22 noviembre 2013

DESPUÉS DEL ESTRUENDO

El niño se bajó de su sillita y anduvo por la parte trasera del vehículo familiar. Estaba hambriento, aburrido y cansado. Con las manitas tanteaba los asientos, acariciaba la piel, manoteaba sobre ella. Apoyaba su cabecita, resoplaba. Se agachó y gateó un poco sobre las alfombrillas, tropezando con algún juguete perdido y un envase de refresco olvidado. Escaló de nuevo al asiento con dificultad y se acomodó en la sillita. Varios minutos después volvió a realizar la misma operación, aunque esta vez terminó por encaramarse a los asientos, poniéndose de pie y recorriéndolos de un lado a otro hasta cansarse. Se sentó en el lado opuesto a su sitio y acercó la cara a la luna trasera. Estaba fría. Pegó la frente al cristal que su respiración empañaba y tuvo que pasarle la mano, como cuando jugaba con su mamá, para poder observar el movimiento. No entendía nada, pero le parecía divertido, le hacía sonreír la turbamulta. Se retiró de la ventanilla y se quedó pensando, mirando al frente. Cuando pensaba se quedaba así, como paralizado, muy concentrado, mirando fijamente en alguna dirección.


Siempre jugaba a tirar de la manija de la puerta del coche, a sabiendas de que siempre estaba cerrada para él. Sin embargo, hoy, al accionarla, la puerta se abrió. Que él recordase, era la primera vez que abría la portezuela por sus propios medios. Le habían dicho “no te muevas de aquí, ahora mismo vengo”, y él había asentido con la cabeza, recibiendo un fuerte beso en la mejilla. A pesar de la prohibición decidió empujarla, y bajó despacio del coche, casi dejándose caer. El aparcamiento estaba lleno de gente, coches y ruido de sirenas. Empezó a caminar lentamente, llamando a su papá, con la seguridad de que aparecería justo donde él estaba en pocos segundos, como de costumbre. Como nadie respondía, dio una vuelta alrededor del coche andando despacio, algo inseguro, apoyándose levemente en la carrocería llena de polvo. Mostraba esos ojos tan abiertos y expectantes de siempre, ansiosos por recibir la vida, las cosas, los colores, los gestos, todo lo que le decían los demás, todas las cosas nuevas de cada día, que casi siempre le hacían reír, aunque alguna vez le asustasen. Sonreía levemente. Ofrecía esa carita confiada que se le ponía cuando veía a sus padres acercarse. Algunos años después supo que su padre murió ese día a causa de su religión. 



Publicado en el nº 184 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a la religión..

21 noviembre 2013

MENSAJE EN UNA BOTELLA (21)



Andanadas rockistas (que dirían los del “eres lo que escuchas” de Radio 3) en el primer álbum de Los Radiadores, tras la publicación de un par de ep’s. Electricidad siempre a flor de piel, entretejida con tesón y tensión, aun en los momentos más reflexivos; con el sabor de su propia combustión y reflejos psicodélicos (“Ha llegado el caos”). Latidos punk con tributo al oscuro psychobilly en “Manual de supervivencia”. Vocación esencial, enérgica, inmediata; solo alterada en la estimulante coda de “La hora de las confesiones”. Canciones con carácter, bien resueltas, confiadas al riff y al juego de las guitarras. Trepadoras que ascienden en busca de estribillos y estrofas luminosas.

Además, Raúl Tamarit, compositor de todo el repertorio de los valencianos, es un letrista que ata cabos y no da puntada sin hilo, esmerándose en contar historias, ofrecer puntos de vista y depositar miradas con calado; sabiendo tirar de metáforas de esas que enseñan los dientes.

