Las ocho de la tarde
empiezan a convertirse en otra frontera divisoria del día. Todo cambia después
de los aplausos y las canciones (la jornada gira hacia una luz distinta o
simplemente se apaga). Tras el himno de España comienza a sonar el de
Andalucía. Acaba de pasar una ambulancia
saludando con las luces y recibiendo los aplausos y el homenaje de la balconada;
con ella ha coincidido, en sentido contrario, un autobús urbano que ha soltado
una sonora pitada: el conductor, acelerando en la inmensa recta sin tráfico,
también quiere esconder un héroe dentro de su uniforme azul celeste.
Junto a los buzones de
unos edificios que ya casi solo reciben multas y propaganda, se van acumulando
mensajes en las paredes, que acaso amarillearan, como esta historia. Los hay de
aplauso unánime, como aquellos de estudiantes que se ofrecen a hacer la compra
a las personas mayores que lo necesiten. Pero también están los escritos con impersonal
letra de imprenta para no dejar rastro, que invitan a la enfermera del 4º o al
trabajador del supermercado del 2º a pernoctar estos días (¿meses?) en otro
lugar para no contagiar a los vecinos. Estos anuncios se rozan con los
manuscritos con firme y redondeada letra que reconocen el esfuerzo de esas
mismas personas y les ofrecen la posibilidad de tenerles la cena preparada para
cuando regresen de su trabajo en primera línea. Siempre hay dos Españas, para
cualquier cosa. Dos Españas que pugnan la una con la otra, que se miran
desafiantes; que se cogen del brazo para avanzar en direcciones contrarias. Contra
las frías paredes de azulejo de esos portales golpean con fuerza las palmas de
las manos de ambas.
El niño del primero ya
tiene casi tres años (calculo) y se mueve con desenvoltura por el patio
interior, al que su familia tiene acceso. En la Vida Antigua, su madre se
pasaba el día poniendo notas en el portal avisando de cosas que habían caído de
los tendederos. Pero ahora no, el niño ha crecido y ha vislumbrado su poder. Y,
como piensa que nadie va a bajar nunca a reclamar sus objetos perdidos, si se
te cae algo, te lo muestra, sonríe y huye con su botín al interior de la casa.
He conseguido una
mascarilla con la que no se me empañan las gafas. Es cojonuda. La he estrenado
saliendo a comprar en manga larga casi al mediodía, había olvidado la
primavera. El calor recuece el asfalto mientras cruzo en rojo la avenida
desierta a esas horas. No me tenía que haber pelado al cero, el sol me quema el
blanquecino cuero cabelludo. Siempre el mismo sol, el mismo canto de los
pájaros. Pero gente distinta y distante, renuente al intercambio excesivo de
palabras cara a cara. Hecha a un mensajeo de móvil cada vez más suelto y a la
videoconferencia, con sus acoples, imágenes congeladas e interferencias, como formas
de comunicación. Estacas silenciosas ante las colas con mil distopías
circulando por la mente en una mañana soleada aparentemente igual a todas. Se
acumulan el polvo, los excrementos y las hojas secas en el techo de los coches
aparcados en el callejón. Nadie escribe ya sobre el polvo de los coches. Yo escribo
desde la cola de la panadería.
Todo el día mirando
gráficos en la prensa. Los gráficos permanecen muy vivos, y el número de
muertos diario forma parte de la Nueva Normalidad. Una cifra incómoda que se
consulta. Una fría y obcecada estadística que deseamos ver descender. Pero nos
hemos acostumbrado a ella, los no afectados, claro. Las víctimas necesitan
consuelo y reparación, no ser utilizadas o relativizadas o comparadas o escondidas.
“Los guantes no son tan
importantes, dicen ahora”; le cuento a la señora mayor que veo, cada vez que
voy al supermercado, junto a la estantería vacía donde solían estar. Siempre
anda por allí. Me confiesa que cada día, después de hacer su compra, espera un
buen rato antes de pasar por caja por si alguien aparece con rutilantes
paquetes que huelen a nuevo y los repone. Pregunta y le explican que están
agotados, que no saben cuándo volverán a traer. Pero no se fía y prefiere
aguardar a que cambie su suerte. A que otros clientes con más peso específico
que ella agilicen la gestión cuando, al pasar junto a ella, les dice: “Perdone,
¿sabe usted por qué hace dos semanas que no venden guantes en este barrio? En
el súper que hay cerca de donde vive mi hermana cada dos días los reponen”.
Vemos desde la ventana
los primeros niños que pasean acompañados de uno de sus padres. Algunos se
paran a hablar, en la distancia. Nosotros los miramos absortos, en silencio. Se
despiden levantando las manos y continúan su camino, su paseo probablemente
planificado. El detective se pregunta si esos encuentros fugaces en la acera
obedecen a la causalidad. Alguien ha compartido una aplicación para calcular
exactamente los límites del kilómetro que puedes recorrer paseando con tu hijo,
en esa hora de que dispones cada día. Seis millones de menores de catorce años
paseando acompañados de un adulto a dos metros como mínimo de otros viandantes,
llevando quizá un juguete en la mano que no podrán compartir, acaso mostrar de
lejos. Adultos que conviven, paseando juntos a partir de las ocho de la tarde
con sus mascarillas. Al menos desde mi ventana, veo cierto orden y sentido de
la responsabilidad. Percibo la armonía del sometimiento a las limitaciones, a
lo desconocido, al problema que se alarga, que se hace fangoso; que emborrona y
llena de constantes bifurcaciones el camino que anteayer parecía más seguro y
cierto.
Salgo a la calle a última
hora, sobre las 22:30. Noto durante el paseo que algo ha quedado congelado. Me
cruzo con paseantes silenciosos de última hora que miran el reloj y ensayan la
respuesta que van a dar si acaso vieran acercarse a una pareja de policías. No
son tiempos de perderse por Granada paseando sin rumbo, mal que me pese.
Los acontecimientos se
suceden. Parece que empiezan a pasar cosas. El presidente del Gobierno explica
en rueda de prensa las cuatro fases de un “desescalamiento” en pos de la Nueva
Normalidad que tiene más pinta de impredecible escalada. El detective observa a
través de sus prismáticos cómo la investigadora toma notas ante una gran
pantalla de televisión que ha permanecido todo este tiempo apagada, pero que
ahora muestra la cara de Pedro Sánchez.
La mira escribir velozmente, muy concentrada. Una vez que termina, se levanta y
le muestra una cartulina en la que se puede leer: “Dame tu móvil”. Él rastrea
su desordenado escritorio hasta dar con un folio donde garabatea nervioso su
número. Cuando vuelve a la ventana ella ya espera con sus prismáticos. El
detective le enseña el folio y ella toma nota. Un minuto después recibe un
mensaje, es una foto. En ella aparece perfectamente esquematizada toda la
perorata del presidente sobre las fases y debajo una advertencia entre
corchetes: “Estamos jodidos”.
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