Opino que un sistema democrático empieza a tocar
fondo cuando se apela al miedo para conseguir votos. Las palabras inflamadas
sustituyen o velan las propuestas concretas, las que comprometen (o deberían
comprometer) la palabra del político. Es un juego tramposo y peligroso. El ganador
termina por pensar que ha cumplido gran parte del compromiso con su electorado
por el solo hecho de haberlo librado de la amenaza que supone el adversario.
Sabe bien que, si consigue asustar lo suficiente a la población, esta rebajará
su nivel de exigencia porque lo que espera tras las cortinas es peor. Está
claro que las sociedades únicamente avanzan hacia niveles de progreso social y
económico, igualdad y calidad de vida cuando son realmente exigentes con su
clase política. España nunca ha sido exigente con sus políticos, entre otras
cosas porque estos, desde siempre, antes de apelar al compromiso de una labor
de gobierno seria, han agitado la bandera del miedo. Es una clase política
trilera e irresponsable, que gusta de presentarse como salvadora, no como lo que
debería ser: una representación de la comunidad que trabaja por el interés de
todos, aun desde distintos puntos de vista. Se trata de un estamento que se
alimenta del apasionamiento y el enfrentamiento, que prefiere generar
adhesiones y rechazos inquebrantables porque sabe nutrirse de sus enemigos;
pero que caería como un gigante ciego y torpe si se enfrentara a una ciudadanía
que exigiese a sus representantes políticos lo mismo que una vida diaria cada
vez más compleja le exige a ella.
Nunca recomendaré a nadie lo que tiene que votar, no
me siento tan superior como para creer ver más allá que mis interlocutores. Mi
único deseo es que nadie vea a la opción a la que ha confiado su voto como
salvadora de nada.
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