado no habla mucho, pero siempre levanta los brazos animando cuando el dj de enfrente saca los platos para pinchar. Ayer, cuando terminó de llover y salió un sol impetuoso, él ya estaba en su balcón con su silla plegable y la mesa alargada en la que lleva semanas haciendo un puzle. De vez en cuando echo un vistazo, veo cierta progresión, muchas piezas colocadas, pero no adivino qué puede ser. Como siempre mira sonriente al frente mientras está con él, a lo mejor trata de completar un puzle eterno de lo que ven sus ojos, acaso construye plácidamente un mundo nuevo.

A lo que iba. Con la calle aún húmeda, se acercó y me relató que, cuando era niño, hace como sesenta años, en su pueblo había una zona donde nunca llovía. “Un rodal con dueño”, señaló, y después calló durante unos segundos esperando la reacción de mi rostro cansado. Se trataba de un espacio a cielo abierto que jamás se mojaba y en el que nadie osaba ponerse a cubierto de la lluvia, pues hacía un frío glacial que no había manera de combatir. Lo llamaron por el móvil en ese momento y corrió hacia su salón no sin antes prometerme que en otro momento me contaría toda la historia.

El Gobierno pregunta en la última encuesta del CIS si en estos momentos habría que prohibir la difusión de informaciones “poco fundamentadas”, remitiendo toda la información sobre la pandemia a fuentes oficiales. Un 66,7% de las personas encuestadas apoyan esa idea, frente a un 30,8% que se inclina por no restringir ni prohibir ningún tipo de información. Resulta extremadamente inquietante que en una democracia se plantee la posibilidad de sustituir el criterio del ciudadano (que estos desarrollen un criterio propio desde la infancia es clave para una convivencia sana, libre y respetuosa), prohibiendo o limitando la información y su acceso a ella más allá de lo ya recogido en las leyes. Y más usando un lenguaje tan ambiguo. Pensar que sea el Poder quien decida la información que debe llegar a la población en según qué circunstancias es peligroso y, también, altamente sospechoso. Aunque no tan desolador como que tan alto porcentaje esté de acuerdo con esa aviesa (segunda vez que uso hoy la palabra) tentación de sustraer derechos y libertades. Los verificadores de bulos ya sobrevuelan las redes a sus anchas. Facebook ha contratado a un par de empresas españolas de verificación propiedad de periodistas en activo que trabajan o han trabajado hasta hace poco para medios concretos. Estos gringos no tienen ni idea de cómo se cuecen aquí las habas, desde luego.  Una de ellas ya ha tenido que rectificar (solo por la polvareda levantada) y permitir la publicación de una noticia censurada inicialmente. Yo los imagino dentro de un robot gigante que conducen desde el cerebro, como Mazinger Z; valorando con herramientas en ocasiones poco contrastables qué información pasa su filtro y a cuál hay que aplicarle el implacable puño silenciador de su poderoso robot-mordaza.

Herta Müller mira hacia la derecha en la portada del libro. Me gustaría hacer un puzle gigante de su rostro, tan grande e ilusionante como el de mi vecino.

14 abril 2020

ESPACIOS EN BLANCO (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA VI)

El gato del balcón que tengo justo enfrente es de color marrón claro, enorme. Es un gato hastiado, bostezante; asomado casi siempre a la misma ventana, con la mirada de un personaje de Juanjo Guarnido. A veces recorre a su dueña de hombro a hombro cuando está sentada, lentamente. Una y otra vez. El cuerpo de ella cede ante su peso. Creo que así nos sentimos todos en algún momento durante cada día de este confinamiento, aunque no tengamos mascota. Ya lo dijo el poema: “El tiempo es el gato más silencioso que conozco”.

Se fue la luz y borró todo lo que había escrito. Saltó el diferencial. “I found that essence rare” de Gang of Four se cortó bruscamente. La oscuridad, unida al silencio total y al encierro, transmite un miedo nuevo, paralizante. Un precipicio de negritud sin referencias ni asidero alguno. Una sensación absoluta de desconexión.

Tranquilos, la economía puede volver a crecer tan torcida como siempre. Que se lo pregunten a esa madre que recorre farmacias para comprar a precios desorbitados las mascarillas y guantes que le niegan a su hija en su puesto de trabajo; al que no ha faltado en ningún momento por ser catalogado como esencial.

