Durante el descanso del partido el niño se
puso infernal, gritaba, se ponía delante de la tele, pugnaba por el mando a
distancia, lanzaba objetos contra la pantalla, casi tira las cervezas. Por fin,
la madre tomó cartas en el asunto y lo encerró en el dormitorio. Para que no
pudiera salir se quedó fuera tirando del pomo hacía sí, seria y sin decir
palabra, con los brazos extendidos, haciendo contrapeso con su cuerpo. El niño
chillaba y golpeaba violentamente la puerta mientras avanzaba la segunda parte
y nosotros increpábamos a los jugadores. Paulatinamente los golpes fueron
menguando, espaciándose en el tiempo hasta transformarse en ligeros toques y
algún lamento. Pasados unos minutos todo terminó. Habíamos perdido el partido.
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