Tardé años en crecer,
estaba como obstruido. El tiempo pasaba sobre mí y no se traducía en estatura.
Notaba cómo mis compañeros aumentaban de tamaño, se estiraban, se iban; empezaban
a correr mucho más rápido en el recreo con sus largas y delgadas piernas. Yo los
sentía cada vez más lejos; viviendo cosas que solo se dilucidaban ahí arriba, diez
o quince centímetros por encima de mí. En ese lugar donde las miradas se
cruzaban siempre al mismo nivel. Pasó mucho tiempo, incluso, hasta que pude
superar en altura al imponente Niño Jesús del salón. Como pesaba muchísimo, no
podía ponerlo de pie ni abrazándolo; así que, para poder medirnos, solía
tumbarme a lo largo en el sofá, justo enfrente de él. Entonces volvía sus ojos
hacia mí y me miraba largamente desde arriba, con las impecables y duras
ondulaciones de su cabello marrón oscuro encuadrando la imperturbable redondez
de sus pupilas. Yo le devolvía la mirada, impertérrito, hasta que me quedaba
dormido y soñaba que el médico le decía a mi madre que no podría crecer porque
mi pelo era de piedra marrón ondulada y su peso me mantendría siempre con la
misma estatura. Así fue la cosa hasta que crecí lo suficiente como para
olvidarme de su presencia y comprender que el nivel de las miradas se medía de
otra manera.
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