27 septiembre 2013

RETRATO TORCIDO DEL CAMALEÓN

Él recuerda, tratando de amasar un alarde de ingenio, que la cola del camaleón ya parecía colgar de un sueño, de un objetivo definido, cuando sonreía quedamente y levantaba su copa, cuando se le echaba el brazo por encima y daba la impresión de estar pensando en otra cosa; o cuando ofrecía su ayuda, generalmente sin la debida insistencia. Era como si flotara en el aire, añade. Ella le reprocha, irónica, que últimamente tiene salidas demasiado poéticas, pero señala, y es un dato científico, que sí que es verdad que el camaleón nunca aparecía en el centro de las fotos, siempre a un lado, un poco distante, y se apresura a subrayar que no se quiso disfrazar de enfermera cuando todos lo hicieron en aquel carnaval. Pero se hartó de hacer fotos, añade él malicioso, entrecerrando los ojos. Ella tuerce un poco el gesto, enterrando una sonrisa franca.

Los vasos tintinean y ambos fuman, sentados frente a frente, calibrando en silencio la madurez imparable que fermenta en el rostro del otro. El volumen de la televisión está demasiado alto, como siempre, parcheando el murmullo del tiempo, y el camarero que tendría que reponer sus bebidas parece encontrarse a muchos kilómetros de su mesa, remando trabajosamente sobre un mar de cabezas.

Él entrelaza las palmas de las manos sobre su cabeza y retoma el tema animándose por momentos, rememorando las reuniones y las manifestaciones; sí, él no se lanzaba realmente, no vociferaba sin cuartel, ni daba puntada sin hilo; nunca llevaba las pancartas o banderas más estridentes, y durante mucho tiempo anduvo por la zona media, solo o acompañado de su pareja de aquella época, dejándose ver, dejándose ir. Se dedicaba a ser el consejero y a veces portavoz de los que estaban en primera línea. Sí, lo llevamos entre todos en volandas, se lamenta ella, no lo detuvieron como a ti, vuelve a reprochar cansada, con ajados ojos maternales, ni alcanzó merecida fama de excéntrico, apuntilla sardónica.

Él desaparece en el baño ayudándose de la mesa para levantarse y ella suspira, para un segundo después ponerse a pensar en el camaleón. Esos pensamientos en soledad eran un lujo, el secreto e inefable placer de relamerse en un rincón sombrío, reconstruyendo las derrotas, las ocasiones perdidas; aquel breve espacio de tiempo soleado inmediatamente anterior a la claridad desvaída. Siempre había visto al camaleón, a todos aquellos camaleones que pululaban alrededor de la vibrante actualidad, vigilándola, acechándola, como vehículos de futuro, como potenciales oportunidades de salir de allí en dirección a desconocidas posibilidades. A ella nunca la engañaron: solo ellos y su taimada mirada, los suaves cambios de color que ya ensayaban, parecían avistar un camino desbrozado, un horizonte luminoso sobre las cabezas de todos; aquellas cabecitas humeantes llenas de ilusiones y certezas trufadas de incertidumbre. Ella supo, se dijo mientras él regresaba parloteando a su asiento, que sus cerebros y emociones no quedarían chamuscados como los de tantos que se quedaron en la línea de salida tanteándose aterrorizados los bolsillos; los camaleones tocarían el cielo y, en caso de arder, arderían de una y definitiva vez.

Las palabras de él comenzaron a avanzar cuesta arriba para entrar en los oídos de ella, que ya había aterrizado sobre el panorama del resto de una caña de cerveza sin alcohol en vaso corto y un servilletero con dedos señalados. Él todavía se preguntaba cómo se las podía arreglar el camaleón para estar siempre en la retaguardia y golpear con su presencia en primera fila solo en momentos en los que nada había que perder, solo ganar. Le parecía un púgil habilísimo, un estilista sobre el cuadrilátero. Ella ríe por primera vez en todo el día, sorprendida del símil boxístico, y le pregunta si recuerda cuánto odiaban en sus tiempos ese maldito deporte, tan violento y propagandístico. Él entonces suelta a viva voz una retahíla de innecesarios datos sobre boxeadores míticos, y ella se oscurece levemente al descubrir otra mentira más, de esas que con los años van brotando por los rincones del hogar común como regalos temidos e inevitables.

Ella retoma su habitual suspiro y se dirige a la barra a pagar, está segura de que el camarero quedará para siempre atrapado en el lado opuesto del bar. Aún se mueve con la ligereza de una pluma, piensa él, enterrando el piropo mientras juega con las llaves y se recuesta en su pensamiento. Se abraza a aquel camaleón baqueteado por la vida pero aún firme. La clave de todo su andamiaje consiste en que nadie lo descubra, elucubra. Mantener el barco a flote y la velocidad de crucero, con la sonrisa ingenua y el gesto sorprendido de siempre ante las incongruencias y contradicciones que la vida va colocando a su paso. Continuar pareciendo aguerrido ante las injusticias sin demasiada hostilidad, siendo afable y cálido en el trato, chispeante y espontáneo en las respuestas. Conservar la emotividad en el gesto, tratándose de un ser cada vez más frío. Seguir estando rodeado de culpables y solo él reconocer y salvar a los inocentes.


