El racista pasivo, siempre
condescendiente, amable y moderado, se sorprende al tratar con una dependienta
sudamericana algo seca de carácter. No termina de entender cómo esa gente no se
muestra alegre y chispeante en su presencia. Ante él, que se digna a hablarles
con toda naturalidad y los acepta. Es tanta la sorpresa, que se ve en el
derecho de manifestar en público su estupefacción sin estar violando ninguno de
los artículos del código de lo políticamente correcto. Ese entramado de actitudes
prefijadas, silencios y frases medidas que ocultan el alquitrán de su alma y lo
sostienen como ciudadano ejemplar y moderno. Una vez finalizado su comentario
sobre la inesperada falta de simpatía de la trabajadora del almacén, declara
con exceso gestual que él, si por algo se ha caracterizado desde siempre, es
por aceptar y tolerar a todo el mundo, sean del color que sean y vengan de
donde vengan. En ningún momento se ha parado a pensar que la tolerancia no es una
potestad de los privilegiados, que para tener sentido debe ser recíproca, que
él también es susceptible de ser aceptado o no. No puede pensarlo. Es
completamente imposible. Considera que él y los que son como él constituyen el
centro mismo del universo, el lugar noble, limpio y ordenado del que emanan
verticales, de arriba abajo, la tolerancia, la comprensión y la bondad, y que
de abajo arriba, en dirección a ellos solo puede llegar agradecimiento y
admiración; o acaso odio, motivado por la estulticia, la insana envidia y la pobreza.
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