25 abril 2021

MENSAJE EN UNA BOTELLA (60)


Juan Cano Pereira “Los niños de las caras” (Pigmalión, 2020)

 

Echar mano de la memoria como material literario es un trabajo arduo y complejo, sobre todo cuando, como es el caso, ese recorrido por el pasado está muy alejado de cualquier tentación de autocomplacencia. Junto al arrojo y la meticulosidad desarrollados en “Los niños de las caras”, es conveniente destacar que, generalmente, los aconteceres contados por las personas que los vivieron tienen un valor intrínseco insustituible; una mirada más sincera, limpia y directa; ajena a artificiosidades y componendas estéticas. Por tanto, nadie mejor para narrar la peripecia de todo lo que supuso para Bélmez de la Moraleda la aparición de las famosas caras, que uno de esos niños que vivieron todo el proceso en primera persona y crecieron bajo su influjo. Contar con un escritor de este calibre entre ese grupo de chiquillos que nos miran desde la portada del libro, ofrece un punto de vista único. Y es que difícilmente podrá encontrarse en el futuro una mirada tan completa, cercana, honesta y humana como la expuesta por el autor a la hora de abordar este asunto y sus derivaciones.




 

Juan Cano consigue que el lector le acompañe con vivo interés por este trepidante recorrido histórico y vital, por momentos tan confesional. Afortunadamente, no ha jugado la baza de intentar fabricar una ambientación específica entre los contornos borrosos de la memoria. Antes de forzar su propuesta, ha sabido extraer la magia intrínseca que late en esta historia que es la suya, tan distinta a todas las demás y a la vez tan parecida. Ha liberado sus diversas ramificaciones y dejado fluir la intensidad que guarda cada anécdota, cada acontecimiento, cada circunstancia. Dota del suficiente relieve a los personajes y recrea las situaciones con ritmo y buen pulso, sin estancamientos, haciendo gala de una prosa tan afilada y punzante como cautivadora. No es literatura de aguachirle, es valiente, dispuesta a incomodar, llegado el caso. Muy alejada del anecdotario superficial y la autoindulgencia localista. El lector (independientemente del nivel de conocimiento o incluso del interés que le suscite el fenómeno paranormal en sí mismo) cae en la fascinación sin sentirse ni pastoreado ni dirigido. Sin faltar al rigor, una profusa documentación y un amplio manejo de datos hacen convivir con amenidad y sin estridencias la novela iniciática y la aventura vital e íntima, con la agilidad de la crónica y el lúcido análisis socio-económico y político. Cano despliega para esta urdimbre, largamente meditada y sedimentada, una sabia manera de marcar los tiempos y de alternar los escenarios. Baraja con naturalidad lo onírico con lo descarnado, y su poder de evocación siempre desemboca en la reflexión. Todo está relacionado y bien cohesionado. Con un lenguaje utilizado con esmero, las descripciones son precisas y la ambientación te introduce hábilmente en el centro del relato. La ironía, y una ternura no condescendiente, conviven con la realidad más áspera en esta epopeya consistente en el reencuentro sin volver la mirada con todos lo que uno ha sido y con una parte crucial de la historia de su lugar de nacimiento.




 

Un relato, en definitiva, enjundioso, ilustrativo, generacional; que explora también, con apuntes interesantes, ese juego de espejismos que supuso el viaje de la nada al todo tecnológico que una generación de españoles experimentó en primera persona. Ese inopinado cambio de velocidades que tantos hemos vivido mientras nos quedábamos esperando en vano la aparición de la alfombra voladora que nos trasladaría al futuro deseado.