20 noviembre 2013

EL OTRO


Mira al otro
despojado de ti
siendo él.
Míralo tanteando
un país desconocido
en su propio laberinto.
Desconfiado.
Tan vulnerable y aislado.
Esperanzado.
Arrastrando una ilusión milenaria
que un día le asaltará,
y una pesada pregunta
a punto de despertar.
Observa el temor
reflejado en su rostro que no actúa,
la mirada hervir en una duda,
su docilidad ante el destino,
el silencio resignado escarbando un camino.
Mira al otro
lejos de ti.
Míralo vivir,
Sentir.
Sé él,

antes de buscarte en él.

15 noviembre 2013

LA REINSERCIÓN DEL MONSTRUO

Fíjate en el día que hace. La mañana es espléndida, tornasolada, incontenible. Parece imposible que pueda resultar tan maravillosa. Todo es como una gran fotografía de colores muy vivos, ¿verdad? Es fabuloso madrugar en verano. Respira hondo, así, fuerte, ¿notas que se aspira una especie de rocío perfumado, pleno de frescura? Sopla un viento ligero que remueve un aire limpio que acaricia, lleno de posibilidades. Mira la luz, el verde tan intenso de los árboles. Posa tu mano sobre la tierra húmeda, esponjosa, fértil; piensa en toda la vida que contiene. Siente la tibieza del sol, tan presente; parece que pudiésemos acurrucarnos en ella. Seguro que el mar hoy estará tranquilo, sosegado, dominando la fuerza inverosímil de su nervio azul. Las flores del parque van a estallar en cualquier momento, en los macizos destaca un color rojo que duele, y su olor embriaga, aturde, invita a cerrar los ojos sin más y dejarse ir ¿No percibes en días así, que la felicidad es como si te tocase?, ¿no tienes la sensación de que puedes empujar al miedo para apartarlo de ti?, ¿no te sientes como si acabase de pasar a tu lado la mujer más hermosa del mundo? Espera impaciente un espléndido atardecer. Acaricia con tu mirada la suave curva de las colinas sobre las que pronto comenzará a arder el crepúsculo, ese continuo deshojar de fuego y miel. Mira, mira el cielo azul intenso, los hilachos de nubes, que parecen a punto de caer sobre ti como una caricia de lana. Observa aquel avión, cómo suena, es increíble la claridad con la que se le ve surcar el cielo; su precisión pasa como una película ante nuestros ojos ¿A que sí?

Piensa en los niños que salen corriendo del colegio, tan confiados; en sus risas y gritos, en su entusiasmo sin freno, en su excitación casi irracional. Explotan en carcajadas cuando tropiezan y caen, se levantan, sacuden sus manitas y continúan corriendo, persiguiéndose; algunos con los brazos hacia atrás como si fuesen aviones o superhéroes. Mira los parques, las redondeadas formas de los columpios, la vegetación que los rodea, la paz de los bancos que poco a poco se van poblando de abuelitos.


Abraza la naturaleza y, sí, la vida también, y olvídate de lo que hemos hecho.



Publicado en el nº 182 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a la felicidad.

13 noviembre 2013

TODO POR UN LIBRO

La editorial Nuevo Inicio (con ese nombrecito, que suena a secta formada por inquietantes miembros que usan guantes blancos), dependiente del Arzobispado de Granada, acaba de publicar el libro “Cásate y sé sumisa”, de la muy católica periodista italiana Constanza Miriano. El título, a no ser que esté absolutamente cargado de ironía -lo cual resulta improbable en este caso-, lo dice todo. No creo, por ello, que haya que perder el tiempo leyéndolo. Dicen que se han decidido a publicarlo porque se trata de un éxito de ventas en Italia, qué bien. A partir de ahora, el arzobispo de Granada va a publicar todos los éxitos de ventas en Italia; a lo mejor nos trae algo bueno, quién sabe. La verdad del caso es que, basándose en su popularidad, han aprovechado la oportunidad para publicar un libro que defiende sin ambages sus tesis machistas y retrógradas. Ese conservadurismo oscuro de habitación mal ventilada que, por norma general, les conviene no reconocer abiertamente. Y lo peor: si alguien con estas opiniones asciende dentro de la jerarquía eclesiástica hasta llegar a arzobispo, parece quedar claro que la postura sobre el asunto de la institución no le anda a la zaga. Y esto es algo alarmante.