El merodeador va por la acera escudriñando cautelosamente el interior de los coches con la esperanza desvaída de encontrar algún olvido suculento de última hora. Su mascarilla blanca le tapa casi toda la cara, lo emboza. Parece de calidad, buena merca adquirida a través de contactos inaccesibles para mí que envidio en la distancia. Pienso, por un momento, que deberían haberlo incorporado a la delegación del Gobierno que compró el material a China, quizá nos hubiese ido mejor. Está, inquieto e impaciente, ante un festín insípido de vehículos polvorientos que parecen petrificados, que no ofrecen nada relevante. Se detiene ante uno ya desvalijado, con la ventanilla rota del conductor cubierta cuidadosamente de plástico negro, imagino que por su resignado dueño. Valora el trabajo y, de pronto, hace trizas su actitud cautelosa lanzando una de las piedras que lleva apretadas en la mano contra la ventanilla de una furgoneta que ni se entera. Pedradas rabiosas contra la mala suerte, aunque una fuerza magnética negativa parece haber succionado su determinación. Ante el ruido, la gente aparece a la vez en los balcones con toda su explosión de furor y color.

Comienza a llover, la calle está más lejos ahora. El detective ha perdido momentáneamente de vista al merodeador con los prismáticos. Él también está impresionado por la calidad de su mascarilla, algo ennegrecida, todo sea dicho. Piensa que es una FFP2 con válvula de exhalación, una pasada. Recuerda, con cierta nostalgia, las conversaciones sobre mascarillas que solía mantener a finales de febrero con su cuñado. Sin embargo, su imaginación no hace más que mostrarle la imagen de una persona que yace en algún callejón golpeada por alguien que le ha robado cartera, reloj y mascarilla.

La lluvia arrecia y las gotas empiezan a colarse por el cristal roto del coche violentado. El merodeador contempla la lluvia refugiado en un portal. Ve líneas blancas precipitándose enfurecidas, rectas o diagonales, sobre una calle igual de vacía que antes. “Es la lluvia más limpia que ha caído en años”, se dice.

Los prismáticos del detective encuentran a alguien que camina a los lejos, bajo la lluvia. Arrastra una gran maleta rosa de ruedas. Parece una chica. Deduce que es una investigadora que vuelve de participar en un congreso en un país extranjero y que, a pesar de las noticias, no se imagina llegar y encontrarse Granada completamente desierta. Su calle vacía, salvo por la presencia de un delincuente oculto en un portal que la saluda al verla pasar. Ella ni siquiera lleva mascarilla, y envidia secretamente la de ese hombre que parece sonreírle.  Al detective le tiembla la voz de emoción en momentos así, incluso cuando habla consigo mismo.


Anochece entre manos diligentes que ordenan y limpian; niños de colorean; voces que cotorrean, susurran, cantan o discuten; risas ahogadas. Trasiego de platos y de dedos sobre mandos a distancia y teclados. Móviles encendidos en aquella penumbra nocturna que antaño solo iluminaba la televisión. El orden de la cocina marca el de las cabezas. Recetas impresas pegadas en la pared de azulejos. Peleas y reproches por el agua caliente de la ducha tras la sesión de pilates en línea. Hay algo frenético dentro de la aparente quietud. Todos rellenando espacios en blanco.

11 abril 2020

CLAXON (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA V)


El detective vigila los edificios de enfrente con sus prismáticos, no lo puede remediar. Da un barrido rápido de vez en cuando porque, al contrario de lo que pasaba antes, no hace más que toparse con gente asomada a cualquier hora. Se lo suelen tomar a broma, y algunos le muestran el dedo corazón. Mejor dejarlo hasta bien entrada la noche.

Veo en la portada del diario El Mundo una foto en la que aparecen muchos ataúdes alineados en la pista del Palacio de Hielo de Madrid, que en estos momentos ejerce de morgue improvisada ante la avalancha de cadáveres, lo cual ya de por sí corta la respiración. Parece que algunas personas la ven malintencionada o innecesaria. Yo opinaría como ellos si la sacasen cada mañana, pero creo que es una instantánea que formará parte de nuestra historia y que no deberíamos olvidar nunca, al igual que tantas otras cosas que nos están pasando en esta época aciaga que jamás hubiésemos imaginado, incluidas las más estimulantes y esperanzadoras, que sí conforman la inmensa mayoría de las imágenes que nos llegan. Es evidente que este periódico es contrario al Gobierno, que desea que pierda el poder cuanto antes, y que le encantaría colaborar a ello con la mencionada portada; pero la foto en sí no me parece escandalosa. Ojalá hubiese aparecido en un medio afín, ya que no los hay neutrales, que demostrase a todos sus lectores que la información siempre debe estar por encima del politiqueo. Si tuviese un familiar dentro de uno de esos féretros, no sé realmente qué pensaría de la foto (creo que más bien me obsesionaría pensando en las razones que lo llevaron ahí). Pero tampoco sé qué pensaría del Gobierno ni de los que defienden su actuación a capa y espada en los medios.  

