Hay quien piensa que la opinión está sobrevalorada. Quizá, pero da la impresión más bien de estar sobreutilizada (siempre es tentador estar en condiciones de usar lo que opina la gente para el beneficio directo, y eso es lo que ocurre cada día). Lo que está claro es que está acartonada, cuidadosamente empaquetada, delimitada y encauzada. Y, toda aquélla que no pueda someterse a ese proceso de lavado, pulido y envasado queda convertida en detritus, olvidada en un almacén de las afueras del que el cinismo rutilante (la cualidad más refinada de nuestros días) puede sacarla en cualquier momento para sus fines; para sorpresa y delirio de quien fue hundido en el fango por la suela de un zapato de marca cuando las expuso. Religiones, partidos políticos, medios de comunicación, corrientes de opinión, etc., que se pasan el día susurrando, dictando al oído del ciudadano, más que el resultado enriquecedor de la confluencia de una diversidad de criterios, con la multiplicación de opciones que podría suponer, no son más que la consecuencia de un amoldamiento reduccionista a los intereses del más fuerte, al camino más corto.
A la opinión le cierran la puerta en las narices si no es asimilable, debe estar en las coordenadas de quien la recibe o, incluso, en las antípodas, lo importante es, como hemos dicho, poder clasificarla. Esto es algo que relaja la mente: es agobiante valorar por sí mismas todas las cosas que nos dicen, que leemos; sólo pensar en el mundo que nos rodea como un magma multicolor asusta, paraliza, lo suyo es que cada mensaje venga con su código de barras políticamente correcto, que no es más que decir en cada momento lo que se espera de uno; un no sacar los pies del tiesto más sofisticado y estético, más sibilino. No sacar los pies del tiesto, no moverse para no salir en la foto, atufa demasiado a habitación húmeda y gris, a antesala resignada de democracia. Sin embargo, lo políticamente correcto ofrece una falsa luz de libertad en pleno ejercicio, una embaucadora sensación de movimiento en la quietud, de cruce de argumentos que la mayoría de las veces no son más que manoseados guiones que circulan de mano en mano. Ilusionismo para entorpecer y contrarrestar el movimiento. Para ralentizarlo. Despliegue de sonrisas para colocar contrafuertes frente a cualquier alteración no asimilada aún por la gran telaraña de intereses que nos rodea, la mayor obra de ingeniería telepática del hombre. Toneladas de palabras y movimientos de manos que generalmente sólo esconden una intención, sólo quieren decir una frase.
De todas formas amigos, opinemos, desahoguémonos. U observemos al opinador con nuestra bebida en la mano, que a veces es más divertido. Ese que construye su razonamiento como una torre de gastados naipes de frases hechas que impone hablando más fuerte que los otros, haciendo rodar sus palabras como piedras sobre las de los demás, rápido, velozmente, casi sin respirar, para que nadie pueda hacerle a él lo mismo antes de expresarlo. O quien arroja la opinión como una losa, de pronto, ayudándose de gestos corporales o gesticulaciones faciales (sin olvidar el método, no obsoleto aún, de remachar su oratoria golpeando un objeto contra la mesa o la pared). O el que antes de soltar lo que quiera soltar lanza una bomba de gas demagógico ante los pies de su auditorio, para que el que no lo escuche se sienta culpable.
Opiniones como un humo silencioso que envenena; o las que, acusadoras, lejos de convencer, buscan solidificar odios y enfrentamientos que hasta entonces sólo flotaban en el aire; o que tratan de condenar a otras personas; o que prejuzgan (esa actividad que la mente realiza por defecto); o esas otras que son calculadamente hueras, siendo su misión cumplida ocupar el lugar que un error podría otorgar a alguien que tuviese realmente algo que decir.
Clamar, más que predicar, en el desierto, es una buena definición de esa sensación de tener el muro ante la nariz cuando las opiniones nos salen descuadradas, desencajadas. La indiferencia, hoy por hoy, no es una pared de silencio, es una fanfarria de malos intérpretes a volumen atronador; es acallar al que habla ensordeciendo a los demás; desviar la atención en mil direcciones distintas. Si prohíbes algo queda vivo, latente en algún sitio y de alguna forma presente; si lo obvias y sepultas en un vertedero de ruido tiende al olvido, se va agotando.
2 comentarios :
Un texto antológico.
¡Blam! (Esto último es el puñetazo que he metido a escasos centímetros del teclado).
Buenísimo Juanfran! No lo había leído hasta ahora! Me va a dar miedo decirte cosas cuando nos tomemos algo por ahí. Jajaja! Un saludo!
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