Estaba sentado en la
terraza del bar cuando vi aparecer el filete. Me pareció incluso alto,
sobresalía del amplísimo plato llano por lo menos cinco centímetros. Era
grande, extenso, se antojaba jugoso. Venía rodeado de una generosa guarnición
vegetal que ni por asomo hacía sombra a su tamaño. El comensal festejó la
llegada y teatralizó una reverencia ante el camarero, que se la devolvió
sonriente; se llevó un trozo pequeño de carne a la boca y dio su aprobación,
“parece mantequilla”, dijo. Después, tomó un sorbo del vino que le dio a probar
un segundo camarero y asintió en silencio. La persona que le acompañaba no
pidió nada de comer, tan solo bebía vino en una gran copa y picaba aceitunas. Hacía
buen día, estábamos a la sombra y los pájaros cantaban calmos, algo
ensimismados. Yo pedí otra cerveza y me dispuse a estudiar la carta
plastificada para elegir tapa. Ellos charlaban de política relajadamente, con
el ánimo placentero de los que están en todo de acuerdo y se celebran
mutuamente mientras aplauden la agudeza del otro. En un momento determinado, el
del filete dijo, después de limpiarse cuidadosamente la boca: “De todas formas,
esto no puede seguir así. Tenemos la obligación moral de repensar el mundo”.
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