Mostrando entradas con la etiqueta Juanfran molina microrrelatos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Juanfran molina microrrelatos. Mostrar todas las entradas

21 septiembre 2022

EL ESCENARIO

 

Ana observa desde un rincón del patio cómo el maestro acota con tiza, para un último ensayo, la zona donde se situará el escenario de la función de fin de curso. Sus compañeros de clase revolotean a su alrededor, cuchichean y se mofan. Acaban apiñados junto al docente y la miran, la señalan e intentan imitarla. Se ríen de sus soliloquios, de sus ejercicios respiratorios, de sus nervios antes de ensayar. Se burlan de los gestos de su cara, del vuelo de sus manos, de los tonos tan distintos que usa para interpretar. Ella, por su parte, se siente a solo un paso de sus próximos sesenta minutos de libertad.

03 julio 2020

EXCITACIÓN

Al final, a la gente le resulta mucho más excitante imaginar los resultados producidos por lo que prohibiría que por lo que permitiría.

08 junio 2020

EL PARAGUAS


Recuerdo el solar polvoriento y calcinado por el sol. Las huellas de la excavadora todavía se apreciaban en la despanzurrada acera. La cinta de seguridad que acotaba el gran bocado que le habían dado a la calle yacía pisoteada y esparcida por el suelo. Hacía mucho calor esa infernal tarde de agosto; respirábamos tedio en la ciudad desierta. Supongo que eso fue lo que nos animó a adentrarnos en el solar, a pesar de que un solo vistazo desde la acera proporcionaba toda la información necesaria sobre él. Lo que nos empujó a explorar con la punta del pie y las manos en los bolsillos ese nuevo vacío surgido tras la demolición y la retirada de los escombros. Al letargo veraniego le sumaríamos polvo y pasado. Paseamos la mirada sin excesivo interés hasta detenerla en un rincón del fondo, a la altura de lo que sería la primera planta, donde sobrevivía, milagrosamente libre de dentelladas, un resto de la pared alicatada de un cuarto de baño, con una cestita color verde claro colgando de la que sobresalían unos cepillos. Era un colgajo de intimidad que el derribo dejó atrás, quedando allí expuesto impúdicamente. Podíamos sentir latir con tenuidad ese último suspiro vital de lo que sin duda habría sido una firme y constante articulación de vida durante años. Y podíamos notar cómo lo acompañábamos con la mirada hasta el mismo instante de su expiración. Y es que cada nueva mirada que se posara sobre él lo sentiría morir y experimentaría esa sensación de acompañarlo en su postrero aliento. Pura presencia. Puro olvido. También había, aquí y allá, restos de hojas de papel, algún juguete olvidado y un paraguas rojo de publicidad medio oxidado, que a duras penas conseguimos abrir. Estaba rajado por algún sitio, y aún conservaba vestigios de olor a hogar, a ambientador usado con insistencia. Nada servía para nada allí; ni siquiera la hora: unas paralizantes cuatro de la tarde. Todo era silencio, calor y polvo. Nos fuimos calle arriba cargando con una especie de soporífera espera sobre los hombros, pero con la esperanza siempre presente de encontrar algo interesante que nos retuviera y atrasase nuestra vuelta a casa. Tú arrastrabas el paraguas, y me regañaste enfadada cuando lo cogí para abrirlo y protegerme del sol y el pelo se me llenó de tierra. Te daba mucha vergüenza que alguien me viese, así que me lo arrebataste violentamente de entre las manos para tirarlo a un contenedor. Como estabas tan irascible, no me atreví a decirte que al quitármelo me habías hecho un corte en el dedo.

Vencidos y distanciados, decidimos regresar a nuestras casas. Al volver la esquina dijiste tener frío, y yo me reí irónico y vengativo. Miramos al cielo y notamos que se iba oscureciendo como si un dibujante avezado lo colorease apresuradamente. La tarde se fue deshaciendo. Cambió de estación, de época, de mes. Viajó rápidamente muy lejos y volvió llena de sorpresas. Empezó a aparecer gente de la nada que miraba al cielo con estupefacción. El sol desapareció y se levantó un poco de viento. Nos miramos y volvimos corriendo a por el paraguas mientras comenzaba a llover fuerte, muy fuerte. Fue una suerte tenerlo a mano, desde luego. Lo abrimos y eso nos tranquilizó. Excitados ante la nueva situación, anduvimos por las calles mojadas con incredulidad mientras el cielo tronaba. Llovía cada vez más; prácticamente no se veía nada a cuatro metros de distancia. Acurrucados y bien resguardados, recorrimos buena parte de la ciudad bajo la lluvia, esquivando sin demasiado afán los charcos que ya habían empapado nuestras sandalias. Sintiéndonos afortunados de estar ahí, en medio del chaparrón con nuestro paraguas, mientras todos se mojaban. La oscuridad repentina, los coches con las luces encendidas, el traqueteo de los limpiaparabrisas, las prisas sobrevenidas; todo parecía traído desde otro tiempo u otro lugar. Un sueño pasajero y estimulante. Respiramos hondo y gritamos; nos reímos por cualquier cosa. Caminamos por plazas y jardines, deteniéndonos a escuchar cómo el aguacero se colaba en las copas de los árboles generando una sonoridad laberíntica. Así hasta que, agotados, nos sentamos un buen rato en un banco con nuestro paraguas rojo. Disfrutando de la presencia del otro, sintiendo el latido de nuestros corazones, acompasando las respiraciones. Callados, aspirando el olor a tierra mojada, a fin de verano, a nueva perspectiva, a futuro.

