Los ojos curiosos de los niños parecían más vivos que nunca,
arremolinados como estaban alrededor de la gastada manta sobre la que
descansaban juguetes y cachivaches caídos de la locomotora del tiempo. Armas de
plástico, pelotas, muñecos de todo tamaño y color, cochecitos y motos,
minúsculos utensilios de cocina; muñecas de mueca borrosa que daban la
sensación de haber recorrido medio mundo, incluso pasando hambre y miedo. La
feria avivaba la algarabía con música estridente, envolvía a las gentes en su
delirante dinámica como un ansioso y gigante pañuelo multicolor, las embadurnaba
de ilusión, de cegadoras bengalas de esperanza. Los saludos se hacían más
cordiales y las risas brotaban desbridando pesares. Entre los trajes limpios y
bien planchados que esquivaban con gracia la estrechez en la noche estrellada,
el alcohol abría sus brazos de par en par en esa pequeña superficie triangular
llamada ferial, donde desembocaban multitudes procedentes de focos de oscuridad
y desempleo.
Los niños alucinados tiraban
de los pantalones de sus padres mientras estos maldecían a los bancos y
planeaban escabechinas contra la crisis. Pedían dinero para comprar algún
juguete y salían disparados con su pequeño corazón latiendo poderoso,
repitiéndose casi en voz alta los consejos paternos al apretar las monedas en
sus manitas. Mientras el vendedor acuclillado comprobaba con un cigarro en la
boca que el cargador de una pistola de juguete funcionaba, apuntando contra una
pared, los niños le gritaban que solo iban a pagarle la mitad del precio que
les había dicho.
texto incluido en el libro de relatos de Juanfran Molina "Ciclorama".
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