Me imagino que El Mecánico De Lo Diminuto disfrutaría arreglando centrales nucleares, tanques o fábricas de conservas liliputienses. Le observo tranquilamente mientras arregla un viejo transistor en alguna mansión señorial en blanco y negro. Lo destripa con un cariño rayano en la más arcana de las adoraciones. Las viñetas se suceden sin que se aprecie el más mínimo movimiento de su cuerpo, sólo vibran sus pupilas, sus dedos y las exageradas gotas de sudor que circulan por su rostro crispado. Una voz le habla asomándose por la parte superior de cada una de las viñetas siguientes: pregunta, inquiere, relata, tose, desconfía, pregunta, inquiere, relata, tose, desconfía... El círculo que encierra las palabras se va agrandando hasta ocupar las últimas viñetas en su totalidad, encerrando en su interior la angulosa presencia de El Mecánico que, por fin, exhibiendo una sonrisa llena de dudas, anuncia el final de su propia tortura: ¡listo!, espeta. Los gruesos dedos de una mano pequeña y poco apta para las habilidades se prestan a encender el aparato: "click". Nada.
El aluvión de reproches y burlas esta vez aparece encerrado en un pequeño círculo, el cuerpo orondo e inclasificable de un viejo desaliñado se hace con el poder de las viñetas siguientes. El Mecánico, completamente abatido, se pone en pie en la misma viñeta en la que estaba sentado y, arqueándose extrañamente, abandona la historieta con paso firme; atravesando, ante mi mayúscula sorpresa, con largas zancadas las viñetas anteriores, recogiendo rápidamente su figura de cada una de ellas y dejando reproches y estúpidas preguntas suspendidas en el aire; acompañado de una rebosante cartera que, en su vaivén, expulsa algunas minúsculas piezas por el camino. Realiza un auténtico paseo por su pasado inmediato, en el que mis ojos tratan de seguirle sin saber qué hacer.
Al llegar al principio de la historieta, se sienta en la parte superior de la primera viñeta, de la que ya ha desaparecido su figura, con los pies colgando, balanceándose en libertad. Lo miro atónito secarse el exagerado sudor de su rostro y limpiar sus lentes. La tristeza de sus grandes ojos me mira entre asustada y complacida, esperando una respuesta por mi parte que aplazo para fumarme un cigarrillo asomado a la realidad para respirarla y, tal vez, despertar.
Cuando regreso a mi asiento, casi convencido de que todo ha sido una visión maravillosa, fruto del capricho de la exuberante mezcolanza de historietas que pueblan mi mente, sigue ahí; sentado de la misma manera pero sobre la primera viñeta de la historia vecina. Me mira de nuevo, como si quisiera que la leyésemos juntos; y es entonces cuando deposito mi mirada en esa primera viñeta esperanzado en que un personaje protagonista de una historia tenga derecho a abandonarla porque sí, y mezclarse conmigo en otras donde nos salpiquen el placer, la sangre y esos centenares de gestos que muestran centenares de chispazos de sentimientos.
