Alguna vez dejo caer al
patio interior algún objeto poco pesado del que me quiero desprender, de esos que
ya estorban o son portadores de malos recuerdos, para que el niño del primero
lo haga desaparecer limpiamente, no sin antes mostrarlo, vanagloriándose de
ello. Esta mañana he oído corretear al pequeño dueño de patio y me he asomado
(¿qué habrá cazado esta vez?). Me lo encuentro mostrando orgulloso, como si de
un trofeo se tratase, un cojín azul con borlas rojas y una gran estrella
amarilla bordada. Su dueña, una chica que vive en el segundo, trata de
convencerlo para que se lo devuelva contándole la historia de una estrella:
“Mira, cuando yo era como tú de pequeña, me regalaron un estuche que era una
estrella que se abría. Al dármelo, me advirtieron muy seriamente que, cuando
dejas que una estrella entre en tu casa, debes esconderla todas las noches en
un lugar al que no llegue ningún tipo de luz, porque basta con que algo la
ilumine un poco para que crezca y crezca hasta romper incluso las paredes de tu
casa y todo el edificio. Un día, antes de que yo escondiera, como cada noche,
mi estuche de estrella en el fondo más oscuro de mi armario, mi madre entró en
mi habitación y encendió la luz. Yo me di cuenta y corrí a guardarla, echándole
varias mantas encima, por si acaso. Pero, al poco de acostarme, escuché como un
ruidito dentro del armario. Me dio mucho miedo, pero, temiendo que fuera la
estrella, me armé de valor y me levanté a mirar. En efecto, algo se movía
debajo de las mantas que había puesto yo misma encima. Las aparté
cuidadosamente y vi que la estrella se había desprendido del estuche y hecho
más grande y brillante. Noté cómo crecía. No sabía qué hacer, cada vez era más
grande y no iba a tener tiempo de avisar a mis padres. La saqué del armario antes
de que lo rompiera y la dejé en el suelo. Cada vez pesaba más. El corazón me
latía rápidamente, y pensé que si no hacía algo pronto acabaría por destrozar
mi cuarto y todo lo demás. Menos mal que se me ocurrió: abrí la ventana de par
en par y levanté la persiana hasta arriba. ¡Hacía mucho frío! Cogí la estrella
y, como pude, porque pesaba mucho ya y empezaba a quemar, de caliente y
brillante que se estaba poniendo, la subí hasta asomarla por la ventana. La
notaba crecer entre mis dedos, y supe que, si no la lanzaba rápido, terminaría
por romper la ventana y la pared entera. Así que cerré los ojos y la empujé con
todas mis fuerzas, notando cómo hacía chirriar el marco, hasta que, por fin,
desapareció de entre mis dedos y flotó en el aire. Al contacto con él se fue empequeñeciendo
sin dejar de flotar y, cuando se quedó pequeña, pequeña, subió muy rápidamente
al cielo. No veas lo mal que lo pasé. Estuvimos a punto de quedarnos sin casa y
yo me quedé tumbada en el suelo, temblando de miedo, agotada y con los dedos
chamuscados. Creí que se me iba a salir en corazón por la boca”. A mitad de su
narración me había retirado un poco de la ventana. El niño me miraba de vez en
cuando, y no quería interrumpir a la chica. Una vez hubo acabado, oí los pasos
del niño abandonando a la carrera el patio. Todo quedó en silencio. A los pocos
segundos escuché a su madre en el patio dirigiéndose a la vecina: “Perdona,
este cojín es tuyo. El niño se lo ha encontrado en el patio y me suena haberlo
visto en tu tendedero”. A saber dónde tiene escondidas el chiquillo mi par de
camisetas y aquella pequeña acuarela de cartón tan indescriptiblemente
coloreada.
Colas, atajos y empujones
para salir de la madriguera: los niños preguntan saltando cuándo pasaremos de
Fase. La gente empieza a poner en su currículum como mérito profesional la
inmunidad ante la Covid-19 por haber pasado la enfermedad.
Empieza a llover, truena.
El padre corre tras su hija, que pasa veloz conduciendo un patinete. De pronto
se le cae la mascarilla y se para en seco, empapado, mirando a su alrededor
temeroso, para volver a colocársela convenientemente. Después, vuela manoteando
tras la niña. Hoy no he podido abrir las bolsitas para la fruta en el
Mercadona, imposible. He tenido que pedir ayuda. Una vez abierta la maldita bolsa
me han dado ganas de meter los nervios en ella y cerrarla para siempre. A las
ocho de la tarde vuelven los aplausos, alguien ha propuesto que hoy sea El Gran
Aplauso Final. A lo mejor no es mala idea, pero me pregunto por qué, cuando
surge un movimiento espontáneo, al instante aparece alguien, con más
espontaneidad todavía, acotándolo, reduciéndolo o sometiéndolo a reglas y
disciplinas acordes con sus intereses. El chico que suele poner la música en el
edificio de enfrente parece nervioso ante tal evento; mira sonriente e inquieto
en todas direcciones, como si acabase de despertar de un extraño sueño. Creo
que imagina cómo será agasajado por los vecinos que ahora mismo le aplauden, o
incluso piden canciones, cuando todo esto acabe. Cómo le pararán por la calle
para felicitarle y le preguntarán qué tal va su vida, su trabajo, si necesita
cualquier cosa.
