Me gusta mirarte cuando bajas la rampa con el cigarrillo
colgando entre dedos nerviosos coronados por uñas rojo fuerte. Avanzas a pasos
pequeños, apoyándote en la pared para no
resbalarte con los tacones. Pareces una muñequita apurada por el limitado movimiento
de tu apretado vaquero rosa. Me gusta mirarte y que me mires. Vas gritándole
cosas a tu hijo mientras te colocas el cigarro entre los labios y levantas la palma
de tu mano derecha con firmeza. Le has dicho bien claro que se va a enterar.
Estás sofocada, una llamarada violenta atraviesa tu cabello rubio, tan rubio. Te
aproximas decidida, ofuscada y vengativa por el poco caso que el niño te ha
hecho delante de tus amistades. Me gusta mirarte, sostener tu mirada. Me siento
poderoso en ese instante de pulso de miradas. Poderoso por primera vez en mi
vida, ya que mi mirada te amortigua, ralentiza tu arrebatada y liberadora decisión
de cruzarle la cara de un bofetón. Mi mirada se mantiene firme y por fin te
detiene, te para en seco, te congela. Sólo pareces respirar a través de esos
ojos que van del niño a mí y de mí al niño cargados de reproche, odio y
sorpresa. Mi mirada te ha hecho recomenzar en esta espléndida mañana primaveral,
tras tantos días de lluvia. Por fin, me echas un último vistazo y desapareces
rampa arriba; arrastrando indecisa, como recién despertada de un sueño, a tu
hijo del brazo.
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