La primera vez que supe de Lou Reed no tenía ni idea de su
infinita influencia, ni de su pasado, ni de su presente. Sostenía en mis manos
la portada de “Transformer” mientras
escuchaba las canciones más señeras del disco, las cuales pasaron a formar
parte de una cinta variada que me estaban preparando. Al escuchar esos temas y
ver la guitarra de la portada, lo primero que me vino a la cabeza fue que se
trataba de un cantautor eléctrico. Treinta años después de aquella tarde, Lou
Reed ha muerto; y en muchas informaciones al respecto ofrecidas por los medios
de comunicación, vuelvo a leer titulares que remiten a su condición de poeta y
cantautor eléctrico, y señalan como temas señeros algunos de los que me
grabaron en aquella casete.
Ante cosas así, me queda una sensación como
si algo no se hubiese movido un ápice. Como si esa tarde de mi adolescencia me
hubiese zambullido en algo, y no hubiera salido a la superficie hasta esos
fatídicos días en que Lou apareció en algunas portadas y telediarios que
trasladaban a su público las mismas impresiones apresuradas e ingenuas que yo
tuve en su momento. Algo parecido a nadar y nadar para aparecer en el mismo
punto.
Cuando me enteré de su fallecimiento lo sentí
(la inmensa mayoría de las veces lamento las muertes), y al mismo tiempo pensé
que el personaje ya me pillaba un poco lejos. No seguía su carrera, no estaba
tan presente como antes. Me equivocaba. Después de leer algunos obituarios y
decantarme por evitar una escucha pormenorizada de sus discos (cosa que hubiera
hecho durante horas en mis buenos tiempos), me dio por repasar sus elepés,
tocarlos, mirar las portadas, recibir su aroma, que inmediatamente me caló por
entero. Entonces supe que Lou Reed es inmortal, y que yo proyecto mi parte de
esa inmortalidad, al igual que todos los que han escuchado, escuchan, o
escucharán con pasión su música. Quiera o no, estará permanentemente vivo en algún
rincón, despierto y en forma, presto a manifestarse en cualquier momento,
siempre con algo que decir. Con sus contradicciones a cuestas y su cinismo. Con
toda la crudeza disonante, el afilado esquema de ansiedad que trasmitía, la
urgencia, el vértigo, el peligro que supuraba The Velvet Underground; con esa distancia y ajenidad con el público
que marcó toda una manera de ser y actuar de miles de grupos. Con su lucha en
solitario durante décadas frente a gigantes que parecían vivir dentro de él. Con
su saco de momentos geniales, sus errores, su actitud nada acomodaticia, sus
travesías del desierto, caminando siempre hacia delante, borrando incluso su
rastro en ocasiones; arriesgando, buscando algo acaso inasible; queriendo retorcer
conceptos, desnudarlos. Con la mirada en carne viva buceando entre los resortes
más oscuros del amor.
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