El vecino del puzle
aparece en su balcón una vez que ha dejado de llover. El suelo está lleno de
piececitas húmedas que sus zapatillas de casa pisan sin cuidado. Tose y los
ojos le lagrimean, parece cansado, un poco encorvado. Se me acerca sonriente
tras la mascarilla y me habla bajito manteniendo la distancia, casi no le
entiendo. Me confirma la historia del rodal de su pueblo en el que no llovía.
Según parece, era zona de paso de aviones militares. Surcaban su cielo
constantemente, y eso provocaba una especie de espiral en el aire que provocaba
ese extraño fenómeno: la zona situada en mitad de la calle principal en la que
nunca llovía y hacía un frío glacial. Asiento y sonrío. Se despide y se vuelve
lentamente, pero antes de irse, me pide que me acerque y me susurra: “No hagas caso
de las cosas que te cuente mi mujer, está llevando fatal esto del
confinamiento. Estoy buscando alguien que pueda hablar con ella y ayudarle. Tú
ya me entiendes”.
El detective ha sido contratado como “cliente misterioso”. Siempre se ha
negado a hacer eso, a pesar de que en algún momento de apuro anterior ya se lo
habían propuesto. No la considera una función digna de su talento y experiencia;
y, por si fuera poco, supone sacrificar su sagrada individualidad y acatar
órdenes nada menos que de la competencia. Con esto de las medidas de
desescalada, muchos negocios quieren saber si su personal cumple y hace cumplir
las normas o si, por el contrario, los está exponiendo a una importante sanción
económica. Entonces ahí llega él pasando desapercibido y mimetizándose pacientemente
con el entorno para observar el comportamiento de los demás. Ahora se dedica a aparecer
como cliente en algunas tiendas y bares, a grabarlo todo con la cámara oculta que
lleva en sus gafas de sol (menos mal que le han dejado desarrollar una de sus
habilidades principales) y a emitir informes diarios de lo que va observando. Ha
decidido no pasar ni una. Ya ha callado bastante: todas aquellas entradas y
salidas furtivas de madrugada que espiaba desde su balcón. Al menos, desde que
firmó el contrato, cuando enfoca con sus prismáticos la ventana de la investigadora,
ha vuelto a ver las persianas cerradas a cal y canto y llenas de polvo de ese
piso hace tantos años abandonado a su suerte. Yo, por mi parte, cuando me lo
imagino recorriendo la ciudad con su mascarilla, su ansiedad y su sempiterno
mirar de reojo, no dejo de canturrear la versión de “Bad detective” de The New York Dolls.
Acabo de
enterarme de la muerte de Julio Anguita.
Julio pertenece a aquella época en que los mítines aún eran acontecimientos
sociales que solían culminar con algún concierto de rock. Cuando se dirigía al público congregado la fiesta se
interrumpía, porque él se tomaba muy en serio cada cosa que decía, cada idea,
cada propuesta que desarrollaba en público. Transmitía verdad, sentido común.
Como el maestro que nunca dejó de ser, practicaba una pedagogía constante;
enseñaba, argumentaba, retaba al oyente. Le daba igual si no era eso lo que
estabas esperando oír. Cualquiera de los gurús que rigen actualmente la comunicación de
nuestros políticos, hubiese chocando de bruces contra el muro de su honestidad
y transparencia. Cuidaba la palabra y jamás la utilizaba en vano. No prometía
paraísos ni pastoreaba a las masas, ya que no quería greyes manipulables.
Anhelaba una sociedad formada por personas comprometidas, sí; pero también
exigentes, libres, con espíritu crítico. Se dirigía siempre a cada persona
individualmente, aunque hubiese miles escuchándole a la espera de algún
estímulo ideológico de efecto inmediato o de algún eslogan que jalear. Te ponía
frente a un espejo. Criticaba lo que no le gustaba de sus adversarios
políticos, claro; acaso en alguna ocasión con desdén, pero nunca supurando el odio
actual. Siempre ejercía la más rigurosa autocrítica y te empujaba a mirar
dentro de ti, apelando a tu obligación como ciudadano. Muchas voces le
reprochan que debilitara al último PSOE de Felipe
González, con aquella oposición frontal que mostró tanto frente a sus
políticas como ante su corrupción e impunidad; reforzando, según sostienen, la
posición de José María Aznar como
alternativa creíble de gobierno. La famosa “pinza” que muchos socialistas y
aledaños no olvidan. Supongo que esperaban de él la oposición leal del buen
izquierdista español, que consiste en mirar para otro lado ante cualquier
desmán del PSOE para cerrar así el paso a la derecha que todo lo devora.
Ejercer de eterno hermano pequeño sin voz ni criterio propio, entregado a
mantener a salvo la casa común de la izquierda que siempre dirigen los
socialistas. Nadie pierde ni medio minuto en pensar que la mejor forma de parar
a la derecha es a través de políticas honestas, inteligentes y comprometidas.
Esto fue lo que oí
aquella noche que soñé que escuchaba con toda nitidez susurros que venían de
fuera, de alguna calle perdida muy lejos de mis cuatro paredes: “Todo depende
de nosotros, como no nos portemos bien nos lo van a hacer pagar caro”.
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