Vivimos en un país sensible y comprometido, huelga decirlo. Según las encuestas, permanentemente enfrentado a las injusticias de nuestro tiempo; entre ellas y muy especialmente, el capitalismo salvaje o la influencia de la religión en la vida pública. Pero todo esto es toreo de salón, que es el más tranquilo y completo estéticamente. Pocos son los ciudadanos capaces de vencer la tentación de poner contra las cuerdas a la hora de comprar un bien al vendedor, en caso de conocer que este pasa por dificultades económicas. Y muy pocos los que no levantan la voz si al lado de su vivienda se va a instalar o construir algo susceptible de disminuir su valor de mercado, aunque sea ventajoso para la comunidad. Respecto de la religión católica sucede lo mismo: es un porcentaje relativamente pequeño el que, diciendo vivir ajeno a ella, o incluso postulándose en su contra, da el paso de apartarla definitivamente de su vida, de evitar su presencia en la educación de sus hijos, de restarle peso social. La mayoría todavía cumple rito tras rito por temor a sentirse apartados dentro de la sociedad que les ha tocado vivir, esa que abraza la tradición católica y alimenta el mantenimiento de sus privilegios, en la mayoría de los casos por miedo a ir contra una corriente que sería fácilmente superable con solo un poco de coherencia.


El tema del best-seller publicado por el Arzobispado granadino debería hacer reflexionar muy seriamente a los católicos y, sobre todo, a los que no se declaran como tales o se muestran indiferentes pero siguen el tiralíneas social que marca el catolicismo, dejando a sus hijos al albur de determinadas influencias educativas que pueden lastrar su desarrollo como personas libres, independientes y responsables. Porque, esa es la sociedad que queremos todos para el futuro, ¿no?

07 noviembre 2013

LOU REED HA MUERTO

La primera vez que supe de Lou Reed no tenía ni idea de su infinita influencia, ni de su pasado, ni de su presente. Sostenía en mis manos la portada de “Transformer” mientras escuchaba las canciones más señeras del disco, las cuales pasaron a formar parte de una cinta variada que me estaban preparando. Al escuchar esos temas y ver la guitarra de la portada, lo primero que me vino a la cabeza fue que se trataba de un cantautor eléctrico. Treinta años después de aquella tarde, Lou Reed ha muerto; y en muchas informaciones al respecto ofrecidas por los medios de comunicación, vuelvo a leer titulares que remiten a su condición de poeta y cantautor eléctrico, y señalan como temas señeros algunos de los que me grabaron en aquella casete.

Ante cosas así, me queda una sensación como si algo no se hubiese movido un ápice. Como si esa tarde de mi adolescencia me hubiese zambullido en algo, y no hubiera salido a la superficie hasta esos fatídicos días en que Lou apareció en algunas portadas y telediarios que trasladaban a su público las mismas impresiones apresuradas e ingenuas que yo tuve en su momento. Algo parecido a nadar y nadar para aparecer en el mismo punto.