"Comunicación defectuosa, comunicación defectuosa", grita alguien. El Mecánico, apoyado sobre la página me mira sobresaltado. Desde arriba se asoma al ventanuco que supone la primera viñeta de una serie que se antoja larga y confusa, cargada de viñetas de pequeño tamaño que más bien parecen pequeños tragaluces. Allí vemos un rudo rostro congestionado, de rotundos trazos, la boca abierta rodeada de la débil oscuridad de una barba reciente, de donde parte una estrella de puntas exageradas y desiguales que encierra ese mensaje, esa angustia. Yo me dedico a seguir la lectura con normalidad mientras El Mecánico avanza con torpeza viñeta tras viñeta observando una mancha que se acerca cada vez más a la posición que ocupa ese hombre angustiado. Desde arriba leo veo gesticularme cuando llega al final de la página, por los gestos puedo adivinar el peligro que se cierne, así que arrecio la lectura con ansiedad. Siguiendo la mancha creciente que había asustado al joven mecánico, devoro viñeta tras viñeta comprobando lo fundado de sus temores. Casi al acabar la página la mancha se convierte en un grupo de sudorosos y desataviados hombres encabezados por quien parece ser su jefe; no hablan y el dibujo expresa perfectamente lo sigiloso de su acercamiento. Al iniciar la última tira se nos desvela el secreto de su posición, a pocos metros del incomunicado joven. La siguiente viñeta se muestra como una explosión de trágico primer plano al aparecer el jefe del grupo degollando cruelmente con su cuchillo a nuestro protagonista. El Mecánico se queda unos tensos segundos con la cara pegada al rostro de sufrimiento y sorpresa del que brota la sangre en todas direcciones. Después se vuelve nervioso hacia mí señalándome con su pequeño brazo derecho el principio de la historia y saltando convulsivamente. Creo que me insta a volver a empezar la lectura, o sea, a revivirla de nuevo desde el principio para que él pueda avisar al desdichado mercenario; pero no puede ser, yo ya conozco el final de estos acontecimientos, el desenlace de su destino, y no puedo volverlo atrás. No tengo derecho. El Mecánico me mira fijamente a los ojos, tanto que me desconcierta y me hace bajar la mirada, pero luego se vuelve y se coloca en posición esperando a que pase la hoja, comprendiendo lo ocurrido.
Tomo entre mis dedos la parte inferior derecha de la página, tras humedecerlos con la lengua, los deslizo levemente por la zona indicada mandando aviso; El Mecánico entonces, se aferra fuertemente con sus manitas al filo de la parte superior derecha, volviendo la cabeza hacia mí para advertirme que está listo. De esta forma paso despacio la hoja describiendo en el aire una semicircunferencia que mi inefable compañero parece recorrer gozoso. Desconozco si sus fuerzas le permitirían cambiar de página por sí mismo, pero me divierte la felicidad infantil con que acoge este rito.
El Mecánico, ya incorporado, empieza el seguimiento de las viñetas lentamente, casi más despacio que yo, y mucho más atento. Paisajes sobrevolados por siniestras avionetas, barcazas cargadas de sicarios que alcanzan la playa en la lejanía.
Así pues, avanzamos plácidamente contemplando más la belleza del paisaje dibujado que la magnitud de la contienda que se acerca. Al pasar a la otra página nos topamos con unos hombres con aspecto de nativos que preparan con presteza lo que parece una aviesa emboscada. Observo la inquietud que agita al pequeño cuerpo que me acompaña; la presencia de otra amenaza para alguien le ha alterado visiblemente, me mira y sigue adelante con precaución. Pasadas tres viñetas una figura se acerca empuñando un arma hacia el cielo, en la siguiente aparece de cintura para arriba, ofreciendo un aspecto muy parecido al de la víctima anterior. Al posar mi mirada en la siguiente fila noto la ausencia del pequeño cuerpo animado, vuelvo atrás y lo sorprendo dirigiéndose al nuevo mercenario y señalando con nerviosismo las viñetas precedentes.
¿Podrá hablar con personajes de historietas ajenas?, ¿lo escucharán? La ansiedad hace mi espera interminable en medio de este apasionante viaje, me asalta la tentación de mirar de reojo el resto de las viñetas que siguen, pero una súbita sensación de compañerismo hace que incluso me ruborice ante la idea. Yo también estoy metido en esto.
El Mecánico deja de hablar y se vuelve hacia mí, entonces comprendo que desconoce completamente si ha sido escuchado, pero también que la sensación de haber hecho lo que ha podido refresca ostensiblemente su conciencia. ¿Conciencia? Reiniciamos el seguimiento absolutamente abstraídos de todo lo que no sea el desenlace que bordeamos. Una viñeta atiborrada de disparos nos sorprende. Al introducirse en la jungla el mercenario ha avistado a los nativos, y éstos han caído sin opción de defenderse. Mi compañero me mira aliviado, y yo le devuelvo la mirada completamente anonadado. La posibilidad de que la intervención de El Mecánico haya cambiado el curso de los acontecimientos de esta historieta, me hace levantarme a pasear por la habitación con un cigarrillo para tratar de ordenar mis ideas cubiertas de asombro, le miro y veo que él hace lo mismo aunque sin cigarro: recorre la última tira como un poseso.
