18 abril 2020

PUZLES (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA VII)


Anoche soñé que escuchaba con toda nitidez cosas que pasaban fuera. Muy lejos de estas cuatro paredes. A lo mejor un día las cuento.

Todos nos deseamos suerte al despedirnos, después de hablar por teléfono, programando encuentros para un futuro incierto. En las fachadas los toldos son ahora las banderas que mueve levemente el viento. Vemos pasar lentamente el engranaje de las estaciones y la meteorología por delante de nuestros ojos. Las primeras y vertiginosas opiniones sobre el proyectado “ingreso mínimo vital” del Gobierno (esa ayuda que al parecer complementará las ya existentes para familias que se hayan quedado sin recursos, en buena medida por culpa de esta situación), que la denominan “la paguita”, son las típicas reacciones superficiales de la boca llena. Y, por supuesto, el exabrupto de un liberalismo cerril, no tan visceral como parece, profundamente egoísta y aviesamente interesado en tomar la parte por el todo.

Son las ocho en punto de la tarde. La Policía local pasa muy despacio, con todas las luces encendidas. Manos enguantadas de azul saludan desde el vehículo. Se respira, durante ese minuto, un ambiente de verbena popular imaginaria. Casi veo las guirnaldas cruzando la calle de un edificio a otro. De un abigarrado balcón a otro. Salen personas alegres que aplauden, y otras que arrastran sus ojeras al balcón, voluntariosamente disfrazadas para la ocasión de personas alegres. Llega un momento en que se confunde la privacidad. Veo por una ventana a unas chicas trajinando con una sábana gigante. Una recorta tijera en mano entre risas y cuchicheos, y la otra aplica pintura. Cuando terminan, ambas se prueban las sábanas y se miran en el espejo. Una ha tropezando y casi se cae. Creo que se han disfrazado de fantasmas con unas sábanas amarillentas que llevaban décadas dobladas en el fondo de algún armario. Desaparecen a trompicones de la habitación y aparecen en mitad de la verbena en su balcón gritando “¡somos la muerte!”, agitando los brazos dentro de sus sábanas cuarteadas y manchas de pintura roja, y ululando; como si nadie las hubiese visto durante largo rato preparar su siniestra sorpresa.  

Mi exprimidor es muy antiguo. Tiene prácticamente veinte años. El FBI podría usarlo como detector de mentiras. Cuando estoy tranquilo, sosegado, el zumo de naranja sale a la perfección, todo va como la seda. Sin embargo, si estoy intranquilo, nervioso o disperso, se conoce que aprieto sin darme cuenta y comienza a berrear y a emitir extraños ruidos. Un día de estos va a empezar a echar humo.

La investigadora de la gran maleta rosa entra dos bloques más allá, casi enfrente del edificio del detective. Él tiembla ostensiblemente al averiguar cuál es su piso. Con la boca seca, pasea pacientemente sus prismáticos al anochecer. No puede ni quiere dormir. Mientras piensa si cobrará la ayuda por “cese de la actividad” para los autónomos, la ventana de la investigadora se ilumina. El corazón le da un vuelco. La mira encender un cigarro y pasear en camiseta de tirantes. Luce un tatuaje a lo largo del brazo izquierdo; mientras lo mira parece crecer. ¿Qué será? Como no lo ve bien, puede ser lo que él quiera: un dragón, un mapa de Portugal, una metralleta, alguien de espaldas con las manos en los bolsillos. El tatuaje puede ser otra puerta digna de abrirse si todas las demás se cierran. Ella desaparece unos segundos de su campo de visión; cuando consigue volver a enfocarla descubre que ella también le observa a través de unos prismáticos. Una vez que se sabe descubierto, decide aguantar la mirada hasta el final. Tiene la boca seca y las ganas de volver a fumar lo invaden por completo. Ella sonríe y hace como que se dispara en la sien con el dedo índice. Su boca dice “pam”, y él lo escucha con más nitidez que ninguna otra cosa que haya escuchado en su vida.

El vecino del balcón de al lado no habla mucho, pero siempre levanta los brazos animando cuando el dj de enfrente saca los platos para pinchar. Ayer, cuando terminó de llover y salió un sol impetuoso, él ya estaba en su balcón con su silla plegable y la mesa alargada en la que lleva semanas haciendo un puzle. De vez en cuando echo un vistazo, veo cierta progresión, muchas piezas colocadas, pero no adivino qué puede ser. Como siempre mira sonriente al frente mientras está con él, a lo mejor trata de completar un puzle eterno de lo que ven sus ojos, acaso construye plácidamente un mundo nuevo.

A lo que iba. Con la calle aún húmeda, se acercó y me relató que, cuando era niño, hace como sesenta años, en su pueblo había una zona donde nunca llovía. “Un rodal con dueño”, señaló, y después calló durante unos segundos esperando la reacción de mi rostro cansado. Se trataba de un espacio a cielo abierto que jamás se mojaba y en el que nadie osaba ponerse a cubierto de la lluvia, pues hacía un frío glacial que no había manera de combatir. Lo llamaron por el móvil en ese momento y corrió hacia su salón no sin antes prometerme que en otro momento me contaría toda la historia.

El Gobierno pregunta en la última encuesta del CIS si en estos momentos habría que prohibir la difusión de informaciones “poco fundamentadas”, remitiendo toda la información sobre la pandemia a fuentes oficiales. Un 66,7% de las personas encuestadas apoyan esa idea, frente a un 30,8% que se inclina por no restringir ni prohibir ningún tipo de información. Resulta extremadamente inquietante que en una democracia se plantee la posibilidad de sustituir el criterio del ciudadano (que estos desarrollen un criterio propio desde la infancia es clave para una convivencia sana, libre y respetuosa), prohibiendo o limitando la información y su acceso a ella más allá de lo ya recogido en las leyes. Y más usando un lenguaje tan ambiguo. Pensar que sea el Poder quien decida la información que debe llegar a la población en según qué circunstancias es peligroso y, también, altamente sospechoso. Aunque no tan desolador como que tan alto porcentaje esté de acuerdo con esa aviesa (segunda vez que uso hoy la palabra) tentación de sustraer derechos y libertades. Los verificadores de bulos ya sobrevuelan las redes a sus anchas. Facebook ha contratado a un par de empresas españolas de verificación propiedad de periodistas en activo que trabajan o han trabajado hasta hace poco para medios concretos. Estos gringos no tienen ni idea de cómo se cuecen aquí las habas, desde luego.  Una de ellas ya ha tenido que rectificar (solo por la polvareda levantada) y permitir la publicación de una noticia censurada inicialmente. Yo los imagino dentro de un robot gigante que conducen desde el cerebro, como Mazinger Z; valorando con herramientas en ocasiones poco contrastables qué información pasa su filtro y a cuál hay que aplicarle el implacable puño silenciador de su poderoso robot-mordaza.

Herta Müller mira hacia la derecha en la portada del libro. Me gustaría hacer un puzle gigante de su rostro, tan grande e ilusionante como el de mi vecino.

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