La cosa sigue plomiza. Llamas a amigos cuyos padres son mayores a ver qué tal les va, o ellos te llaman a ti. El número de infectados en la provincia de Granada sigue creciendo, ya son 890 personas hospitalizadas, y empiezas a dar por sentado que más de un conocido habrá. La gente que puede, envía a sus seres queridos las ansiadas mascarillas por correo. Hay colas ante las oficinas, y las administraciones están pensando que algo tienen que hacer al respecto. Aplausos. Los amigos que trabajan en farmacias no te contestan cuando les mandas un mensaje para ver si les quedan. Así está la cosa a día de hoy. Alguien escribe un mensaje recordando lo perjudicial que es para las defensas del organismo ante el virus abusar de harinas y chocolates. Todo plomizo, de un gris untuoso.

La policía ha desalojado la Catedral de Granada durante una misa del arzobispo. No cabe mayor egoísmo que el demostrado por estos fieles tan desleales con el prójimo. No puedes llamarte ser humano si no miras por el otro en la medida de tus posibilidades.

Escucho el segundo elepé de La Granja, “Soñando en tres colores”, no recordaba lo bueno que era. Las canciones se suceden inspiradas, manteniendo un nivel similar, altísimo. Siempre me encantó su sonido, y recuerdo cuánto lamentaba que “Debajo de las piedras” de 091, no sonase tan compacto. Miro la preciosa carpeta que se abre y leo en una etiqueta que lo compré el 14 de abril de 1988. Han pasado treinta y dos años. Mientras la música suena, veo en la televisión sin volumen políticos en el Congreso de los Diputados. Sé que no voy a escuchar nada relevante. Las posturas están claras, y si les da por adornar o dar profundidad a su discurso, sus asesores seguramente fusilarán pasajes de lo dicho alguna vez por alguna persona brillante. Se siguen puliendo estrategias y, encima, se deslizan falsedades de diverso grosor sin asomo de vergüenza.

Llegan imágenes de animales campando a sus anchas por las calles vacías. La gente aplaude su presencia como una reivindicación de la madre naturaleza, una vuelta a los orígenes de la civilización; con la certeza de que, si se ponen pesados y no se largan, alguien del ayuntamiento los meterá en un camión y se los llevará a Dios sabe dónde. De todas formas, cuando la calle está desierta, hora tras hora, puedes ver todos los animales que quieras: una leona caminando lentamente de un coche a otro; un tigre bostezando y husmeando por la acera; un elefante absorto mirando cómo cambian las luces de los semáforos; grupos de cabras montesas despistadas sin saber qué dirección tomar ante tanta vastedad. La leona persiguiéndolas de manera vertiginosa por mitad de la calzada mientras escuchas nítidamente su carrera desesperada. Es tu escenario efímero, y puedes colocar lo que quieras.

Ya se notan las tardes. Me imagino pasando a la ropa de verano confinado. Observo vecinos hablando de balcón a balcón con medio cuerpo fuera. Se sienten inmunes a todo menos a una cosa. Ya no gritan como al principio. Se han adaptado y se comunican casi sin alzar la voz ¿Cuánto hace que no oigo un claxon?

08 abril 2020

SESENTA Y OCHO (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA IV)


Se acerca a nuestra cola de estacas una señora mayor con una mascarilla de tela celeste. Arrastra su carro. Se coloca al final y el vigilante de seguridad la sigue con la mirada mientras yo, entre la neblina de mis gafas empañadas, espero su gesto para acceder al hipermercado. Sin dejar su puesto gesticula, imagino que la va a llamar, pues tiene preferencia. Sin embargo, se decide por la seguridad del dato y, por no abandonar su posición, lanza la pregunta a larga distancia: “¡Señora!, ¿cuántos años tiene usted?”. Se produce un breve silencio, la fila se vuelve hacia ella sin emitir sonido alguno. La señora se dirige a la persona que tiene delante y le dice algo que esta comparte con la siguiente, y así sucesivamente hasta llegar a la que me sigue en la cola, que me dice: “Sesenta y ocho, dile que tiene sesenta y ocho”. Doy un paso y el vigilante, como dueño absoluto de esos minutos de nuestras vidas, extiende su brazo derecho hacía mí para evitar mi avance. Me detengo en seco, mostrando las palmas de mis manos en son de paz, y le susurro, retirando por un segundo mi mascarilla, que tiene sesenta y ocho. Él, presto y seguro de sí, asoma la cabeza a la cola y grita: “¿Sesenta y ocho años?, ¡pase señora, tiene usted preferencia!”, llamándola a la vez con un gesto firme de su mano derecha. Cuando la señora pasa a mi lado, el vigilante se me acerca y me advierte con el dedo índice levantado: “Usted se espera, ¿entendido?”, volviendo después a su sitio como si acabara de resolver un conflicto internacional. Sí, ha quedado claro.

