Cuando le comunicaron el despido,
aunque ya se lo barruntaba, le sobrevino una suerte de indignación en forma de desaparición
del aliento, de frío oleaje, de brumoso hormigueo desde las puntas de los dedos
de los pies. La primera reacción, antes de materializarse del todo, se volvió
blanda, se deshizo entre las manos. La cara de su superior se difuminó. Las nuevas ideas que manejaba sobre algunas de
sus funciones se precipitaron, tratando de tirar de él, a un pozo insondable.
Desde ese vórtice de precariedad, sintiéndose de pronto absurdo y vencido, optó
por tratar de recomponer su licuado orgullo, por cerrar los puños para forzar una
leve sonrisa acompañada de cabeceo que quiso ser saeta sin conseguirlo. Salió
del despacho del director y advirtió por primera vez, al mirar las caras de sus
ya ex – compañeros, el fondo que se ocultaba tras sus caretas, que en ese
momento se le aparecieron transparentes, plásticas, dúctiles, casi líquidas:
vio indiferencia, aburrimiento, alivio, satisfacción. También dejó de oír, sólo
notaba un fuerte zumbido. Se había creado un campo magnético a su alrededor de
pesados suspiros. Se sentía empequeñecido, señalado, como introducido de pronto
dentro de una botella. Dudaba si al avanzar sus pies responderían. Realmente no
estaba seguro de poder dar una orden más en su vida, ya fuese a su mano o a
alguno de sus hijos. Desde el fondo de su botella, todo parecía estar unos
centímetros más lejos que antes, en un ángulo nuevo y extraño, como en el fondo
del mar, de un mar inmóvil. Dijo “nos vemos” y salió a la calle. Evitó
estrechar manos y escuchar lamentos, probablemente no habría podido oírlos.
Tenía ganas de vomitar y el
zumbido persistía. Conducía mecánicamente su modelo TH1 recién adquirido. Agradecía
esa cualidad mecánica, si tuviese que pensar cada paso que daba en la
conducción se hubiese quedado bloqueado, con la frente sobre el volante de
cuero. El círculo rojo del semáforo era enorme, aumentaba y disminuía
lentamente mientras la radio anunciaba un crecimiento para el próximo año de un
4%. Un ejército de universitarios voluntarios de camiseta amarilla repartía
globos en una campaña a favor del reciclaje de las basuras. A los hijos de
inmigrantes extranjeros les daban dos y una palmada en la cabeza, antes de
seguir con su labor.
Para su sorpresa, se encontró estacionado
junto a la acera de su vivienda unifamiliar. Suspiró temiendo volver en sí,
sintiendo terror ante el pleno uso de los sentidos y de sus facultades
mentales. Se había comenzado a acostumbrar al hormigueo brumoso que le
perseguía como una nube de abejas. Apoyó la cabeza en el respaldo de su asiento
y respiró hondo. Lo que suponía, los sonidos y ruidos comenzaron a llegar con
claridad, su visión se centró. El mundo empezó a volver de no sé dónde. La
radio disparaba carcajadas tertulianas y risas cómplices ante los buenos
resultados que arrojaba la última Encuesta de Población Activa (más de
dieciocho millones de personas ocupadas). Ocupadas, con cosas que hacer, con
algo en la cabeza o entre las manos, con cosas concretas que hacer al día
siguiente a cambio de dinero, con planes a corto plazo, con prisas, estrés,
planes eternamente postergados, idas y venidas, entradas y salidas, embotellamientos,
cervezas, risas y amigos desempleados con un currículum excelente.
Al salir del coche con su traje
arrugado, unas chicas que reparten con horario establecido un periódico
revolucionario lo miraron con gesto de reprobación. Pasó junto al violinista
que pedía en su calle desde siempre y aceleró el paso sin mirarlo, como siempre.
Sin mirar las manos ásperas y gordezuelas que le dedicaban cada día unas notas
restallantes e irónicas.
Al llegar a casa, sus hijos
estaban jugando con los vecinos, el mayor, de ocho años, simulaba tocar un
violín mientras decía “por favor” con voz llorosa. Los demás daban vueltas a su
alrededor tratando de acertar con gastadas monedas de uno, dos y cinco céntimos
en una taza grande, recuerdo de un viaje a un país en el que un buen almuerzo
salía por poco más que los céntimos que contenía la taza. Cuando las monedas
caían dentro, su hijo cabeceaba y daba las “grasias”, poniendo el acento más
raro y estrepitoso posible. Era la taza que él solía utilizar para beber en sus
días libres.
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