Una vez que la tormenta cesó, te acompañé a casa y me fui a la mía llevándome nuestro paraguas. Cuando llegué estaba absolutamente empapado.  

02 junio 2020

EL CUENTO DEL NIÑO JESÚS


Tardé años en crecer, estaba como obstruido. El tiempo pasaba sobre mí y no se traducía en estatura. Notaba cómo mis compañeros aumentaban de tamaño, se estiraban, se iban; empezaban a correr mucho más rápido en el recreo con sus largas y delgadas piernas. Yo los sentía cada vez más lejos; viviendo cosas que solo se dilucidaban ahí arriba, diez o quince centímetros por encima de mí. En ese lugar donde las miradas se cruzaban siempre al mismo nivel. Pasó mucho tiempo, incluso, hasta que pude superar en altura al imponente Niño Jesús del salón. Como pesaba muchísimo, no podía ponerlo de pie ni abrazándolo; así que, para poder medirnos, solía tumbarme a lo largo en el sofá, justo enfrente de él. Entonces volvía sus ojos hacia mí y me miraba largamente desde arriba, con las impecables y duras ondulaciones de su cabello marrón oscuro encuadrando la imperturbable redondez de sus pupilas. Yo le devolvía la mirada, impertérrito, hasta que me quedaba dormido y soñaba que el médico le decía a mi madre que no podría crecer porque mi pelo era de piedra marrón ondulada y su peso me mantendría siempre con la misma estatura. Así fue la cosa hasta que crecí lo suficiente como para olvidarme de su presencia y comprender que el nivel de las miradas se medía de otra manera.

01 junio 2020

EL FILETE


Estaba sentado en la terraza del bar cuando vi aparecer el filete. Me pareció incluso alto, sobresalía del amplísimo plato llano por lo menos cinco centímetros. Era grande, extenso, se antojaba jugoso. Venía rodeado de una generosa guarnición vegetal que ni por asomo hacía sombra a su tamaño. El comensal festejó la llegada y teatralizó una reverencia ante el camarero, que se la devolvió sonriente; se llevó un trozo pequeño de carne a la boca y dio su aprobación, “parece mantequilla”, dijo. Después, tomó un sorbo del vino que le dio a probar un segundo camarero y asintió en silencio. La persona que le acompañaba no pidió nada de comer, tan solo bebía vino en una gran copa y picaba aceitunas. Hacía buen día, estábamos a la sombra y los pájaros cantaban calmos, algo ensimismados. Yo pedí otra cerveza y me dispuse a estudiar la carta plastificada para elegir tapa. Ellos charlaban de política relajadamente, con el ánimo placentero de los que están en todo de acuerdo y se celebran mutuamente mientras aplauden la agudeza del otro. En un momento determinado, el del filete dijo, después de limpiarse cuidadosamente la boca: “De todas formas, esto no puede seguir así. Tenemos la obligación moral de repensar el mundo”.

27 mayo 2020

ALFÉIZAR


Inquieto, espera cada mañana junto al alféizar de la ventana donde se posa, desde hace semanas, el mismo pájaro. La primera vez vinieron dos, pero uno nunca más volvió. Por atraerlo, puso comida sobre la superficie; mas era el pájaro escurridizo de siempre el que picoteaba el grano. Ese que aterriza con estrépito y desaparece caprichoso en cualquier momento, haciendo gala de su libertad de movimiento. Él no es persona de incertidumbres, y ansía la paz de la presencia fiel del pájaro amigo. Así que ha comprado en línea una jaula y ha madrugado para embadurnar de pegamento el alféizar.

02 mayo 2020

09 marzo 2020

21 febrero 2020

TITIRITEROS

Primero te dirán que ha llegado el momento de actuar, que tienes que levantarte y unirte, que hay que dar el paso, que de ti depende cambiar las cosas. Después, una vez que te has levantado y unido, apelarán al diálogo y empezarán a explicarte contra quién debes levantarte, cuándo es el momento propicio y con qué intensidad debes hacerlo.

11 diciembre 2019

LOS PÁJAROS


El pájaro suele mirar con calma, e incluso saludar con su canto, el paso de ese tiempo que se cuela perdiéndose por las breves dimensiones de su jaula. Pero a veces tiembla y es como si, de pronto, un rotundo corazón a flor de piel ocupase la mitad de su cuerpo. ¿Qué rondará, en ese instante, esa cabeza erguida que parece seguir señales que solo ella percibe? Tal vez ningún pájaro sea igual. Unos solo ven barrotes y otros el espacio libre entre ellos: el plan de huida mil veces perfeccionado ante un paisaje banal, solo alterado por la presencia de la mano que, rutinaria, renueva comida y agua o limpia con descuido la celda. Un día todo se trastoca y la jaula rueda violentamente por el suelo. Se escuchan voces y golpes. La jaula se abre y el pájaro, tembloroso y sorprendido, se siente de pronto abandonado o libre. Quizá aterrado, quizá feliz de recuperar su libertad de movimiento.  O acaso todo a la vez.


22 octubre 2019

300


Trescientos soldados aferrados a sus armas cruzaron lentamente sus miradas después de observar absortos y callados los cadáveres despanzurrados. Entre un intenso e indefinible olor, un único pensamiento arrullador brotó como una flor de todo aquel silencio: aquello no debería volver a suceder, pero ninguno era culpable de nada.