Pienso en Luis Eduardo Aute, que acaba de fallecer. Siempre lo he relacionado con Antonio Vega, aunque sean tan distintos en tantas cosas. Se trata de creadores solitarios, ajenos a modas e influencias inmediatas o previsibles. Son cultivadores de mundos propios que van desgranando en las letras de sus canciones. Voces personales que transmiten intimismo y engañosa fragilidad desde un claroscuro muy particular. Dos estilos en sí mismos que quedan plenamente confirmados cuando a la gente le da por versionarlos: entre los que se pasan y los que no llegan, nadie canta sus composiciones como ellos.

El detective privado de la tercera parte camina por Hipercor. Lleva su mascarilla y da vueltas sin rumbo. Cuando algún empleado se acerca, astutamente hace como que echa algo en su carro vacío. Ahora se dedica a tratar de adivinar las caras tras las máscaras. Cree que, observando a las pocas personas que realizan su compra, podrá averiguar cosas acerca de ellas. No sería raro que una pareja de amantes, a la que le es imposible verse en estas circunstancias, quedase para salir a comprar a la misma hora. Para estar al menos a un par de metros de distancia. Para lanzarse mensajes a través de la ropa elegida o el peinado. La emoción del momento aún inexistente lo consume. Está entrenando, por lo que parece, o quizá delirando. Las tarjetas de visita queman su escritorio, en la guantera de su coche, en su bolsillo. Todo arde, nada se mueve.

Antes me inquietaba pensar que los gobernantes sabían, y nos ocultaban, muchos datos cruciales que los demás desconocíamos. Pero ahora me intranquiliza mucho más la sensación de que, ante determinadas situaciones, están tan desinformados como el resto.

Si fuésemos personas responsables, los bulos tendrían muy corta vida en internet. Pero son, para muchos, por no decir para la mayoría, el maná que masajea y lubrica su maquinaria ideológica, que confirma sus posiciones; son la munición que llega milagrosa cuando se encuentran desalentados en su lucha ciega contra el enemigo que comienza a rodearlos. La excusa para, con un clic, sacar gozosamente toda esa maldad que su propia cobardía les impide mostrar en la vida real. La oportunidad para recibir guiños de complicidad por una vez, aunque sea virtualmente. Que la prensa les dé pábulo es absolutamente repugnante. Quizá por eso, porque lo que se publica en España generalmente es un brebaje donde la verdad se gradúa a conveniencia, y la palabra objetividad está totalmente chamuscada, tendemos a mirar siempre a ver qué dictamina acerca de nuestros problemas la prensa internacional. No sé hasta qué punto alemanes o estadounidenses se desviven por saber que dicen los medios españoles acerca de cómo gestionan sus asuntos. Artículos en The New York Times, Bloomberg, The Guardian, Financial Times… Cada cual levanta y saca a hombros el titular que más le conviene.

El vecino de arriba hace un ruido ansioso, como si escalara una montaña cada tarde. Es un depredador del deporte. Cierta impaciencia pasea nerviosa por las paredes.

En el balcón, mirando la calle vacía, las fachadas mudas tras la tanda de aplausos de las ocho de la tarde. Me imagino a Aute y Vega asomados en el edificio de enfrente. Qué compondrían ante este vacío, a veces tan insoportable; qué pintaría Aute. Me gustaría soñar que charlo con ellos.

06 abril 2020

VER CAER UN PÁJARO (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA III)


Creo que si viera caer un pájaro muerto desde el cielo no me impresionaría. Todo es impredecible. Todo es posible. Todo es asumible ahora.

