08 noviembre 2019

091 “La otra vida” (Warner, 2019)


Si José Ignacio Lapido no estuviera desarrollando una carrera en solitario a tan alto nivel, hubiese experimentado una mayor curiosidad (o más bien temor) ante la posibilidad de un nuevo disco de 091. La continuidad creativa del compositor del grupo acrecienta el interés, pero desactiva un factor sorpresa que, al menos yo, no necesito para nada. No estamos ante un caso de reunión que retoma ideas que quedaron a medio hacer, secándose en el tintero: la posibilidad de trabajar todos juntos de nuevo se abastece de un caudal creativo que nunca ha menguado. Estamos, por tanto, ante un trabajo que está muy lejos de ser un ejercicio de nostalgia. Se ha evitado eso tan triste de imitarse a sí mismo; tomando para ello un camino más arriesgado (con un disco así, que poco va a aportar a la leyenda del grupo, se tiene mucho más que perder que ganar), que les libra de sonar impostados por el mero hecho de limitarse a complacer las supuestas expectativas del oyente. El autor del repertorio sigue en forma, y aquí, más que nada, solo es susceptible de cambio la forma de arropar los temas en el local (uno se imagina a más gente opinando, incluido un productor ajeno a la banda, el francés Frandol).

Cuando el seguidor se enfrenta a un disco con canciones nuevas de un grupo tantos años inactivo, suele caer en la tentación de colocarse mentalmente justo en el año de aparición de su último lanzamiento o, peor, en la fecha de publicación de su álbum favorito o del concierto aquel que le encandiló. No podemos evitar comparar, y terminamos confrontando unas primeras escuchas con un repertorio que posiblemente nos sabemos de memoria. Desde ese punto de vista, los resultados suelen ser decepcionantes o incluso patéticos, cuando el grupo trata de reproducir las intenciones y energía que le empujaban muchos años atrás (esa entelequia de recuperar tal cual la antigua complicidad generada por una banda en activo que gira y graba discos con regularidad). Afortunadamente no es el caso, aunque creo que se ha tenido presente más que en otras ocasiones el público potencial a quien va destinado este disco. Desde siempre he pensado que la coherencia es uno de los pilares de 091 (y su condena, me solía decir un amigo). Y es que es absurdo pretender estar en la misma situación física y mental que antes: no se es igual de luminoso, ni de enérgico, ni de furibundo; la ilusión es distinta y la dinámica creativa por fuerza debe ser otra: la de un tipo con veinticinco años más bagaje, con todo lo que eso conlleva. Se tienen más poso y oficio, eso sí. Ya no hay asomo de ingenuidad, y acaso un mayor descreimiento (ese descreimiento que cuando surge de una lucidez que quema lleva las canciones un paso más allá).



Los discos de Lapido/091 son un terreno fértil, muy ajeno a efectismos y recursos fáciles, a pesar de moverse en un espacio sonoro reconocible y clásico. Su versatilidad literaria y esmero compositivo burlan el lugar común, Y la música sabe arropar las letras con las justas dosis de solemnidad. Sé que las canciones se van a expandir (¿cuándo escribir sobre un elepé que sabes que va a seguir creciendo?), y sé también que, cuando menos me lo espere, algunas serán clásicos del repertorio de la banda: las de Lapido no son de las que se paran en seco y se archivan en la mente tras unas cuantas escuchas. Se van posicionando, abriéndose paulatinamente, sin prisas. Muestran detalles, recovecos, y al final descubres en ellas esa marca característica, su marchamo propio. Son composiciones cuyos pasillos gusta recorrer, acogedoras, vivas. Aunque no clasifiques ninguna entre las mejores del grupo, en el caso de que necesites hacerlo.

La incorporación de las teclas de Raúl Bernal es uno de los aciertos de esta aventura. Siempre ocupan su lugar con naturalidad. Se trata de un músico sobrio, poco amigo de recargar las canciones. Su presencia es tan persistente como discreta, subrayando, matizando, dialogando o llevando en volandas las composiciones. En “Soy el rey” su piano desprende aromas de Muscle Shoal, y en “Por el camino que vamos” (mi favorita a ocho de noviembre de dos mil diecinueve), los apuntes de sintetizador, a modo de terminaciones nerviosas del tema, recuerdan a The Who.

Las escuchas se suceden y se abren paso el sigilo y delicadeza folk de “Una sombra”, con esa leve irrupción del estribillo, tan evocador que hiere; o el riff resolutivo de “Condenado”. El primer single, “Vengo a terminar lo que empecé”, es un tema efectivo y rotundo, rápidamente reconocible, con partes instrumentales muy marcadas y reminiscencias glam. Acaso un empeño de la banda por dotarse de un nuevo himno para los directos. Yo me hubiese ahorrado la intro y la hubiera reservado para los conciertos. Habría reorganizado las piezas, empezando el tema directamente desde el estribillo. “Leerme el pensamiento” tira de eficacia y se acomoda en la influencia universal de The Byrds, contando con el sabor de The Band en el órgano. Como siempre, imágenes impagables: “Déjale propina al fauno”. El dúo formado por “Al final” y “Dejarlo morir” me recuerda directamente a los 091 más inmediatos (la armónica de José Antonio García en la primera me traslada vertiginosamente a 1986). Y “Naves que arden”, con su ADN tan 091, no anda lejos de los Wilco más pop.



Un trabajo, en definitiva, caracterizado por un sonido atemperado, meditado, sólido. Bien articulado, pero demasiado medido, como retenido por momentos; que en ningún instante parece dejarse llevar. No cruje, pero convence. Más que hallazgos hay confirmaciones, aunque aquellos tampoco faltan. Se cuida ese matiz que al principio pasa inadvertido, pero al cabo nutre y asienta la personalidad de cada tema, rescatándolo de la intrascendencia. Una colección muy apreciable, en mi opinión. Y eso que esta “otra vida” no está grabada por las mismas personas que eran hace veinticinco años.

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