Cuando Y se enteró del proyecto de X no daba
crédito. Asomado a su balcón, con las manos fuertemente agarradas a la baranda,
se dispuso a confirmar incrédulo lo que su mujer le había cotilleado por
teléfono mientras trabajaba. La casita vieja de enfrente, la que tenía el patio
interior grande con árboles, la que llevaba tantos años abandonada, la de la
señora aquella cuyo hijo menor trabajaba en un puesto similar al suyo, estaba
siendo demolida. La máquina entraba y salía entre una densa nube de polvo
marrón; golpeando, rompiendo, recogiendo, cargando el escombro en camiones. Los
operarios colocaban balizas, acordonaban el perímetro. Y estaba tenso, presa de una indignación salvaje y secreta,
de esas que no dejan de implosionar. Imprimía tal fuerza a la barandilla que
sus manos palidecían antes de agarrotarse, doloridas. Entró en el saloncito y
se sentó suspirando, su esposa pasó veloz a su lado y le recordó que se cortara
las uñas.
Y se sintió a partir de entonces como si se
hubiera tragado un yunque. El estómago le pesaba, le ardía. Todas las mañanas,
al colgar su rebeca azul en la percha de su lugar de trabajo se notaba abatido,
como cargando con una extraña sensación de pena que lentificaba sus
movimientos. Había desaparecido la ilusión de salir pronto de la oficina, de
llegar a buena hora a almorzar, de evitar el atasco. Y llevaba ya tiempo
volviendo a casa caminando pensativo. Al introducir la llave en la puerta de su
portal advertía la presencia babilónica del emergente edificio blanco,
brillante, lechoso, inmaculado, moderno, arquitectónicamente austero, esencial,
“heredero del funcionalismo”, como le había dicho el bocazas de su promotor, a
quien desde aquel día evitó a toda costa.
Una vez en su casa, se repetía el mismo
proceso de todos los días. Entraba silencioso, saludando sin excesivo
entusiasmo; comido por la ansiedad, tratando de mostrar una indiferencia
absoluta para con el edificio que le miraba tan fijamente. Se sentaba a la mesa
dándole la espalda, en el lugar opuesto al que había ocupado los nueve años
anteriores. Pero aún así sentía la mirada clavada en su nuca. Poco a poco se
iba inflando. Lo veía venir y respiraba, tomando aire de otras conversaciones
sin duda más importantes y provechosas, pero no lo conseguía. Una vez hinchado,
a punto de reventar, necesitaba desahogarse, por lo que soltaba, con esforzado
disimulo, la perorata de siempre. Que si las ventanas del bloque de X eran muy
estrechas, que si habría que ver los permisos, que si la cosa tenía toda la
pinta de ser el típico caso de corrupción de guante blanco, que si se trataba
de una casa de muñecas, que si un pívot de baloncesto se compra un apartamento
tendría que hacer lo propio con el de al lado para que le cupiera la otra
pierna, etc. La familia asentía y reía sus ocurrencias, y él descansaba por
fin.
La construcción del pequeño edificio que X se
arriesgó a erigir en la antigua casa de sus padres se encontraba en su tramo
final en los albores de la crisis. Como fuera que desde los medios gubernamentales
la existencia de esta era negada por activa y por pasiva, y los del banco lo
tranquilizaban todas las mañanas, decidió continuar. Una vez terminado la cosa
no fue mal del todo, los pisitos se fueron vendiendo, también los trasteros de
la planta baja, incluso el coqueto bajo comercial que se ofrecía. X se mudó a
uno de los pequeños apartamentos, y al final solo le quedaba uno por vender
que, ya con las crisis desenvolviéndose en todo su esplendor, quedó encallado
con el cartel de “Se vende, único apartamento disponible”.
X alcanzó a pagar todos los gastos relativos
a la construcción, permisos, e impuestos diversos. Según sus cuentas, más o
menos, la venta del apartamento restante supondría su beneficio en la
operación, descontando el que ya habitaba. La agente inmobiliaria aparecía de
tarde en tarde con algún interesado, pero la cosa no marchaba. Todo había caído
en un silencio pesado, en un murmullo lóbrego, en un desaliento paralizante.
Algunas personas le preguntaban directamente por el precio, pero en las breves
conversaciones siempre emergía rutilante la palabra crisis.
Y había cambiado físicamente durante ese año
de dolor. Para soltar lastre le había dado por salir a correr por las noches,
actividad que le había llevado a perder mucho peso, quedando reducido su
habitual rostro blanquecino de eterno bebé mofletudo a algo entre anguloso y
enjuto. Su calvicie galopaba, por lo que, con el consentimiento de su señora,
decidió afeitarse la cabeza. Refugiado en la esquina de su balcón, con las
manos soldadas a la baranda, ahora miraba con delectación todas las tardes el
edificio de enfrente. Ya no le aguantaba la mirada, ni se atrevía a clavarle
los ojos cuando comía o veía la televisión. Su sombra ya no era esa alargada
silueta que se agitaba fantasmagórica en el techo de su habitación mientras
trataba de dormir. Ahora era otro triste edificio blanco que amarilleaba con un
patético cartel de “se vende” colgando de alguna parte. Una “colmenita
funcional” -como él lo llamaba, buscando y encontrando las risas de aprobación
de familiares y compañeros de trabajo-, que no había conseguido cumplir las ambiciosas
expectativas de su dueño, alguien a todas luces temerario, inexperto en ese
tipo de negocios, qué duda cabe.
X había bajado en dos ocasiones el precio del
apartamento libre. La agencia inmobiliaria le había sugerido, y algunos
posibles compradores exigido, ese gesto como la opción más sensata, teniendo en
cuenta que la crisis ahondaba, el paro se incrementaba de manera espectacular y
el consumo no levantaba cabeza. Sin embargo, tras esos dos ajustes, los
interesados seguían sacando en sus encuentros con él a pasear la palabra
crisis, ya convertida en religión, y pasaban a enumerar la cantidad de pisos
más grandes que el suyo que se podían encontrar por la ciudad a un precio más
económico, dónde va a parar, tenlo en cuenta.
Y había investigado. Había preguntado,
calculado, olisqueado en internet hasta que una mañana sus piernas temblaron de
emoción ante su descubrimiento. Parecía que se iba a producir una erupción
debajo de su silla giratoria. Salió del trabajo con la rebequita azul a medio
colocar y volvió a casa notando cómo el corazón golpeaba fuerte contra su
pecho. Los latidos le ahogaban. Se sentía rejuvenecer. Tenía ganas de gritar.
Aparcó y subió de dos en dos los escalones. Irrumpió en el saloncito y lo soltó
sin tiempo para disimular: “He calculado que el precio que X consiga por el
apartamento será más o menos su beneficio”. Desde entonces, paciente y
satisfecho, cada pocos meses cruza la calle y se acerca, sonriendo y frotándose las manos, a preguntarle a X por el precio; ofreciéndole en cada
ocasión una cantidad que lentamente va decreciendo, y acompañando con
tragicómica mueca la palabra crisis.
Publicado en el nº 181 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a los beneficios.
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