El gato del balcón que
tengo justo enfrente es de color marrón claro, enorme. Es un gato hastiado,
bostezante; asomado casi siempre a la misma ventana, con la mirada de un
personaje de Juanjo Guarnido. A
veces recorre a su dueña de hombro a hombro cuando está sentada, lentamente.
Una y otra vez. El cuerpo de ella cede ante su peso. Creo que así nos sentimos
todos en algún momento durante cada día de este confinamiento, aunque no
tengamos mascota. Ya lo dijo el poema: “El tiempo es el gato más silencioso que
conozco”.
Se fue la luz y borró
todo lo que había escrito. Saltó el diferencial. “I found that essence rare” de
Gang of Four se cortó bruscamente.
La oscuridad, unida al silencio total y al encierro, transmite un miedo nuevo,
paralizante. Un precipicio de negritud sin referencias ni asidero alguno. Una
sensación absoluta de desconexión.
Tranquilos, la economía
puede volver a crecer tan torcida como siempre. Que se lo pregunten a esa madre
que recorre farmacias para comprar a precios desorbitados las mascarillas y
guantes que le niegan a su hija en su puesto de trabajo; al que no ha faltado
en ningún momento por ser catalogado como esencial.
El merodeador va por la
acera escudriñando cautelosamente el interior de los coches con la esperanza
desvaída de encontrar algún olvido suculento de última hora. Su mascarilla
blanca le tapa casi toda la cara, lo emboza. Parece de calidad, buena merca
adquirida a través de contactos inaccesibles para mí que envidio en la
distancia. Pienso, por un momento, que deberían haberlo incorporado a la
delegación del Gobierno que compró el material a China, quizá nos hubiese ido
mejor. Está, inquieto e impaciente, ante un festín insípido de vehículos
polvorientos que parecen petrificados, que no ofrecen nada relevante. Se
detiene ante uno ya desvalijado, con la ventanilla rota del conductor cubierta
cuidadosamente de plástico negro, imagino que por su resignado dueño. Valora el
trabajo y, de pronto, hace trizas su actitud cautelosa lanzando una de las
piedras que lleva apretadas en la mano contra la ventanilla de una furgoneta
que ni se entera. Pedradas rabiosas contra la mala suerte, aunque una fuerza
magnética negativa parece haber succionado su determinación. Ante el ruido, la
gente aparece a la vez en los balcones con toda su explosión de furor y color.
Comienza a llover, la
calle está más lejos ahora. El detective ha perdido momentáneamente de vista al
merodeador con los prismáticos. Él también está impresionado por la calidad de
su mascarilla, algo ennegrecida, todo sea dicho. Piensa que es una FFP2 con válvula
de exhalación, una pasada. Recuerda, con cierta nostalgia, las conversaciones
sobre mascarillas que solía mantener a finales de febrero con su cuñado. Sin
embargo, su imaginación no hace más que mostrarle la imagen de una persona que
yace en algún callejón golpeada por alguien que le ha robado cartera, reloj y
mascarilla.
La lluvia arrecia y las
gotas empiezan a colarse por el cristal roto del coche violentado. El
merodeador contempla la lluvia refugiado en un portal. Ve líneas blancas
precipitándose enfurecidas, rectas o diagonales, sobre una calle igual de vacía
que antes. “Es la lluvia más limpia que ha caído en años”, se dice.
Los prismáticos del
detective encuentran a alguien que camina a los lejos, bajo la lluvia. Arrastra
una gran maleta rosa de ruedas. Parece una chica. Deduce que es una
investigadora que vuelve de participar en un congreso en un país extranjero y
que, a pesar de las noticias, no se imagina llegar y encontrarse Granada
completamente desierta. Su calle vacía, salvo por la presencia de un
delincuente oculto en un portal que la saluda al verla pasar. Ella ni siquiera
lleva mascarilla, y envidia secretamente la de ese hombre que parece
sonreírle. Al detective le tiembla la
voz de emoción en momentos así, incluso cuando habla consigo mismo.
Anochece entre manos
diligentes que ordenan y limpian; niños de colorean; voces que cotorrean,
susurran, cantan o discuten; risas ahogadas. Trasiego de platos y de dedos
sobre mandos a distancia y teclados. Móviles encendidos en aquella penumbra
nocturna que antaño solo iluminaba la televisión. El orden de la cocina marca
el de las cabezas. Recetas impresas pegadas en la pared de azulejos. Peleas y
reproches por el agua caliente de la ducha tras la sesión de pilates en línea. Hay
algo frenético dentro de la aparente quietud. Todos rellenando espacios en
blanco.
No hay comentarios :
Publicar un comentario