Se acerca el momento estelar, el punto hispánico de inflexión que tenía que llegar durante este doloroso desastre: el de los espabilados. Si se confirma la idea que sopesa el Gobierno de establecer la obligatoriedad del uso de mascarilla, es posible que necesites un buen contacto que te las proporcione para poder salir sin que te detengan. Si la cosa sigue in crescendo, y se valora la posibilidad de permitir tener una vida normal a las personas inmunizadas que no transmitan el virus, proliferarán los falsificadores de salvoconductos. El abanico de posibilidades delirantes que ofrece esto último eriza la piel.

Pensaba que estábamos siendo ejemplares y civilizados con nuestra actitud. Que seguir las indicaciones y cumplir con esmero las normas de seguridad ante la posibilidad de contagio, organizarse bien, quedarse en casa y demás, era un signo de madurez y civismo. Pero parece que no. Resulta que hay quien piensa que se trata de una actitud servil, que somos borregos que obedecemos sin rechistar. Que ya estamos todos preparados y maceraditos para acatar en silencio las órdenes y caprichos de cualquier poder fáctico el resto de nuestras vidas. Que las fuerzas de seguridad, a partir de ahora podrán intervenir en nuestras vidas a su antojo, como hacían durante la dictadura. Es desalentador, desde luego, eso de no hacer nada nunca bien. Y muy curiosa la procedencia de ese tipo de análisis. Al final va a ser cierto aquello de que los extremos se tocan.  

Veo las caras de los que opinan sobre la pandemia en la tele. Demasiados rostros son los mismos de siempre, con igual sesgo. Si adivinas lo que van a decir los tertulianos, las excusas que va a poner, los argumentos que va a esgrimir, es que el engranaje que permite avanzar a una sociedad libre y crítica está definitivamente gripado.

Todos los sueños que no remiten al pasado suceden ahora en el mundo del coronavirus. Al menos los míos. Cuando sueño con algo relativo a mi pasado despierto como regresando desde un tiempo remoto.

Pienso, cómo no, en toda la gente a la que le ha cambiado drásticamente la vida. En el investigador privado, por ejemplo, que ya no puede cumplir su misión. Se acabaron los paseos en moto disfrazado, las horas de vigilancia callejera haciendo fotos comprometedoras con el móvil. Ahora está obligado a esperar sentado las ayudas para los autónomos, a ser únicamente él mismo por no se sabe cuánto tiempo.

He descubierto que no necesito palabras de aliento del presidente del Gobierno. Ni actitudes paternalistas. Me cansan sus largas y ensayadas intervenciones. Pienso que debería limitarse a mostrar solo el resultado de su trabajo. Aquí nadie llega al poder para asumir a pecho descubierto la realidad ni para dar la cara ante la libertad de prensa, ni siquiera la prensa, ya lo sabemos. Solo deseo sinceridad, datos reales y fidedignos, a poder ser esperanzadores, claro, pero contrastados. Información sobre qué cosas y cómo se están haciendo para resolver la saturación del sistema sanitario, la falta de medios, las condiciones de trabajo de los profesionales, la situación de los enfermos. No necesito casi nada de lo que hay: no necesito el vomitivo aire de superioridad de todos aquellos que creen saber qué precisa conocer el pueblo, qué siente, qué piensa. No necesito dentelladas al aire ni gente que ahonda en la herida, que tira del hilo de cualquier error gubernamental hasta formar una madeja de la que después comenzar de nuevo a tirar. Pero tampoco palmeros del Gobierno que afean que los medios saquen a relucir y opinen sobre la cifra de muertos, por ejemplo. Ni gente que desliza que si no hay material que garantice la seguridad del personal sanitario, estos tienen que apechugar y remangarse, sin más; cuando hay un nivel inasumible de infectados entre ellos y muchos han muerto por llevar a cabo su trabajo. La Ley del listón, ya se sabe: magnifico sus errores y exijo excelencia y resultados inmediatos al de enfrente y justifico hasta la indecencia los fallos y carencias de los míos. La línea de división es cada vez más robusta. Nunca se resquebrajará.

03 abril 2020

EL HOMENAJE A BERLANGA (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA II)


Las zapatillas en la ventana, empapadas por la lluvia, inician su cuarentena sobrevenida. Hoy no harán la compra conmigo. La camisa y los pantalones limpios, los mismos de siempre, junto con la chaqueta, ya están preparados para su misión semanal. El frío permanece, hoy un poco más húmedo. En los furgones del pan leo “pandemia” en vez de “panadería”: “Pandemia González, siempre cerca de casa”. En la sección de frutas y verduras, con dos capas de guantes y la visión empañada, lograr abrir las bolsitas de plástico es alcanzar un estado superior, el dominio absoluto de la situación.