Se levantó algo mareado y se acercó a la barra para ocupar un lugar junto a ella. Los dos miraron en dirección a la televisión para ver al camaleón recibir otra salva de aplausos.



Publicado en el nº 176 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a los camaleones.

22 septiembre 2013

ADIÓS, BARBIE FORZADA

Después de leer el estomagante artículo “¡Mi bolso!”, publicado por Edurne Uriarte en la revista “Mujerhoy.com”, lo primero que me viene a la cabeza es que se trata de un inmenso error estratégico por su parte, dado el marcaje que sufre. A mí, Edurne, antigua miembro de la ejecutiva del PSE y profesora universitaria amenazada por ETA; la cual creo que llegó a sufrir incluso un intento de atentado, no me caía mal. Ahora me cae peor, no por haber puesto tierra de por medio con un PSOE turbio y ambiguo tanto en cuestiones de relación con el entorno etarra como en su idea de España; ni siquiera por acercar sus posturas a las del PP, sino por ejercer en su faceta de articulista y tertuliana un seguidismo vergonzante y a veces casi forzado de la línea trazada por el gobierno actual. La politóloga estoica de antigua sensibilidad progresista, que parece conducir su criterio con el único fin de no coincidir nunca con la izquierda, denota en la actualidad un pensamiento desactivado, acrítico y atrofiado. Tan previsible como el de la mayoría de sus compañeros de oficio tertuliano, los cuales demuestran cada día más no tener opinión, sino oficio.

El artículo en cuestión me parece un tanto artificioso en su inabarcable frivolidad, ya que no creo que ésta sea la verdadera Edurne, por mucho que le gusten los bolsos y los complementos. Simplemente saca el estridente tono pijo y falsamente desenfadado que conviene a esta colaboración, la cual imagino pasará a engrosar mensualmente su abultada soldada.

De cualquier forma, es realmente vomitivo (y sobre todo revelador) que alguien cuyo trabajo consiste en observar día tras día una realidad compleja y durísima para reflexionar sobre ella, cambie tan fácilmente de registro y se dedique, con una brutal falta de sensibilidad y empatía por los demás, a hacer alarde (en un momento como éste), de su poderío económico y el de sus amigos, y de una posición de superioridad capaz de permitirle perdonar la vida a un camarero que ha cometido una torpeza al servirla.


Pocas veces estoy de acuerdo con ella, pero a partir de ahora eso carecerá de importancia, ya que simplemente no volveré a creerla. Adiós, Barbie Forzada.




Artículo de Edurne Uriarte

20 septiembre 2013

GIBRALTAR

Desde muy pequeña le había parecido una palabra misteriosa. “Gibraltar”, susurraba cuando la escuchaba en la televisión o en boca de los mayores. Era como uno de esos regalos inesperados que aparecen de tarde en tarde: cuando estaba a punto de olvidarla alguien la pronunciaba y así volvía a sus labios por una temporada.

Un día le preguntó a su abuela cómo era aquel sitio, y ésta le respondió, tras dudar un poco, que dependía, que a veces parecía muy grande y otras muy pequeño. La verdad es que en el mapa sí que resultaba minúsculo. Acaso un lugar mágico, al igual que otros de significado enigmático para ella que por todos eran mencionados. Como La República, país con una bandera muy bonita que ella nunca acertaba a encontrar en su atlas; hasta que acertó a comprender que, según le explicaron, era el nombre que muchos querían ponerle a España.

Generalmente la imaginaba como una montaña puntiaguda, con una puerta chiquitita; otras, puede que por asociación de ideas, como un perfecto triángulo, o quizá un diamante tallado que no dejaba nunca de brillar.


Su abuela tenía razón, durante largos períodos nadie hablaba de ella, se convertía en una cabeza de alfiler, una mota de polvo casi perdida en el mapa, y en otros momentos crecía y crecía hasta ocupar media España. Entonces se mostraba ante sus ojos infestada de monos y de coches que avanzaban muy lentamente; plagada de empresas; inundada de lanchas, de cartones de tabaco, de cosas caras y difíciles de encontrar puestas al alcance de la mano, de banderas al viento, de verjas, de policías. En esas ocasiones se transformaba en algo pesado y metálico en sus labios, con un cierto regusto ferruginoso; la agobiaba, y unas veces la escupía y otras optaba por tragársela. Se volvía tensa y agresiva, encendía los rostros en la tele y provocaba manoteos y gestos chulescos; sonrisas como aquellas con las que los gamberros del cole fanfarroneaban en el recreo. Pronunciarla entonces era como subir unos escalones muy altos: GI-BRAL-TAR. Le resultaba tan fatigosa que, estando un día en casa con su atlas, mientras recorría el contorno de la península ibérica, notó un impulso al sentirla cerca y decidió taparla con un trazo firme.



