08 julio 2011

¿EN QUÉ PIENSAS?

“¿En qué piensas?”. Preguntó la joven desde la cama mientras encendía un cigarro. La pregunta iba dirigida a alguien tan atrapado en sus meditaciones que ni siquiera percibió la vibración de la voz: un muro de zumbido lo protegía de toda injerencia exterior. Alguien que, asomado a la ventana, desnudo con los calcetines puestos, volaba en todas las direcciones brindadas por el horizonte marino que se extendía frente a él, tan lejos de allí.
Sentía el frío del alba ocupando lentamente su cuerpo. Empezó por los brazos, éstos al principio ofrecieron cierta resistencia, parecía que los restos de sudor y saliva de su última y desesperada refriega amorosa habían formado sobre su piel una leve cutícula de calor, acaso una ilusión; posteriormente, el erizamiento progresivo del vello anunció la victoriosa invasión del amanecer húmedo por todo su membrudo cuerpo. Lo último en caer fue el rostro, siempre tenso y agrietado de sensaciones, duro e incandescente por el calor del trabajo en la fábrica y por el que desprendían las esquirlas de ese pensamiento enmarañado y acelerado, siempre determinado por la fábrica, siempre relacionado con gritar socorro.
Desde su privilegiado atisbadero creía observar el alma de los chiquillos que correteaban por la calle, concluyendo que en ella llevaban escrito su futuro. Un aburrido nubarrón se acercaba cuando se produjo la gran inundación de la tristeza. A pesar de estar ya acostumbrado a sus desmanes, esta vez le sorprendió anegando todas sus posibilidades de reacción. No fue la suya una dominación como la del frío de la mañana, lenta y segura, tras una breve pugna, sino una emboscada certera, cruel, casi genial.
Abandonó la ventana arrastrando grilletes de frío y tristeza; pero una extraña sensación de tiempo viciado, suspendido en el aire, le impulsó a pasear frenéticamente por la habitación; como si ese movimiento le pudiese ayudar a desprenderse de las sensaciones que lo atenazaban, firmemente sujetas a su piel y cabeza. Al cabo de un rato el frío fue sustituido por un agradable hormigueo calorífico; pero la tristeza, creciendo como una hinchazón, seguía abortando cualquier perspectiva de olvido. Mordía recuerdos de sus profundidades y los escupía al cerebro, desde donde manaban febrilmente transformados en imágenes sin compasión ni orden.
La chica tenía desde hacía rato la mirada clavada en él. Ya vestida, y jugueteando con las llaves de su coche en una mano, esperaba a cobrar para largarse, pero comenzaba a plantearse seriamente la posibilidad de irse sin despedirse de aquel raro y taciturno obrero, siempre tan ensimismado, siempre tan silencioso. Ya ajustarían cuentas. Él, mientras, se ahogaba en su paseo sin rumbo, pensando, muy a su pesar, en su vida, en su angustia. Recordaba el trabajo duro y aburrido en la fábrica, los productos que allí se fabricaban y que tenía que comer o vestir. Esas barras de chocolate demasiado fuerte, demasiado amargo, que se perdían en su boca de niño obligado por su madre. El olor como a polvo agrio de la ropa del colegio, los bolígrafos de la empresa, los cuadernos azules para los hijos de los empleados. La adoración profesada a los jefes y a sus hijos por todos aquellos que formaron parte de su vida: sus padres, su hermano mayor, los sucesivos curas, los comerciantes, la maestra… Su padre le decía que los que no querían a la fábrica y a todos sus almacenes y al economato, no querían a su familia ni se querían a sí mismos, y que eran ésos los que acababan en el bar harapientos y babosos para el resto de sus días. Él en el fondo ansiaba ser como ellos, huir de la fábrica aunque sólo fuera de pensamiento.
Más tarde deseó salir de allí de verdad, ya que la mili era un simulacro, un espejismo en una base a pocos kilómetros. Un respiro momentáneo, con los permisos ocupados en turnos de trabajo en la fábrica desde incluso antes de ser los quintos llamados a filas.
Los madrugones sin hablar, las conversaciones gastadas, el frío persistente y aburrido, el oxidado olor de todo, la gaseosa malla de sumisión que moldeaba los anocheceres; la lenta necrosis de la vida; aquellos callejones de la niñez en fiestas que parecían estrecharse a su paso mientras miraba la pancarta con el nombre de la fábrica en la meta de la carrera ciclista. Todo eso pasaba por su mente lentamente ahora, así como la cara de media sonrisa congelada que se le había quedado a su padre viejo, de tanto asentir.
Pero no pudo, nunca fue capaz de alzar la voz ni de levantar la cabeza. El miedo lo mantuvo como hibernado, en un viaje inconsciente y constante por ese estrecho tobogán cotidiano que todos denominaban tradición, costumbre o necesidad. Un viaje sin sobresaltos ni pasos en falso que acabó esa mañana, cuando descerrajó con su escopeta a su superior inmediato, que le quería retener más tiempo en su puesto después de acabar su turno, y a todos cuantos preguntaron “¿Qué pasa?”.
Poco después escuchó pasos atropellados por los pasillos que rápidamente despejaron su cabeza. Sus labios apuntaron una leve sonrisa, acompañada de un creciente rubor al sorprenderse aún desnudo. Mientras se vestía apresuradamente, se preguntó cómo sería la vida en la cárcel, tan lejos de allí.