Ha muerto Rafael Berrio, me entero por las redes sociales. Sus canciones se agolpan en mi memoria sigilosas y respetuosas, como era él. Se van intercambiando, libres de redes, plenas de aliento; densa nocturnidad llena vida. Son la plasmación de la sabiduría de unos pies que nunca dejaron de inventar su camino; de unos ojos que nunca cesaron de observar. Llevo todo el día canturreándolas sin darme cuenta, abrazado fuertemente a ellas.

“Nosotros damos tratamiento a todos nuestros pacientes, pero sí es verdad que tenemos que adecuar los medios que tenemos a los pacientes que tienen un mejor pronóstico. Porque no tenemos respiradores para todos. Es algo muy parecido a lo que ocurre con un trasplante de órganos, que siempre se selecciona a aquel receptor que tiene una mayor posibilidad de vivir…”, dice la doctora por la radio. 

Ha muerto en Estrasburgo, donde tenía su residencia, el almeriense Rafael Gómez Nieto, a los noventa y ocho años. El Covid-19 se lleva al último superviviente de La Nueve, la legendaria compañía de la Segunda División Blindada del ejército francés. Fue uno de los muchos españoles que, enrolados en ella, ayudaron a liberar París en 1944 de un yugo similar al que atenazaría a su propio país durante décadas. “Hasta hace solo diez días conducía, cocinaba, se ocupaba de su hogar y hacía vida plena y autónoma”, dice la prensa. Era mayor, pero maldigo que haya llegado su hora de esta manera, y en estos tiempos.

Es temprano aún. Solo ante la ventana me hallo, en silencio; pero me siento rodeado de gurús y trileros que, con una mano tapan la parte de la realidad que les incomoda y con la otra te plantan ante las narices la que les conviene. Eso es España ahora, o ahora más que nunca: una constante emboscada de bocazas y manipuladores que construyen su discurso pisoteando el del vecino. Es temprano, decía, y alguien pasea sigiloso por la calle, lleva una mascarilla y un brazalete amarillo (más bien un pañuelo mal anudado) para que nadie se fíe a la hora de increparlo desde el balcón, incluso a las siete y pico de la mañana; en esta sociedad que duerme con un ojo abierto, anhelante de cualquier novedad que compartir. Se detiene cada cuanto y parece ir depositando cosas en el suelo. Se agacha junto a las ruedas de los coches, en las jardineras, en los portales, en los cierres polvorientos de los negocios. Sigo su periplo con interés, pero no con interés creciente, más bien un interés que no termina de levantar el vuelo, ausente pero persistente. Ya es de día.

La televisión está puesta sin voz. La tenemos garantizada. El Gobierno va a repartir 15 millones de euros entre las televisiones privadas para que nos sigan entreteniendo y contando toda la verdad (en un momento así, qué menos que recibir información veraz, como dice la Constitución). Muy agradecido. La comunicación es lo más importante cuando no tienes garantizada la imposición del silencio.

“…En situaciones límite como esta, tenemos que ver muy bien quiénes se benefician de unas medidas y quiénes de… otras”. Termina la doctora.

Recorro kilómetros en mi bicicleta estática. Escucho el traqueteo de mi vecino de arriba, justo en la misma habitación ¿Otra bicicleta? Ahí vamos los dos, en carrera vertical, quizá tratando de huir de este telón negro que no nos persigue, porque ya nos envuelve. El miedo persiste en los huesos. Las punzadas de la desazón aumentan.

Volviendo de la compra veo a un par de policías hablando a distancia con una señora. Tres personas conversando en la calle consiguen que me dé un vuelco el corazón. Los agentes se agachan y recogen cosas del suelo. Son billetes falsos, más pequeños que los auténticos. Por lo que infiero, alguien les avisó de tanto ver merodear por la zona al del brazalete amarillo. Por lo visto iba dejando billetitos falsos por todas partes. “Corrió la voz en twitter de que a las ocho de la tarde se podría encontrar dinero en esta calle”, grita desde un balcón un chico con una guitarra. Todo un amargo homenaje a Berlanga abortado gracias a la colaboración ciudadana.

