Las zapatillas en la
ventana, empapadas por la lluvia, inician su cuarentena sobrevenida. Hoy no
harán la compra conmigo. La camisa y los pantalones limpios, los mismos de
siempre, junto con la chaqueta, ya están preparados para su misión semanal. El frío
permanece, hoy un poco más húmedo. En los furgones del pan leo “pandemia” en
vez de “panadería”: “Pandemia González, siempre cerca de casa”. En la sección
de frutas y verduras, con dos capas de guantes y la visión empañada, lograr
abrir las bolsitas de plástico es alcanzar un estado superior, el dominio
absoluto de la situación.
Ha muerto Rafael Berrio, me entero por las redes
sociales. Sus canciones se agolpan en mi memoria sigilosas y respetuosas, como
era él. Se van intercambiando, libres de redes, plenas de aliento; densa
nocturnidad llena vida. Son la plasmación de la sabiduría de unos pies que
nunca dejaron de inventar su camino; de unos ojos que nunca cesaron de
observar. Llevo todo el día canturreándolas sin darme cuenta, abrazado fuertemente
a ellas.
“Nosotros
damos tratamiento a todos nuestros pacientes, pero sí es verdad que tenemos que
adecuar los medios que tenemos a los pacientes que tienen un mejor pronóstico.
Porque no tenemos respiradores para todos. Es algo muy parecido a lo que ocurre
con un trasplante de órganos, que siempre se selecciona a aquel receptor que
tiene una mayor posibilidad de vivir…”, dice la doctora por la
radio.
Ha muerto en Estrasburgo,
donde tenía su residencia, el almeriense
Rafael Gómez Nieto, a los noventa y ocho años. El Covid-19 se lleva al
último superviviente de La Nueve, la legendaria compañía de la Segunda División
Blindada del ejército francés. Fue uno de los muchos españoles que, enrolados en
ella, ayudaron a liberar París en 1944 de un yugo similar al que atenazaría a su
propio país durante décadas. “Hasta hace solo diez días conducía, cocinaba, se
ocupaba de su hogar y hacía vida plena y autónoma”, dice la prensa. Era mayor,
pero maldigo que haya llegado su hora de esta manera, y en estos tiempos.
Es temprano aún. Solo
ante la ventana me hallo, en silencio; pero me siento rodeado de gurús y trileros
que, con una mano tapan la parte de la realidad que les incomoda y con la otra
te plantan ante las narices la que les conviene. Eso es España ahora, o ahora
más que nunca: una constante emboscada de bocazas y manipuladores que
construyen su discurso pisoteando el del vecino. Es temprano, decía, y alguien
pasea sigiloso por la calle, lleva una mascarilla y un brazalete amarillo
(más bien un pañuelo mal anudado) para que nadie se fíe a la hora de increparlo
desde el balcón, incluso a las siete y pico de la mañana; en esta sociedad que
duerme con un ojo abierto, anhelante de cualquier novedad que compartir. Se detiene
cada cuanto y parece ir depositando cosas en el suelo. Se agacha junto a las
ruedas de los coches, en las jardineras, en los portales, en los cierres polvorientos
de los negocios. Sigo su periplo con interés, pero no con interés creciente, más
bien un interés que no termina de levantar el vuelo, ausente pero persistente.
Ya es de día.
La televisión está puesta
sin voz. La tenemos garantizada. El Gobierno va a repartir 15 millones de euros
entre las televisiones privadas para que nos sigan entreteniendo y contando toda
la verdad (en un momento así, qué menos que recibir información veraz, como dice
la Constitución). Muy agradecido. La comunicación es lo más importante cuando
no tienes garantizada la imposición del silencio.
“…En
situaciones límite como esta, tenemos que ver muy bien quiénes se benefician de
unas medidas y quiénes de… otras”. Termina la doctora.
Recorro kilómetros en mi
bicicleta estática. Escucho el traqueteo de mi vecino de arriba, justo en la
misma habitación ¿Otra bicicleta? Ahí vamos los dos, en carrera vertical, quizá
tratando de huir de este telón negro que no nos persigue, porque ya nos
envuelve. El miedo persiste en los huesos. Las punzadas de la desazón aumentan.
Volviendo de la compra
veo a un par de policías hablando a distancia con una señora. Tres personas
conversando en la calle consiguen que me dé un vuelco el corazón. Los agentes
se agachan y recogen cosas del suelo. Son billetes falsos, más pequeños que los
auténticos. Por lo que infiero, alguien les avisó de tanto ver merodear por la
zona al del brazalete amarillo. Por lo visto iba dejando billetitos falsos por
todas partes. “Corrió la voz en twitter
de que a las ocho de la tarde se podría encontrar dinero en esta calle”, grita
desde un balcón un chico con una guitarra. Todo un amargo homenaje a Berlanga
abortado gracias a la colaboración ciudadana.
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