15 abril 2016

MENSAJE EN UNA BOTELLA (32)

ANTONIO FERNÁNDEZ FERRER “Monodiálogos frente al espejo” (Editorial Nazarí, 2016)

El granadino Antonio Fernández, profesor y maestro de tantos, músico, ensayista y poeta de largo recorrido, se acerca esta vez al relato corto partiendo de una idea que empezó a tomar cuerpo en su blog personal, hasta crecer lo suficiente como para exigir un tratamiento más meditado.

“Monodiálogos frente al espejo” es un libro positivo, aunque no por ello cómodo o exento de sustancia ni de capacidad de denuncia. En él conviven de forma natural la sencillez, el guiño cómplice y el análisis. Se valora el paso del tiempo, el significado de las cosas; y se celebra el placer de lo cotidiano, de los pequeños detalles que nos acompañan, que nos modulan con su modesta y tranquila presencia. Creo que Antonio se ha divertido escribiendo este libro, recopilando anécdotas, pequeñas situaciones; anotando consideraciones sobre música o literatura, y sus procesos creativos; u ordenando las reflexiones a que nos empuja el paso de los días en esta España dominada por el absurdo, unas veces tan dramática y siempre tan difícilmente explicable. El humor, la ironía o la mordacidad, son ingrediente común de estos monodiálogos, o breves intercambios de opiniones entre el autor y su alter ego. Ese otro yo situado al otro lado del espejo que le complementa, culminando su personalidad; que sirve tanto para sacar a relucir sus dudas como para reafirmar de sus posiciones. Así, mediante textos breves estructurados en forma de diálogo consigo mismo, el autor pone en liza dos puntos de vista sobre los temas de siempre, o sobre otros desarrollados al filo de actualidad política y social, y que, habitualmente, no son más que el reflejo de los temas de siempre. Esos puntos de vista que juegan al tenis en nuestras cabezas en no pocas circunstancias.




Los textos, de amenísima lectura, están cuajados de buenas observaciones, decantados con la lucidez que sólo proporciona la experiencia de quien pasa por la vida observando con mirada clara el mundo que le rodea. En muchos de estos monodiálogos, asistimos a un interesantísimo intercambio de ideas; y somos testigos de la evolución del pensamiento del autor, dentro de un conjunto en el que la concisión es virtud. Un libro que, afortunadamente, se niega a ser el típico texto de autobombo tan común por estos lares. 

11 abril 2016

PESCOZÓN

El niño miraba la televisión sentado en el añoso sofá de la casa de sus abuelos. Tenía puesto el pijama de “Star Wars” que le había elegido su padre, y combatía el frío que rodeaba la mesa camilla con una mantita que su abuela le había echado por los hombros. Llevaba dos días allí porque sus padres habían tenido que viajar a la capital. Él no comprendía por qué no había podido acompañarles, por qué razón tenían que ir los dos, y dejarlo solo. Cuando lloró y pataleo ante la noticia de quedarse al cuidado de los abuelos durante unos días, su madre perdió los nervios y le dio un pescozón que le estuvo escociendo hasta que se quedó dormido. Cada vez que lo recordaba, se pasaba la mano instintivamente por la parte posterior de la cabeza. Ante su insistencia en acompañarles o en que no le dejaran solo, su padre le llamó egoísta, consentido, caprichoso y algo terminado en “céntrico”. “Soy céntrico, como el quiosco del tito”, llevaba horas con ganas de decirle a su abuela, que no hacía más que mirar el reloj. Su madre se tiró de los pelos, dijo que era una desgraciada, que siempre había sido una desgraciada, que nadie la quería, que nadie pensaba en ella; lloró, le dio una patada al frigorífico, chilló y finalmente vino lo del pescozón. Sus padres terminaron discutiendo entre ellos, diciéndose cosas que no acertaba a entender; se encerraron en la habitación y gritaron durante un buen rato mientras él permanecía en camiseta en el comedor, empezando a sentir frío y con miedo de coger la tablet, que al final de la noche terminó junto a su cargador en la maleta familiar. Sus padres se fueron al amanecer, estaba oscuro todavía. No había ni siquiera coches en la calle cuando su abuelo lo condujo hacia la parada del autobús, y apenas pasó gente mientras lo esperaban. El abuelo llevaba un bolso con su ropa y él una mochila atiborrada que le había preparado su madre recién levantada. Pesaba mucho, y no dejaba de pensar en la cantidad de juguetes que ya no le interesaban que su madre había embutido ahí. El tiempo pasaba lento sin la los juegos de la tablet, sin el rato en el parque de después del colegio. Su madre llamaba a la abuela cada dos por tres y ambas reían, chillaban y daban saltitos, luego hablaba con él y le contaba cosas que no acababa de entender entre gritos, risas y prisas. Aquella noche miraba la televisión en silencio tras cenar las tortitas que le había preparado su abuela. La manta antigua, dura, con el olor acumulado de toda una historia familiar lo envolvía y le daba calor. El abuelo fumaba en el balcón, paseando lentamente y mirando el paisaje como si calculase sus dominios. La tele de los vecinos se oía a través de la pared, estaban viendo lo mismo que ellos, y los anuncios se escuchaban con un ruido doble que le llamaba la atención. En el bloque de enfrente, al otro lado de la estrecha calle, los vecinos miraban la misma cadena también, ya que en su televisión salía el mismo anuncio. Cuando comenzó el programa su abuela le zarandeó y besó presa de los nervios, y acto seguido golpeó la puerta del balcón para que el abuelo regresara mientras gritaba “el concurso, el concurso”. En la pantalla, el público aplaudía y el presentador corría y abría los brazos. De pronto sus padres aparecieron. Papá afeitado y con un peinado nuevo, mamá pintada. Ambos sonriendo con sonrisas desconocidas. Entraron corriendo, de la mano. Hacía tiempo que el niño no los veía cogidos de la mano, y mucho menos corriendo. Se colocaron tras unas pantallas parecidas a su tablet, pero algo más grandes y un poco más delgadas. Saltaron. Dijeron unas palabras como mágicas que sus abuelos repitieron al unísono. Se volvieron hacia el público con los brazos en alto, luego se fueron girando, agachados, hasta unir trasero con trasero y restregarse los culos; finalmente, cambiaron de posición hasta rozarse las narices y palmearse el uno al otro los muslos, sin dejar de menear el culo.