Se acerca a nuestra cola
de estacas una señora mayor con una mascarilla de tela celeste. Arrastra su
carro. Se coloca al final y el vigilante de seguridad la sigue con la mirada
mientras yo, entre la neblina de mis gafas empañadas, espero su gesto para
acceder al hipermercado. Sin dejar su puesto gesticula, imagino que la va a
llamar, pues tiene preferencia. Sin embargo, se decide por la seguridad del
dato y, por no abandonar su posición, lanza la pregunta a larga distancia: “¡Señora!,
¿cuántos años tiene usted?”. Se produce un breve silencio, la fila se vuelve
hacia ella sin emitir sonido alguno. La señora se dirige a la persona que tiene
delante y le dice algo que esta comparte con la siguiente, y así sucesivamente
hasta llegar a la que me sigue en la cola, que me dice: “Sesenta y ocho, dile
que tiene sesenta y ocho”. Doy un paso y el vigilante, como dueño absoluto de
esos minutos de nuestras vidas, extiende su brazo derecho hacía mí para evitar
mi avance. Me detengo en seco, mostrando las palmas de mis manos en son de paz,
y le susurro, retirando por un segundo mi mascarilla, que tiene sesenta y ocho.
Él, presto y seguro de sí, asoma la cabeza a la cola y grita: “¿Sesenta y ocho
años?, ¡pase señora, tiene usted preferencia!”, llamándola a la vez con un
gesto firme de su mano derecha. Cuando la señora pasa a mi lado, el vigilante
se me acerca y me advierte con el dedo índice levantado: “Usted se espera, ¿entendido?”,
volviendo después a su sitio como si acabara de resolver un conflicto
internacional. Sí, ha quedado claro.
Pienso en Luis Eduardo Aute, que acaba de
fallecer. Siempre lo he relacionado con Antonio
Vega, aunque sean tan distintos en tantas cosas. Se trata de creadores
solitarios, ajenos a modas e influencias inmediatas o previsibles. Son cultivadores
de mundos propios que van desgranando en las letras de sus canciones. Voces
personales que transmiten intimismo y engañosa fragilidad desde un claroscuro
muy particular. Dos estilos en sí mismos que quedan plenamente confirmados
cuando a la gente le da por versionarlos: entre los que se pasan y los que no
llegan, nadie canta sus composiciones como ellos.
El detective privado de
la tercera parte camina por Hipercor. Lleva su mascarilla y da vueltas sin
rumbo. Cuando algún empleado se acerca, astutamente hace como que echa algo en
su carro vacío. Ahora se dedica a tratar de adivinar las caras tras las
máscaras. Cree que, observando a las pocas personas que realizan su compra,
podrá averiguar cosas acerca de ellas. No sería raro que una pareja de amantes,
a la que le es imposible verse en estas circunstancias, quedase para salir a
comprar a la misma hora. Para estar al menos a un par de metros de distancia.
Para lanzarse mensajes a través de la ropa elegida o el peinado. La emoción del
momento aún inexistente lo consume. Está entrenando, por lo que parece, o quizá
delirando. Las tarjetas de visita queman su escritorio, en la guantera de su
coche, en su bolsillo. Todo arde, nada se mueve.
Antes
me inquietaba pensar que los gobernantes sabían, y nos ocultaban, muchos datos
cruciales que los demás desconocíamos. Pero ahora me intranquiliza mucho más la
sensación de que, ante determinadas situaciones, están tan desinformados como
el resto.
Si fuésemos personas responsables,
los bulos tendrían muy corta vida en internet. Pero son, para muchos, por no
decir para la mayoría, el maná que masajea y lubrica su maquinaria ideológica,
que confirma sus posiciones; son la munición que llega milagrosa cuando se
encuentran desalentados en su lucha ciega contra el enemigo que comienza a
rodearlos. La excusa para, con un clic, sacar gozosamente toda esa maldad que
su propia cobardía les impide mostrar en la vida real. La oportunidad para
recibir guiños de complicidad por una vez, aunque sea virtualmente. Que la
prensa les dé pábulo es absolutamente repugnante. Quizá por eso, porque lo que
se publica en España generalmente es un brebaje donde la verdad se gradúa a
conveniencia, y la palabra objetividad está totalmente chamuscada, tendemos a
mirar siempre a ver qué dictamina acerca de nuestros problemas la prensa
internacional. No sé hasta qué punto alemanes o estadounidenses se desviven por
saber que dicen los medios españoles acerca de cómo gestionan sus asuntos.
Artículos en The New York Times, Bloomberg, The Guardian, Financial Times… Cada
cual levanta y saca a hombros el titular que más le conviene.
El vecino de arriba hace
un ruido ansioso, como si escalara una montaña cada tarde. Es un depredador del
deporte. Cierta impaciencia pasea nerviosa por las paredes.
En el balcón, mirando la
calle vacía, las fachadas mudas tras la tanda de aplausos de las ocho de la
tarde. Me imagino a Aute y Vega asomados en el edificio de enfrente. Qué
compondrían ante este vacío, a veces tan insoportable; qué pintaría Aute. Me
gustaría soñar que charlo con ellos.
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