Cuando me enteré de su fallecimiento lo sentí (la inmensa mayoría de las veces lamento las muertes), y al mismo tiempo pensé que el personaje ya me pillaba un poco lejos. No seguía su carrera, no estaba tan presente como antes. Me equivocaba. Después de leer algunos obituarios y decantarme por evitar una escucha pormenorizada de sus discos (cosa que hubiera hecho durante horas en mis buenos tiempos), me dio por repasar sus elepés, tocarlos, mirar las portadas, recibir su aroma, que inmediatamente me caló por entero. Entonces supe que Lou Reed es inmortal, y que yo proyecto mi parte de esa inmortalidad, al igual que todos los que han escuchado, escuchan, o escucharán con pasión su música. Quiera o no, estará permanentemente vivo en algún rincón, despierto y en forma, presto a manifestarse en cualquier momento, siempre con algo que decir. Con sus contradicciones a cuestas y su cinismo. Con toda la crudeza disonante, el afilado esquema de ansiedad que trasmitía, la urgencia, el vértigo, el peligro que supuraba The Velvet Underground; con esa distancia y ajenidad con el público que marcó toda una manera de ser y actuar de miles de grupos. Con su lucha en solitario durante décadas frente a gigantes que parecían vivir dentro de él. Con su saco de momentos geniales, sus errores, su actitud nada acomodaticia, sus travesías del desierto, caminando siempre hacia delante, borrando incluso su rastro en ocasiones; arriesgando, buscando algo acaso inasible; queriendo retorcer conceptos, desnudarlos. Con la mirada en carne viva buceando entre los resortes más oscuros del amor. 

01 noviembre 2013

BENEFICIOS

Cuando Y se enteró del proyecto de X no daba crédito. Asomado a su balcón, con las manos fuertemente agarradas a la baranda, se dispuso a confirmar incrédulo lo que su mujer le había cotilleado por teléfono mientras trabajaba. La casita vieja de enfrente, la que tenía el patio interior grande con árboles, la que llevaba tantos años abandonada, la de la señora aquella cuyo hijo menor trabajaba en un puesto similar al suyo, estaba siendo demolida. La máquina entraba y salía entre una densa nube de polvo marrón; golpeando, rompiendo, recogiendo, cargando el escombro en camiones. Los operarios colocaban balizas, acordonaban el perímetro. Y estaba tenso,  presa de una indignación salvaje y secreta, de esas que no dejan de implosionar. Imprimía tal fuerza a la barandilla que sus manos palidecían antes de agarrotarse, doloridas. Entró en el saloncito y se sentó suspirando, su esposa pasó veloz a su lado y le recordó que se cortara las uñas.

Y se sintió a partir de entonces como si se hubiera tragado un yunque. El estómago le pesaba, le ardía. Todas las mañanas, al colgar su rebeca azul en la percha de su lugar de trabajo se notaba abatido, como cargando con una extraña sensación de pena que lentificaba sus movimientos. Había desaparecido la ilusión de salir pronto de la oficina, de llegar a buena hora a almorzar, de evitar el atasco. Y llevaba ya tiempo volviendo a casa caminando pensativo. Al introducir la llave en la puerta de su portal advertía la presencia babilónica del emergente edificio blanco, brillante, lechoso, inmaculado, moderno, arquitectónicamente austero, esencial, “heredero del funcionalismo”, como le había dicho el bocazas de su promotor, a quien desde aquel día evitó a toda costa.

Una vez en su casa, se repetía el mismo proceso de todos los días. Entraba silencioso, saludando sin excesivo entusiasmo; comido por la ansiedad, tratando de mostrar una indiferencia absoluta para con el edificio que le miraba tan fijamente. Se sentaba a la mesa dándole la espalda, en el lugar opuesto al que había ocupado los nueve años anteriores. Pero aún así sentía la mirada clavada en su nuca. Poco a poco se iba inflando. Lo veía venir y respiraba, tomando aire de otras conversaciones sin duda más importantes y provechosas, pero no lo conseguía. Una vez hinchado, a punto de reventar, necesitaba desahogarse, por lo que soltaba, con esforzado disimulo, la perorata de siempre. Que si las ventanas del bloque de X eran muy estrechas, que si habría que ver los permisos, que si la cosa tenía toda la pinta de ser el típico caso de corrupción de guante blanco, que si se trataba de una casa de muñecas, que si un pívot de baloncesto se compra un apartamento tendría que hacer lo propio con el de al lado para que le cupiera la otra pierna, etc. La familia asentía y reía sus ocurrencias, y él descansaba por fin.

