24 abril 2020

UN LUGAR MEJOR (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA VIII)

Unas noches después, el detective se presenta desnudo de cintura para arriba tras la cortina, a la que se acerca mirando ya directamente a través de los prismáticos. Ha decidido cambiar radicalmente el decorado. No tiene por qué ser él mismo. Eso enlentece siempre el proceso a la hora de venderse, de ofrecerse. Ha invertido toda la tarde en pintarse enigmáticos tatuajes que ha copiado de internet a lo largo de los brazos y en el abdomen. Toda una tarde del confinamiento recorriendo su piel con rotuladores negros de distinto calibre, sin pensar en otra cosa, sin salir a comprar al supermercado, sin escuchar la radio, ajeno a los aplausos y a las sirenas que devuelven saludos. No contento con eso, coloca en el campo de visión que quiere ofrecer a la investigadora una estantería blanca polvorienta que arrastra desde su dormitorio. La llena de libros calculadamente desordenados y coloca con estudiado desorden las botellas que aguardaban en una bolsa, en el recibidor, su próximo destino en el contenedor de vidrio. A última hora las rescata y les concede unas horas, quizás unos días más. Les ofrece la actuación más importante de sus vidas. Ser piezas relevantes de un entramado falso y esperanzador. Se ha inspirado en los tertulianos que aparecen ahora en la tele desde sus casas, a través de las ya habituales conexiones en línea. Está seguro de que calibran cuidadosamente lo que se ve a su espalda. Estudia a fondo cada detalle de sus decorados. Quiere estar a la altura de la imagen bohemia que se ha fabricado de la investigadora. La sabe capaz de todo. Capaz de ser libre, de saltar las barreras. Esta madrugada ella no ha encendido la luz. No aprecia ningún destello desde su apartamento. Y ya la imagina muy lejos, cargando su gran maleta rosa en un coche, presta a recorrer un país con poco tráfico. Segura de que nadie osará detenerla.

Leo acerca del mercadeo de mascarillas y geles desinfectantes. La limitación de precios implicará que nadie las importe al no resultar rentables, y tendremos que terminar acudiendo al mercado negro para conseguirlas. Informaciones de este jaez, cogidas con alfileres, agoreras y apocalípticas, que se mezclan con análisis críticos mucho más sensatos (a los que restan impacto, al hacerlos caer en el mismo saco), tratando de socavar al Gobierno, abundan. Siempre han abundado, de hecho. Pero me creo capaz de distinguirlas, o al menos de tomarlas con la debida precaución. No necesito que nadie me diga cuándo callar y cuándo quejarme. Leo y escucho palabras; demasiadas, incluso para alguien como yo, que las adora. Entran en mí, me recorren y desaparecen. Cada vez son menos las que se quedan.

El sol inunda las calles. El gato de enfrente tiembla mientras se sacude el tedio y bosteza. Una rama de un árbol roza su ventana, le ofrece una salida de emergencia para darse un garbeo, pero no acepta. Ninguno queremos riesgos. Parece que el buen tiempo se asienta, a pesar de que “abril sigue en modo montaña rusa”, según dice una periodista por la radio. En el patio interior, algunas máquinas de aire acondicionado vibran, los pájaros se posan en ellas, acostumbrados ya a sentir su traqueteo y echar a volar. Una gran toalla tendida vuela espléndida saludando a la primavera. Leo en ella “paradores” en grandes letras. Hay una acumulación de quietudes que ahogan y me traen a la memoria el poema “Cuadrados y ángulos” de Alfonsina Storni:
Casas enfiladas, casas enfiladas,
casas enfiladas.
Cuadrados, cuadrados, cuadrados.
Casas enfiladas.
Las gentes ya tienen el alma cuadrada,
ideas en fila
y ángulo en la espalda.
Yo misma he vertido ayer una lágrima,
Dios mío, cuadrada.

Por la noche escucho a Robert Johnson a través del móvil. En la más absoluta oscuridad, solo destaca la pantalla rectangular. En el silencio más absoluto, la música se va desgranando por los auriculares. Robert, amigo, al final todo termina condensado ahí. La leyenda del cruce de caminos, la amenaza constante del precipicio, tu determinación por huir de tu destino y dedicarte por entero a la música, el polvo en los zapatos recorriendo con tu guitarra los garitos y las esquinas de Friar’s Point, Clarksdale o Helena, la magia de tu slide. Las veintinueve canciones grabadas en los estudios de grabación de San Antonio y Dallas. Las diferentes tomas, los descansos entre ellas, los cigarrillos, las ilusiones. Las historias que volcabas en tus letras. Las noches, el vagabundeo. Las pintas de güisqui, las peleas, la soledad, la idea que empieza a brillar y acaba por tomar forma entre tus dedos encallecidos. Tu impetuoso individualismo, al que yo ni me acerco. Más bien lo contrario. Últimamente flaqueo y me imagino comulgando en sociedad, relajando todos los músculos. Eliminando cualquier crispación de mi interior.


No sé, Robert, he estado pensando estos días y creo que podría hacerlo. Podría reírme con los humoristas y leer a los columnistas correctos. Aceptar la ortodoxia como heterodoxia (últimamente observo a gente que me puede ayudar a obedecer, y no es tan complicado; puedes pasar incluso por desobediente, si te lo sabes montar). No opinar ni pensar contra el Gobierno. Ser uno con él en pos del bien común. Acatar. Dar por sentada su buena voluntad; confiar en su buen hacer. Callarme si no voy a aportar soluciones definitivas. Ser muy prudente y delegar para siempre las decisiones y reflexiones de calado en manos expertas; en gente más preparada que yo, y que sabe lo que me conviene. No buscarle tres pies al gato ni hacer caso jamás de habladurías no confirmadas por los canales oficiales. Disfrutar de mi pequeño espacio de libertad personal, pero sin dejar de deberme al pueblo. No dudar por mí mismo. Sentirme protegido. Dejarme cuidar y rearmar éticamente; y no morder nunca la mano que me ampara y me aleja del precipicio de la sinrazón y el odio. Desear que ningún elemento desestabilizador desequilibre el estado de las cosas ni altere el curso de los acontecimientos. Hacer oídos sordos a las mentiras. Desear fervientemente que la Ley acalle los embustes. Rechazar el nubarrón de cualquier pensamiento extraño. Así podría avanzar como persona, claro. Adensar mi conocimiento, mi imaginación incluso, transitando un camino limpio, sin dobleces y poco o nada sospechoso. Podría, por qué no, poner mi creatividad al servicio de un bien superior. Y, sobre todo, llegar a asumir algún día que con esta actitud puedo colaborar a hacer del mundo un lugar mejor. 

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