Unas noches después, el
detective se presenta desnudo de cintura para arriba tras la cortina, a la que
se acerca mirando ya directamente a través de los prismáticos. Ha decidido
cambiar radicalmente el decorado. No tiene por qué ser él mismo. Eso enlentece
siempre el proceso a la hora de venderse, de ofrecerse. Ha invertido toda la
tarde en pintarse enigmáticos tatuajes que ha copiado de internet a lo largo de
los brazos y en el abdomen. Toda una tarde del confinamiento recorriendo su
piel con rotuladores negros de distinto calibre, sin pensar en otra cosa, sin
salir a comprar al supermercado, sin escuchar la radio, ajeno a los aplausos y
a las sirenas que devuelven saludos. No contento con eso, coloca en el campo de
visión que quiere ofrecer a la investigadora una estantería blanca polvorienta
que arrastra desde su dormitorio. La llena de libros calculadamente
desordenados y coloca con estudiado desorden las botellas que aguardaban en una
bolsa, en el recibidor, su próximo destino en el contenedor de vidrio. A última
hora las rescata y les concede unas horas, quizás unos días más. Les ofrece la
actuación más importante de sus vidas. Ser piezas relevantes de un entramado
falso y esperanzador. Se ha inspirado en los tertulianos que aparecen ahora en
la tele desde sus casas, a través de las ya habituales conexiones en línea.
Está seguro de que calibran cuidadosamente lo que se ve a su espalda. Estudia a
fondo cada detalle de sus decorados. Quiere estar a la altura de la imagen
bohemia que se ha fabricado de la investigadora. La sabe capaz de todo. Capaz
de ser libre, de saltar las barreras. Esta madrugada ella no ha encendido la
luz. No aprecia ningún destello desde su apartamento. Y ya la imagina muy
lejos, cargando su gran maleta rosa en un coche, presta a recorrer un país con
poco tráfico. Segura de que nadie osará detenerla.
Leo acerca del mercadeo
de mascarillas y geles desinfectantes. La limitación de precios implicará que
nadie las importe al no resultar rentables, y tendremos que terminar acudiendo
al mercado negro para conseguirlas. Informaciones de este jaez, cogidas con alfileres,
agoreras y apocalípticas, que se mezclan con análisis críticos mucho más
sensatos (a los que restan impacto, al hacerlos caer en el mismo saco), tratando
de socavar al Gobierno, abundan. Siempre han abundado, de hecho. Pero me creo
capaz de distinguirlas, o al menos de tomarlas con la debida precaución. No
necesito que nadie me diga cuándo callar y cuándo quejarme. Leo y escucho
palabras; demasiadas, incluso para alguien como yo, que las adora. Entran en
mí, me recorren y desaparecen. Cada vez son menos las que se quedan.
El sol inunda las calles.
El gato de enfrente tiembla mientras se sacude el tedio y bosteza. Una rama de
un árbol roza su ventana, le ofrece una salida de emergencia para darse un
garbeo, pero no acepta. Ninguno queremos riesgos. Parece que el buen tiempo se
asienta, a pesar de que “abril sigue en modo montaña rusa”, según dice una
periodista por la radio. En el patio interior, algunas máquinas de aire
acondicionado vibran, los pájaros se posan en ellas, acostumbrados ya a sentir
su traqueteo y echar a volar. Una gran toalla tendida vuela espléndida
saludando a la primavera. Leo en ella “paradores” en grandes letras. Hay una
acumulación de quietudes que ahogan y me traen a la memoria el poema “Cuadrados
y ángulos” de Alfonsina Storni:
Casas enfiladas, casas enfiladas,
casas enfiladas.
Cuadrados, cuadrados, cuadrados.
Casas enfiladas.
Las gentes ya tienen el alma cuadrada,
ideas en fila
y ángulo en la espalda.
Yo misma he vertido ayer una lágrima,
Dios mío, cuadrada.
casas enfiladas.
Cuadrados, cuadrados, cuadrados.
Casas enfiladas.
Las gentes ya tienen el alma cuadrada,
ideas en fila
y ángulo en la espalda.
Yo misma he vertido ayer una lágrima,
Dios mío, cuadrada.
Por la noche escucho a Robert Johnson a través del móvil. En
la más absoluta oscuridad, solo destaca la pantalla rectangular. En el silencio
más absoluto, la música se va desgranando por los auriculares. Robert, amigo, al
final todo termina condensado ahí. La leyenda del cruce de caminos, la amenaza
constante del precipicio, tu determinación por huir de tu destino y dedicarte
por entero a la música, el polvo en los zapatos recorriendo con tu guitarra los
garitos y las esquinas de Friar’s Point, Clarksdale o Helena, la magia de tu slide. Las veintinueve canciones
grabadas en los estudios de grabación de San Antonio y Dallas. Las diferentes
tomas, los descansos entre ellas, los cigarrillos, las ilusiones. Las historias
que volcabas en tus letras. Las noches, el vagabundeo. Las pintas de güisqui,
las peleas, la soledad, la idea que empieza a brillar y acaba por tomar forma
entre tus dedos encallecidos. Tu impetuoso individualismo, al que yo ni me
acerco. Más bien lo contrario. Últimamente flaqueo y me imagino comulgando en
sociedad, relajando todos los músculos. Eliminando cualquier crispación de mi
interior.
No sé, Robert, he estado
pensando estos días y creo que podría hacerlo. Podría reírme con los humoristas
y leer a los columnistas correctos. Aceptar la ortodoxia como heterodoxia
(últimamente observo a gente que me puede ayudar a obedecer, y no es tan
complicado; puedes pasar incluso por desobediente, si te lo sabes montar). No
opinar ni pensar contra el Gobierno. Ser uno con él en pos del bien común. Acatar.
Dar por sentada su buena voluntad; confiar en su buen hacer. Callarme si no voy
a aportar soluciones definitivas. Ser muy prudente y delegar para siempre las decisiones
y reflexiones de calado en manos expertas; en gente más preparada que yo, y que
sabe lo que me conviene. No buscarle tres pies al gato ni hacer caso jamás de
habladurías no confirmadas por los canales oficiales. Disfrutar de mi pequeño
espacio de libertad personal, pero sin dejar de deberme al pueblo. No dudar por
mí mismo. Sentirme protegido. Dejarme cuidar y rearmar éticamente; y no morder
nunca la mano que me ampara y me aleja del precipicio de la sinrazón y el odio.
Desear que ningún elemento desestabilizador desequilibre el estado de las cosas
ni altere el curso de los acontecimientos. Hacer oídos sordos a las mentiras.
Desear fervientemente que la Ley acalle los embustes. Rechazar el nubarrón de
cualquier pensamiento extraño. Así podría avanzar como persona, claro. Adensar
mi conocimiento, mi imaginación incluso, transitando un camino limpio, sin
dobleces y poco o nada sospechoso. Podría, por qué no, poner mi creatividad al
servicio de un bien superior. Y, sobre todo, llegar a asumir algún día que con
esta actitud puedo colaborar a hacer del mundo un lugar mejor.
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