27 marzo 2020

HACE FRÍO EN LA COLA DEL MERCADONA (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA I)

Hace frío en la cola del Mercadona. Mucha gente, a un par de metros de distancia los unos de los otros. Estacas sin primavera. Guantes de colores, ninguna mascarilla igual. Una chica aparece con su perro, que se dedica a olernos a todos, va pasando el hocico, rozando cuidadosamente de una pierna a otra; sigue escrupulosamente el orden de la fila. Es el único sin bozal. Son más de veinte minutos esperando, los pies se enfrían, y a cada golpe de respiración, el vapor inunda los cristales de mis gafas, aunque con vapor o sin él, me encuentro ante el mismo paisaje de ciudad desposeída; veo la misma quietud cansada. Los días empiezan a pesar. Una pesadumbre aguzada por esta sensación de zozobra que nos cubre como un manto. La calle está en silencio, la gente calla, saluda con la mano y mira su móvil. Los árboles, despeinados por el viento, emiten más sonidos que las personas y los animales, contagiados como están por la inacción de las personas. Los coches que pasan parecen más cuidadosos, más tímidos. Las mentes, absortas, están lejos, y las plantas de los pies acarician freno o acelerador. El cielo luce absolutamente azul, sin fisuras. La calma acolcha; atonta este compás de espera falto de horizonte.

Una ambulancia pasa veloz, pero sin el estruendo habitual. Se han llevado a alguien del bloque de al lado. Seguro que conoceré a la persona, al menos de vista. ¿Cuándo sabré de quién se trataba, o qué fue de ella? Observo cada dos por tres el contador de muertos en la edición digital de los periódicos. Faltan guantes, geles desinfectantes y mascarillas para la gente de a pie. Faltan medios, falta seguridad, faltan cobertura y solvencia. No falla: cuando se hace tanto hincapié en las actitudes heroicas de unos es porque la carga que llevan es excesiva y otros se han quedado muy por debajo de lo que cabría esperar de ellos. La palabra previsión, tan presente en otros momentos, parece haberse vuelto caduca, incómoda definitivamente. Sin embargo, el sustantivo ligereza campa a sus anchas, sonriente, invitando a huir de la reflexión, a rascar apresuradamente la superficie de las cosas en provecho propio, a buscar solo el efecto inmediato. Una velocidad posmoderna y fotogénica que contrasta ferozmente con la falta absoluta de reflejos a la hora de tomar decisiones de relieve que requieren valentía y lucidez.


Siente uno en los huesos la desprotección de los familiares que están lejos; el peligro cierto y latente que corren, sobre todo los mayores. Miles de monedas al aire. Me acuerdo de los fallecidos, ¿qué se les pasaría por la cabeza hace un mes? Los imagino mirando con distancia y relativa tranquilidad las noticias del telediario, ya que alguien revestido de autoridad les había asegurado que esa epidemia apenas iba a dejar rastro en España. Aún con cierta prudencia, a finales de febrero, todavía se bromeaba a cuenta del virus, y seguíamos los datos de Italia, lamentando y teorizando sobre su mala suerte mientras íbamos a los bares y atendíamos en el trabajo sin la más mínima medida de protección. Ahora pisamos terreno resbaladizo, todo está en el aire, todo ha sido puesto en cuestión. Y, para terminar de amedrentar y confundir al ciudadano corriente, la información sesgada y calculada; o ese continuo intercambio de bulos, medias verdades y acusaciones desde los cuarteles de siempre, esos que hace demasiado tiempo que viven de adaptar los hechos a la realidad que quieren transmitir ¿Por qué los españoles nunca parecemos vivir en el mismo mundo?


27 abril 2019

TRILEROS


Opino que un sistema democrático empieza a tocar fondo cuando se apela al miedo para conseguir votos. Las palabras inflamadas sustituyen o velan las propuestas concretas, las que comprometen (o deberían comprometer) la palabra del político. Es un juego tramposo y peligroso. El ganador termina por pensar que ha cumplido gran parte del compromiso con su electorado por el solo hecho de haberlo librado de la amenaza que supone el adversario. Sabe bien que, si consigue asustar lo suficiente a la población, esta rebajará su nivel de exigencia porque lo que espera tras las cortinas es peor. Está claro que las sociedades únicamente avanzan hacia niveles de progreso social y económico, igualdad y calidad de vida cuando son realmente exigentes con su clase política. España nunca ha sido exigente con sus políticos, entre otras cosas porque estos, desde siempre, antes de apelar al compromiso de una labor de gobierno seria, han agitado la bandera del miedo. Es una clase política trilera e irresponsable, que gusta de presentarse como salvadora, no como lo que debería ser: una representación de la comunidad que trabaja por el interés de todos, aun desde distintos puntos de vista. Se trata de un estamento que se alimenta del apasionamiento y el enfrentamiento, que prefiere generar adhesiones y rechazos inquebrantables porque sabe nutrirse de sus enemigos; pero que caería como un gigante ciego y torpe si se enfrentara a una ciudadanía que exigiese a sus representantes políticos lo mismo que una vida diaria cada vez más compleja le exige a ella.



