03 abril 2020

EL HOMENAJE A BERLANGA (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA II)


Las zapatillas en la ventana, empapadas por la lluvia, inician su cuarentena sobrevenida. Hoy no harán la compra conmigo. La camisa y los pantalones limpios, los mismos de siempre, junto con la chaqueta, ya están preparados para su misión semanal. El frío permanece, hoy un poco más húmedo. En los furgones del pan leo “pandemia” en vez de “panadería”: “Pandemia González, siempre cerca de casa”. En la sección de frutas y verduras, con dos capas de guantes y la visión empañada, lograr abrir las bolsitas de plástico es alcanzar un estado superior, el dominio absoluto de la situación.

Ha muerto Rafael Berrio, me entero por las redes sociales. Sus canciones se agolpan en mi memoria sigilosas y respetuosas, como era él. Se van intercambiando, libres de redes, plenas de aliento; densa nocturnidad llena vida. Son la plasmación de la sabiduría de unos pies que nunca dejaron de inventar su camino; de unos ojos que nunca cesaron de observar. Llevo todo el día canturreándolas sin darme cuenta, abrazado fuertemente a ellas.

“Nosotros damos tratamiento a todos nuestros pacientes, pero sí es verdad que tenemos que adecuar los medios que tenemos a los pacientes que tienen un mejor pronóstico. Porque no tenemos respiradores para todos. Es algo muy parecido a lo que ocurre con un trasplante de órganos, que siempre se selecciona a aquel receptor que tiene una mayor posibilidad de vivir…”, dice la doctora por la radio. 

Ha muerto en Estrasburgo, donde tenía su residencia, el almeriense Rafael Gómez Nieto, a los noventa y ocho años. El Covid-19 se lleva al último superviviente de La Nueve, la legendaria compañía de la Segunda División Blindada del ejército francés. Fue uno de los muchos españoles que, enrolados en ella, ayudaron a liberar París en 1944 de un yugo similar al que atenazaría a su propio país durante décadas. “Hasta hace solo diez días conducía, cocinaba, se ocupaba de su hogar y hacía vida plena y autónoma”, dice la prensa. Era mayor, pero maldigo que haya llegado su hora de esta manera, y en estos tiempos.

Es temprano aún. Solo ante la ventana me hallo, en silencio; pero me siento rodeado de gurús y trileros que, con una mano tapan la parte de la realidad que les incomoda y con la otra te plantan ante las narices la que les conviene. Eso es España ahora, o ahora más que nunca: una constante emboscada de bocazas y manipuladores que construyen su discurso pisoteando el del vecino. Es temprano, decía, y alguien pasea sigiloso por la calle, lleva una mascarilla y un brazalete amarillo (más bien un pañuelo mal anudado) para que nadie se fíe a la hora de increparlo desde el balcón, incluso a las siete y pico de la mañana; en esta sociedad que duerme con un ojo abierto, anhelante de cualquier novedad que compartir. Se detiene cada cuanto y parece ir depositando cosas en el suelo. Se agacha junto a las ruedas de los coches, en las jardineras, en los portales, en los cierres polvorientos de los negocios. Sigo su periplo con interés, pero no con interés creciente, más bien un interés que no termina de levantar el vuelo, ausente pero persistente. Ya es de día.

La televisión está puesta sin voz. La tenemos garantizada. El Gobierno va a repartir 15 millones de euros entre las televisiones privadas para que nos sigan entreteniendo y contando toda la verdad (en un momento así, qué menos que recibir información veraz, como dice la Constitución). Muy agradecido. La comunicación es lo más importante cuando no tienes garantizada la imposición del silencio.

“…En situaciones límite como esta, tenemos que ver muy bien quiénes se benefician de unas medidas y quiénes de… otras”. Termina la doctora.

Recorro kilómetros en mi bicicleta estática. Escucho el traqueteo de mi vecino de arriba, justo en la misma habitación ¿Otra bicicleta? Ahí vamos los dos, en carrera vertical, quizá tratando de huir de este telón negro que no nos persigue, porque ya nos envuelve. El miedo persiste en los huesos. Las punzadas de la desazón aumentan.

Volviendo de la compra veo a un par de policías hablando a distancia con una señora. Tres personas conversando en la calle consiguen que me dé un vuelco el corazón. Los agentes se agachan y recogen cosas del suelo. Son billetes falsos, más pequeños que los auténticos. Por lo que infiero, alguien les avisó de tanto ver merodear por la zona al del brazalete amarillo. Por lo visto iba dejando billetitos falsos por todas partes. “Corrió la voz en twitter de que a las ocho de la tarde se podría encontrar dinero en esta calle”, grita desde un balcón un chico con una guitarra. Todo un amargo homenaje a Berlanga abortado gracias a la colaboración ciudadana.

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