03 abril 2006

¡AHÍ ESTÁ PAPÁ!

Mi padre era público profesional, habrá quien no lo crea, pero es así. Al cabo de los años, mis recuerdos de él siempre pasan por la pequeña pantalla y la expresión histérica de mi madre: “¡Ahí está papá!”. Lo consiguió por casualidad. El día que le dio por llamar a un programa para asistir como público encandiló al director con su rostro ajado, ensombrecido por recia barba, los ojos crédulos, su sonrisa a destiempo y aquellos ademanes de torpe determinación; su bravuconería impostada. Era verano y llevaba una camiseta de propaganda algo ceñida, los pelos de los brazos escapaban de las mangas.
Yo tenía cinco años cuando dejó su ocupación habitual y comenzó a aparecer en varios programas semanales: “Las 24 horas de sevillanas” de Canal Sur y otros. Se especializó en el “primer chasquido” como él le decía a mi madre por teléfono en sus cada vez más prolongadas ausencias, para “romper el hielo”. Cuando en el programa dedicado a las jóvenes promesas de cualquier cosa se oiga un primer y seco aplauso mi madre me zarandeaba: “¡Ahí está papá!”.
Su precisión llegó a tal punto que sustituyó en esas labores al regidor. Como buen subalterno siempre salía al quite si a un niño le daba por llorar en mitad de una actuación, un miembro del jurado borracho balbucía demasiado o un colega de profesión de inferior nivel reclamaba su bocadillo. “Tienes olfato”, le contaba a mi madre que le dijeron en la tele, mientras ésta ordenaba su abultada colección de autógrafos.
Los amigos que le acompañaron las primeras veces ya no fueron más. Se quedó solo, así que reclutó a mi madre. A partir de entonces comencé a ver los programas en casa de mi abuela, ya nadie me avisaba “¡Ahí está papá!”, ella se dormía a las primeras de cambio y las panorámicas del público eran escasas. Él nunca estaba en los planos fijos de cámara, ya que temían que lo reconociesen de tanto que salía; según me dijo mi madre mucho después lo solían disfrazar, le ponían bigotes, barbas, le pintaban el pelo, le colocaban extensiones, y a ella le sugirieron que no volviera tras unos cuantos programas. Su legendario primer chasquido merecía ese sacrificio. Mamá sufrió por aquello, también le tiraba la vida “artística”, pero supo mantenerse en un digno segundo plano.
Las televisiones privadas supusieron un punto de inflexión definitivo en nuestras vidas. La televisión autonómica sufrió un ataque de conciencia que se tradujo en dos meses sin programas de “variedades en general” como decía papá eructando levemente desde su trono en la cabecera de la mesa. En atención a sus servicios y fidelidad sólo se les ocurrió ofrecerle aparecer de público silencioso en algún programa de debate, o en retransmisiones de partidos de alevines. Incluso le sugirieron que volviera a llevar a mamá y a mí mismo. Se negó, claro.
A pesar de todo, gracias a esa cadena conoció a su representante y posterior amante, ella lo llevó a las nubes: Madrid. Público profesional en programas de toda índole. Madrid. Entre ambos consiguieron colocar bien su legendario chasquido, ese primer aplauso atronaba en nuestros corazones cuando veíamos los programas a todo volumen después de cenar. “Ahí está papá”, susurraba mi madre, pobrecita.
La primera vez que vino de Madrid lo notamos distante, todo comenzaba a desmoronarse. Traía un traje a medida y estaba bien afeitado, yo tenía ya casi siete años. El me llevaba de la mano por las soleadas calles del pueblo y yo notaba su palma excepcionalmente suave, bruñida. Me sentía conectado a un poderoso instrumento, a una pieza relevante del engranaje televisivo de nuestro país. Mi madre me dijo que se las cuidaban con cremas especiales y las metía en agua con sales. Había cambiado, fumaba distraído mirando al infinito y limándose las uñas, sonreía para sí, evitaba los palillos de dientes, no le llegamos a ver aquellas amarillentas piezas dentales. Asentía distante los comentarios de amigos y familiares, y reía quedamente ante el unánime reconocimiento de su genio. El lunes por la mañana vino a recogerlo su “equipo de management”, como me dijo él al despedirse. Nunca más vino ni llamó.
Los primeros meses lo pasé mal, a veces soñaba que él me despertaba con su magnífico chasquido para ir al colegio, situado sonriente a los pies de mi cama, o que aplaudía con golpes secos y potentes mientras mamá bailaba enloquecida a su alrededor. Mi madre jamás volvió a decir “Ahí está papá”, y yo evitaba decir a los otros niños que mi padre era “público profesional”.
Las teles privadas eran coloristas y modernas, que duda cabe, todo era una fiesta y ni se molestaban en esconderlo. Su chasquido permanecía, yo lo captaba en seguida, a veces me latía el corazón más rápido, pero terminé por acostumbrarme.
Avanzó, asentó su carrera (todos sabemos que lo difícil es mantenerse). Su versatilidad le ayudó. Aplaudía, sostenía pancartas de apoyo a participantes en programas del corazón mientras daba saltitos, increpaba y juraba botando en su asiento, llamaba a programas, insultaba y amenazaba. Yo por mi parte crecí y le perdí la pista, y como las teles privadas se aferraron fuertemente a su perversa niñez, las dejé de ver. Sólo, alguna vez, creo escuchar ese chasquido de lejos, como en sueños.

2 comentarios :

ژ ژ gallo dijo...

Idéntico formato. Autobiografía. Salú,
jjg

Francisco Peña dijo...

Magnífico!, me ha encantado, Juanfran. Ciudad Jardín te ha poseido mientras escribías este relato???