Nunca recomendaré a nadie lo que tiene que votar, no me siento tan superior como para creer ver más allá que mis interlocutores. Mi único deseo es que nadie vea a la opción a la que ha confiado su voto como salvadora de nada.

18 octubre 2018

POR ESO (MÁS O MENOS)


Y entonces vives, aciertas, te equivocas, te caes, a lo mejor te levantas, eres feliz a ratos, te frustras, consigues algunas cosas, pierdes otras y sigues hacia delante sin saber realmente que toda tu peripecia vital es peor que la de la mayoría de las regiones de España, porque tu Comunidad Autónoma está atrasada y tú también, por supuesto. Debes aceptarlo, no te queda otra (quizá asentir y resultar simpático y ocurrente). Y Educas a tu hijo, juegas con él, le inculcas cosas, pero no sirve de nada en términos de estigmatización: con un poco de suerte en muchos lugares de España lo miraran con cierta condescendencia por proceder de una tierra de vagos y subsidiados y, si resulta ser un genio o un trabajador desbocado, le colocarán la mano en el hombro y le dirán: “Eres la excepción que confirma la regla”. Y tu rendimiento en el trabajo, y tu dedicación a tu empresa, y tu doctorado, y tu experiencia, y tu capacidad de amar, y tus vivencias e inquietudes son de segunda clase.

Por eso, cuando vas a Cataluña desde Granada, alguien aconseja a tus anfitriones que te enseñen la nieve, que seguramente no habrás visto en tu vida; por eso, un tipo proveniente de un pequeño pueblo de Castilla-La Mancha le responde a tu hijo, cuando este le pregunta si es también de Granada, que él no, que él es europeo, joder (y luego viene y te lo cuenta, esperando que tú también le veas la gracias); por eso, tus amigos del norte te avisan, sonrisa en ristre, que en cuanto a vascos y a navarros les dé por plantar olivos en serio, lo de aquí abajo se va a acabar, y luego siguen llenando sus copas tal cual. Por eso, ante cualquier accidente o tragedia que ocurre en otros sitios se analizan las razones, y cuando pasan aquí el principal motivo siempre es el mismo. Por eso, alguien de allá arriba espera junto a ti a que el semáforo se ponga en verde y, al ver a la gente cruzar en rojo, dice que eso allá es impensable; y por eso también, otro alguien de allá arriba espera junto a ti para cruzar el mismo semáforo y, ante el hecho de que nadie cruce en rojo, señala lo tranquila que es la gente aquí y las pocas prisas y preocupaciones que parecen tener. Por eso, si unos trabajadores en Jaén ponen pegas para descargar (es un momentito, ostia tú) un camión a las tres de la tarde son un perros, y allá arriba, si se niegan, es que defienden sus derechos, que menudos son ellos. Por eso una ex – ministra del PP da pábulo a no sé qué teoría y se atreve a señalar, tan pancha, dos años de retraso en los escolares andaluces respecto de los de otras comunidades.  

Por eso, muchos andaluces agachan la cabeza avergonzados de que el PSOE lleve tantos años gobernando en Andalucía, con lo necesario que es un giro en las políticas de empleo a todos los niveles, y con lo corruptos que son. Por eso, muchos andaluces agachan la cabeza avergonzados porque haya ganado el PP en alguna ocasión, o porque gobierne en tantas alcaldías, con lo necesarias que son las políticas sociales en nuestra tierra y lo corruptos que son. Por eso, muchos andaluces agachan la cabeza avergonzados porque Podemos no haya arrasado, con lo que los necesita una tierra como la nuestra, coño, que su líder más graciosete hasta grabó un vídeo cuando vino a hacer campaña, imitando el acento gaditano. Por eso, muchos andaluces agachan la cabeza avergonzados porque Podemos ha ganado en Cádiz, con el paro que hay, y la falta que hacen políticas que faciliten el empleo. Por eso…

Y, precisamente por eso, lo más sano es seguir nuestro camino, ser como nos dé la real gana, pero siempre autocríticos, justos, solidarios, exigentes con nosotros mismos y hacer oídos sordos a toda la sarta de prejuicios de siempre. Aunque no estaría de más recordar, tanto al que saquea nuestros recursos y hace un daño difícilmente reparable a nuestra credibilidad, como a quienes se dedican a hacer política desde ideas preconcebidas que poco nos van a beneficiar como Comunidad.