Creo que si viera caer un
pájaro muerto desde el cielo no me impresionaría. Todo es impredecible. Todo es
posible. Todo es asumible ahora.
Se acerca el momento estelar,
el punto hispánico de inflexión que tenía que llegar durante este doloroso
desastre: el de los espabilados. Si se confirma la idea que sopesa el Gobierno
de establecer la obligatoriedad del uso de mascarilla, es posible que necesites
un buen contacto que te las proporcione para poder salir sin que te detengan.
Si la cosa sigue in crescendo, y se
valora la posibilidad de permitir tener una vida normal a las personas
inmunizadas que no transmitan el virus, proliferarán los falsificadores de
salvoconductos. El abanico de posibilidades delirantes que ofrece esto último
eriza la piel.
Pensaba que estábamos
siendo ejemplares y civilizados con nuestra actitud. Que seguir las
indicaciones y cumplir con esmero las normas de seguridad ante la posibilidad
de contagio, organizarse bien, quedarse en casa y demás, era un signo de
madurez y civismo. Pero parece que no. Resulta que hay quien piensa que se
trata de una actitud servil, que somos borregos que obedecemos sin rechistar.
Que ya estamos todos preparados y maceraditos para acatar en silencio las
órdenes y caprichos de cualquier poder fáctico el resto de nuestras vidas. Que
las fuerzas de seguridad, a partir de ahora podrán intervenir en nuestras vidas
a su antojo, como hacían durante la dictadura. Es desalentador, desde luego,
eso de no hacer nada nunca bien. Y muy curiosa la procedencia de ese tipo de
análisis. Al final va a ser cierto aquello de que los extremos se tocan.
Veo las caras de los que
opinan sobre la pandemia en la tele. Demasiados rostros son los mismos de
siempre, con igual sesgo. Si adivinas lo que van a decir los tertulianos, las
excusas que va a poner, los argumentos que va a esgrimir, es que el engranaje
que permite avanzar a una sociedad libre y crítica está definitivamente
gripado.
Todos los sueños que no
remiten al pasado suceden ahora en el mundo del coronavirus. Al menos los míos.
Cuando sueño con algo relativo a mi pasado despierto como regresando desde un
tiempo remoto.
Pienso, cómo no, en toda
la gente a la que le ha cambiado drásticamente la vida. En el investigador
privado, por ejemplo, que ya no puede cumplir su misión. Se acabaron los paseos
en moto disfrazado, las horas de vigilancia callejera haciendo fotos comprometedoras
con el móvil. Ahora está obligado a esperar sentado las ayudas para los
autónomos, a ser únicamente él mismo por no se sabe cuánto tiempo.
He descubierto que no
necesito palabras de aliento del presidente del Gobierno. Ni actitudes
paternalistas. Me cansan sus largas y ensayadas intervenciones. Pienso que
debería limitarse a mostrar solo el resultado de su trabajo. Aquí nadie llega
al poder para asumir a pecho descubierto la realidad ni para dar la cara ante la
libertad de prensa, ni siquiera la prensa, ya lo sabemos. Solo deseo sinceridad,
datos reales y fidedignos, a poder ser esperanzadores, claro, pero contrastados.
Información sobre qué cosas y cómo se están haciendo para resolver la
saturación del sistema sanitario, la falta de medios, las condiciones de
trabajo de los profesionales, la situación de los enfermos. No necesito casi
nada de lo que hay: no necesito el vomitivo aire de superioridad de todos aquellos
que creen saber qué precisa conocer el pueblo, qué siente, qué piensa. No
necesito dentelladas al aire ni gente que ahonda en la herida, que tira del
hilo de cualquier error gubernamental hasta formar una madeja de la que después
comenzar de nuevo a tirar. Pero tampoco palmeros del Gobierno que afean que los
medios saquen a relucir y opinen sobre la cifra de muertos, por ejemplo. Ni
gente que desliza que si no hay material que garantice la seguridad del
personal sanitario, estos tienen que apechugar y remangarse, sin más; cuando
hay un nivel inasumible de infectados entre ellos y muchos han muerto por
llevar a cabo su trabajo. La Ley del listón, ya se sabe: magnifico sus errores
y exijo excelencia y resultados inmediatos al de enfrente y justifico hasta la
indecencia los fallos y carencias de los míos. La línea de división es cada vez
más robusta. Nunca se resquebrajará.
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