El niño miraba la televisión
sentado en el añoso sofá de la casa de sus abuelos. Tenía puesto el pijama de
“Star Wars” que le había elegido su padre, y combatía el frío que rodeaba la
mesa camilla con una mantita que su abuela le había echado por los hombros.
Llevaba dos días allí porque sus padres habían tenido que viajar a la capital.
Él no comprendía por qué no había podido acompañarles, por qué razón tenían que
ir los dos, y dejarlo solo. Cuando lloró y pataleo ante la noticia de quedarse
al cuidado de los abuelos durante unos días, su madre perdió los nervios y le
dio un pescozón que le estuvo escociendo hasta que se quedó dormido. Cada vez
que lo recordaba, se pasaba la mano instintivamente por la parte posterior de
la cabeza. Ante su insistencia en acompañarles o en que no le dejaran solo, su
padre le llamó egoísta, consentido, caprichoso y algo terminado en “céntrico”. “Soy
céntrico, como el quiosco del tito”, llevaba horas con ganas de decirle a su
abuela, que no hacía más que mirar el reloj. Su madre se tiró de los pelos,
dijo que era una desgraciada, que siempre había sido una desgraciada, que nadie
la quería, que nadie pensaba en ella; lloró, le dio una patada al frigorífico,
chilló y finalmente vino lo del pescozón. Sus padres terminaron discutiendo
entre ellos, diciéndose cosas que no acertaba a entender; se encerraron en la
habitación y gritaron durante un buen rato mientras él permanecía en camiseta
en el comedor, empezando a sentir frío y con miedo de coger la tablet, que al final de la noche terminó
junto a su cargador en la maleta familiar. Sus padres se fueron al amanecer,
estaba oscuro todavía. No había ni siquiera coches en la calle cuando su abuelo
lo condujo hacia la parada del autobús, y apenas pasó gente mientras lo
esperaban. El abuelo llevaba un bolso con su ropa y él una mochila atiborrada que
le había preparado su madre recién levantada. Pesaba mucho, y no dejaba de
pensar en la cantidad de juguetes que ya no le interesaban que su madre había
embutido ahí. El tiempo pasaba lento sin la los juegos de la tablet, sin el rato en el parque de
después del colegio. Su madre llamaba a la abuela cada dos por tres y ambas
reían, chillaban y daban saltitos, luego hablaba con él y le contaba cosas que
no acababa de entender entre gritos, risas y prisas. Aquella noche miraba la
televisión en silencio tras cenar las tortitas que le había preparado su
abuela. La manta antigua, dura, con el olor acumulado de toda una historia
familiar lo envolvía y le daba calor. El abuelo fumaba en el balcón, paseando
lentamente y mirando el paisaje como si calculase sus dominios. La tele de los
vecinos se oía a través de la pared, estaban viendo lo mismo que ellos, y los
anuncios se escuchaban con un ruido doble que le llamaba la atención. En el
bloque de enfrente, al otro lado de la estrecha calle, los vecinos miraban la
misma cadena también, ya que en su televisión salía el mismo anuncio. Cuando
comenzó el programa su abuela le zarandeó y besó presa de los nervios, y acto
seguido golpeó la puerta del balcón para que el abuelo regresara mientras
gritaba “el concurso, el concurso”. En la pantalla, el público aplaudía y el
presentador corría y abría los brazos. De pronto sus padres aparecieron. Papá
afeitado y con un peinado nuevo, mamá pintada. Ambos sonriendo con sonrisas
desconocidas. Entraron corriendo, de la mano. Hacía tiempo que el niño no los
veía cogidos de la mano, y mucho menos corriendo. Se colocaron tras unas
pantallas parecidas a su tablet, pero
algo más grandes y un poco más delgadas. Saltaron. Dijeron unas palabras como
mágicas que sus abuelos repitieron al unísono. Se volvieron hacia el público
con los brazos en alto, luego se fueron girando, agachados, hasta unir trasero
con trasero y restregarse los culos; finalmente, cambiaron de posición hasta
rozarse las narices y palmearse el uno al otro los muslos, sin dejar de menear
el culo.
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