25 octubre 2013

EXCUSAS, ÚLTIMA PLANTA

Cuando entré a formar parte de un gabinete de prensa tan concurrido, pensé que me pasaría los días tropezando con gente y llevando cosas de un lado para el otro. Pero no fue así, me instruyeron concienzudamente para aprovechar las jornadas de cabo a rabo leyendo periódicos, mirando la televisión, escuchando la radio y preparando resúmenes en uno de aquellos despachitos escondidos de la primera planta. Leía, subrayaba, resumía. Dedicaba todas las mañanas a perseguir y recortar artículos críticos, informaciones, rumores lanzados como noticias, o acontecimientos que rozaran nuestra nave por algún flanco. Era una labor mayormente pesada y gris, casi funcionarial; algo así como buscar el grano gordo entre la paja. Solo lo que estuviese muy claro, no me estaba permitido interpretar. Otros más talentosos o de  instancias superiores se dedicaban a filtrar, descontextualizar, desviar, ocultar, atraer la atención y otras labores de mayor complejidad. “Todos somos un equipo”, me dijo una mañana una mujer a la que no volví a ver. Tomé un sorbo de mi café y asentí con la cabeza.

Nuestro barco avanzaba firme, y la política de prensa cada vez cobraba más importancia. Una labor callada, constante, a la que yo me entregaba con toda la precisión que podía, tratando denodadamente de ascender dentro de mi oscuro departamento, en aquel edificio ceniciento de hormiguitas hacendosas. La impopularidad que acarreaban la corrupción, los problemas y las decisiones era repelida, las encuestas desfavorables doblegadas. Gracias a nuestra actuación, nos deslizábamos sobre la situación general casi sin rozarla, nada nos mellaba, navegábamos a velocidad de crucero. Poco después me incorporé, en la segunda planta, al equipo de Pasado, como lo llamábamos en nuestra jerga, una mejora por fin. Revisaba declaraciones, entrevistas, noticias, cualquier acontecimiento del pasado susceptible de ser sacado casualmente a la luz, tanto para ser lanzado como para utilizarlo como escudo. Pero, bueno, siempre me dejaban claro que me dejase de sutilidades, que no era lo mío, que solo buscase lo estridente. Otros departamentos se encargaban de hilar, de sacarle punta a todo, de manipular, de dosificar los datos o de “hacer la verdad más habitable”, como decía un jefe muy raro que tuvimos que no parecía sentirse muy feliz entre nosotros.

Nuestro barco avanzaba firme y la política de prensa era ya sin disimulos el mascarón de proa. Poco después internet se convirtió en una herramienta de uso cotidiano, y las redes sociales se extendieron hasta alterar sustancialmente nuestras costumbres. Todo parecía estar al alcance, pero no, claro. Aún así, a mí me seguían cayendo a veces absurdos trabajos de campo, como investigar el tipo de personas que compraba según qué prensa en el quiosco, aunque a esas alturas ya todos sabíamos que el meollo estaba en la red, y, claro, indagar allí correspondía a otro tipo de personal. Me hubiese gustado también ser un infiltrado real o virtual, pero por alguna razón no me vieron cualidades para ello. De todas formas en voluntad y ganas de progresar no me ganaba nadie. Aportaba ideas aquí y allá, algunas tan ladinas que mi superior comenzó a tenerme cierta consideración.

Algunos años después, nuestro barco más que avanzar se mantenía, las cosas no estaban tan claras como en los buenos tiempos, y la política de prensa en aquel momento era, lisa y llanamente, lo único realmente importante. Ascendí en el departamento de Pasado, gracias a algunos pasos en falso que advertí con agudeza y, sobre todo, a otros que no eran tales pero que yo descubrí como fácilmente tergiversables. Esa palabra, tergiversar, que me hace temblar, me estaba poniendo en mi sitio dentro de la organización. Así iban las cosas, mejorando día a día, hasta que una mañana, nada menos que el director general, me propuso dirigir mi propio departamento en la última planta: Excusas. Acepté de inmediato y me rodeé de un equipo de personajes tan imaginativos y mentirosos como yo. “Todos viajamos en el mismo barco”, les advertí paternal junto a la máquina de café, palmeé y nos pusimos manos a la obra. Nuestra misión no era lo simple que puede parecer a priori: inventar excusas. Ya que había que hacerlo sobre acontecimientos, declaraciones o decisiones que aún no se habían producido. Se trataba de una acción preventiva. Tener un variopinto y elástico almacén de excusas capaz de sacarnos de cualquier embrollo en un máximo de 24 horas.


Mi equipo trabajaba con denuedo, codo con codo, cabeza con cabeza; hasta que nuestras imaginaciones se fundieron en un mismo y alborotado río. Hemos colocado frases en miles de declaraciones de prensa, y muchas de ellas han ayudado a alterar el curso de los acontecimientos, y hasta de la historia. Vuelvo a temblar: “necesidad perentoria”, “cuestión de estado”, “herencia recibida”, “altura de miras”, “exigencia de un mayor consenso”, “ataque deliberado al sistema democrático”, “juicio político”, “miren si no a los países de nuestro entorno”, “esto en Europa sería inimaginable”, y un largo etcétera. En esa época se produjo mi explosión y, amigos, tened claro que si no fuese por mi elevado sentido de la lealtad, ya hace tiempo que me dedicaría al asesoramiento privado y habríais visto mi foto en algún dominical, apoyado en la mesa de un despacho iluminado como Dios manda, con los brazos cruzados y una elegante camisa blanca hecha a medida. Y es que lo nuestro es algo secreto, pero será convenientemente estudiado en el futuro. En cenicientos edificios de muchos países ya me lo han dicho: “Nadie, nadie, se excusa como vosotros”.



Publicado en el nº 180 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a las excusas.

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