La construcción del pequeño edificio que X se arriesgó a erigir en la antigua casa de sus padres se encontraba en su tramo final en los albores de la crisis. Como fuera que desde los medios gubernamentales la existencia de esta era negada por activa y por pasiva, y los del banco lo tranquilizaban todas las mañanas, decidió continuar. Una vez terminado la cosa no fue mal del todo, los pisitos se fueron vendiendo, también los trasteros de la planta baja, incluso el coqueto bajo comercial que se ofrecía. X se mudó a uno de los pequeños apartamentos, y al final solo le quedaba uno por vender que, ya con las crisis desenvolviéndose en todo su esplendor, quedó encallado con el cartel de “Se vende, único apartamento disponible”.

X alcanzó a pagar todos los gastos relativos a la construcción, permisos, e impuestos diversos. Según sus cuentas, más o menos, la venta del apartamento restante supondría su beneficio en la operación, descontando el que ya habitaba. La agente inmobiliaria aparecía de tarde en tarde con algún interesado, pero la cosa no marchaba. Todo había caído en un silencio pesado, en un murmullo lóbrego, en un desaliento paralizante. Algunas personas le preguntaban directamente por el precio, pero en las breves conversaciones siempre emergía rutilante la palabra crisis.

Y había cambiado físicamente durante ese año de dolor. Para soltar lastre le había dado por salir a correr por las noches, actividad que le había llevado a perder mucho peso, quedando reducido su habitual rostro blanquecino de eterno bebé mofletudo a algo entre anguloso y enjuto. Su calvicie galopaba, por lo que, con el consentimiento de su señora, decidió afeitarse la cabeza. Refugiado en la esquina de su balcón, con las manos soldadas a la baranda, ahora miraba con delectación todas las tardes el edificio de enfrente. Ya no le aguantaba la mirada, ni se atrevía a clavarle los ojos cuando comía o veía la televisión. Su sombra ya no era esa alargada silueta que se agitaba fantasmagórica en el techo de su habitación mientras trataba de dormir. Ahora era otro triste edificio blanco que amarilleaba con un patético cartel de “se vende” colgando de alguna parte. Una “colmenita funcional” -como él lo llamaba, buscando y encontrando las risas de aprobación de familiares y compañeros de trabajo-, que no había conseguido cumplir las ambiciosas expectativas de su dueño, alguien a todas luces temerario, inexperto en ese tipo de negocios, qué duda cabe.

X había bajado en dos ocasiones el precio del apartamento libre. La agencia inmobiliaria le había sugerido, y algunos posibles compradores exigido, ese gesto como la opción más sensata, teniendo en cuenta que la crisis ahondaba, el paro se incrementaba de manera espectacular y el consumo no levantaba cabeza. Sin embargo, tras esos dos ajustes, los interesados seguían sacando en sus encuentros con él a pasear la palabra crisis, ya convertida en religión, y pasaban a enumerar la cantidad de pisos más grandes que el suyo que se podían encontrar por la ciudad a un precio más económico, dónde va a parar, tenlo en cuenta.


Y había investigado. Había preguntado, calculado, olisqueado en internet hasta que una mañana sus piernas temblaron de emoción ante su descubrimiento. Parecía que se iba a producir una erupción debajo de su silla giratoria. Salió del trabajo con la rebequita azul a medio colocar y volvió a casa notando cómo el corazón golpeaba fuerte contra su pecho. Los latidos le ahogaban. Se sentía rejuvenecer. Tenía ganas de gritar. Aparcó y subió de dos en dos los escalones. Irrumpió en el saloncito y lo soltó sin tiempo para disimular: “He calculado que el precio que X consiga por el apartamento será más o menos su beneficio”. Desde entonces, paciente y satisfecho, cada pocos meses cruza la calle y se acerca, sonriendo y frotándose las manos, a preguntarle a X por el precio; ofreciéndole en cada ocasión una cantidad que lentamente va decreciendo, y acompañando con tragicómica mueca la palabra crisis.



Publicado en el nº 181 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a los beneficios.