Publicado en el nº 175 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a Gibraltar.

18 septiembre 2013

MICRORRELATO (10): CARETAS

“Creo que ha llegado el momento de quitarse la careta”, se dijo mientras sostenía la siguiente en la otra mano.




Texto incluido en el libro de relatos de Juanfran Molina "Ciclorama".

13 septiembre 2013

LA PUERTA

Era un antes y un después, un todo o nada clavado en la garganta, otro momento cumbre, o al menos ésa era mi impresión. Yo venía de algún mundo, de otra situación, tan precaria y amarga como todas las anteriores, supongo, y tras ella me esperaba algo distinto, nuevo. Una posibilidad, un secreto deseo por cumplirse: otra pompa de jabón gigante. Imagino que algo mejor, de cualquier forma.

Recuerdo que la estrellada noche veraniega enmarcaba la puerta que me disponía a franquear. Era alta, parecía una sola e inabarcable pieza de madera, rodeada de grandes piedras irregularmente colocadas, que daban la sensación de formar parte de algo sólido e imperturbable, de nacer de una pared tan firmemente anclada a la tierra que era una caprichosa elevación de la misma. Un mundo compacto cargado de años, de esperas, de azares y trasiego. De la envejecida madera emanaba un tenue e indefinible olor que temblaba ligeramente en el aire; parecía contener el sonido de todos los grillos, y atraer el único rayo de luna. Tenía grabados extraños dibujos, palabras, símbolos.


Después hice lo de siempre: vivir deprisa con los ojos cerrados para olvidar, ir colmándolo todo de nuevos recuerdos que rebosaban el agujero para amortiguar su ruido, sus imágenes; hasta hacer desaparecer su efecto astringente y burbujeante. Por eso, cuando ante cualquier tesitura con frecuencia me asalta aquella noche, solo aparece ante mis ojos la puerta: cerrada, dejando escapar un hilo de luz, elevándose, alejándose, disponiendo sus símbolos con un significado posible o emborronándolos. Tratando de decirme algo que no logro comprender.



Publicado en el nº 174 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado al olvido..


05 septiembre 2013

CACHORROS

De vez en cuando, a la gente le da por exigir que los políticos cuenten con una carrera profesional previa o paralela a su dedicación a la política. Hay quien piensa que el desempeño de una actividad distinta les daría una perspectiva más amplia y rica de la sociedad a la que quieren dedicar sus esfuerzos. Los hay peores, que rozan lo cursi, relacionando el hecho de haber desarrollado un trabajo, una vocación con anterioridad, con la madurez, la ilusión y la capacidad de esfuerzo e incluso de sacrificio exigibles para trabajar por sus conciudadanos desde la política.

Todo esto son bobadas, desde luego. ¿Para qué necesita un político, incrustado en esta partitocracia tan estable, estar preparado intelectualmente?, ¿Van a ser él mismo alguna vez? ¿Para qué la formación, sino para adornar el currículo y tratar de arañar algún voto, poniéndose estupendo en las entrevistas?

Una persona sólidamente preparada, con criterios propios, tarde o temprano debe sentirse incómoda dentro de una política envasada al vacío donde la dedicación, el desarrollo de ideas y la rigurosidad solo tienen sitio en intersticios recónditos, alejados de los centros de poder, y en momentos muy concretos. Para el pensamiento y la creatividad teóricamente están los asesores y expertos, opiniones a sueldo siempre secundarias ante la mezquindad de turno.


En un país donde los partidos confunden con total naturalidad los intereses que les son propios con los generales, convirtiéndose en monstruosos vasos comunicantes con la administración pública sobre la que en cada momento ponen sus zarpas, lo necesario son los llamados cachorros del partido. Gente crecida a su sombra,  formada desde su juventud en el circunloquio y el lenguaje huero de la política más previsible, criada en su bazar de tópicos y demagogias. Conspiradores diarios. Pilotos automáticos acostumbrados a vivir dentro de una cadena de lealtades. Manipuladores de una realidad que hace mucho desapareció de su horizonte. Rostros impenetrables. Personas que atacan al contrario con una sonrisa; que mienten sin pestañear; que se dirigen al pueblo con el tono paternalista de quien se sabe miembro de una estructura de poder infranqueable;  que hacen cada cierto tiempo eso tan horrible de defenderse de sus tropelías culpando al de enfrente de haber hecho lo mismo con anterioridad, reconociendo implícitamente la impunidad real de su actuación política, obviando cualquier atisbo de rectificación o enmienda.