Al acabar, realizamos el rito del paso de página con alborozo y sin apenas cautela, y comenzamos el nuevo itinerario asumiendo nuestra nueva función de vigilancia. Pero el transcurrir de la historieta toma al punto unos derroteros imprevisibles: tras acabar una nueva página comprendemos que los nativos sólo defendían su tierra de intrusos especuladores que la quieren dominar, y que el mercenario al que El Mecánico avisó era un destacado sicario de los invasores.
La gran pregunta ocupa toda mi mente: ¿ha cambiado mi acompañante el curso de los acontecimientos o habría sido así de todos modos? Lo miró y está petrificado observando los lamentos de los familiares y jefes de los nativos en el poblado, se siente culpable. Pienso que el gran dilema estriba en si pueden escucharlo los personajes del cómic o no; y de esta forma me sorprendo hablándole por primera vez, conminándole a dirigirse al primer personaje que vea para dilucidar de una vez por todas esta cuestión. No me mira, no me oye, o no quiere. Simplemente sigue el curso de la historieta sin mirar, completamente abatido. Dejando, imagino, en manos del destino la responsabilidad de todo lo que ocurra a partir de ahora. Una vez repuesto de la sorpresa me dispongo a continuar la lectura. Pero tengo que esperarlo, como siempre, ya que ahora esta sentado en el inicio de la nueva historieta con las manos tapándole la cara. Resoplo adivinando sus pensamientos: ha abandonado su frustrante mundo en busca de aventuras pero hasta ahora sólo ha visto muerte. Empiezo a plantearme si no querrá volver a su lugar de origen, pero, tras esperarlo casi un minuto, se incorpora y comienza a adentrarse en una nueva aventura.
Primera viñeta: un semáforo a lo lejos; segunda viñeta: primer plano del semáforo; resulta que el muñeco con sombrero que regula el paso de los peatones tiene vida propia y no hace otra cosa que bailotear y gesticular. También habla: "hola amigos, de aquí parten las carreteras más soleadas del país". El Mecánico lo mira con interés, ¿qué extraño mecanismo hará actuar de esta manera al muñeco?
En la siguiente tira estamos en el interior de un coche, sobre todo mi compañero que se acomoda entre el chico y la chica que van atrás. Delante, una morena escultural conduce y otro chico hace de copiloto, los cuatro rostros derrochan felicidad y colorido; transmiten velocidad y ganas de ir muy lejos, sin tener que frenar para nada. La conversación es frenética y delirante, y en ella se basan las dos páginas que tengo ante mí. En la ilusión desbordante de la huida. El Mecánico ríe como jamás hubiera imaginado que podría hacerlo. Es feliz de verdad, y parece que abandonar ese coche sea lo último que desee hacer. Pero la última viñeta, como en tantas otras historias donde una viñeta trastoca todos los destinos, cambia drásticamente la situación; se pasa del interior del coche donde ha transcurrido toda la historieta a un último y pequeño recuadro en el que el coche se empequeñece colocándose a vista de pájaro, yéndose sin El Mecánico, quién, sintiéndose como si hubiera salido despedido del vehículo, lo ve marcharse con los brazos en jarras mientras tropieza con un letrero que dice "CONTINUARA".
A los pocos segundos se vuelve resuelto hacia mí exigiéndome que reinicie la lectura. Yo, haciéndome cargo de sus sentimientos, accedo hasta casi la veintena de veces. Pero el resultado siempre es el mismo. Al fin, se detiene agotado y mira por enésima vez el letrero maldito; después, con la fuerza de una mirada resignada me pide que lo lleve a su historieta, y antes de llegar a ella recoge su cartera de herramientas que, sin yo darme cuenta, había dejado tirada en algún sitio. Al llegar a su lugar de origen intento esbozar unas palabras de despedida, o al menos tocarlo, rozarlo con los dedos; palpar una rugosidad especial, un relieve de vida, un latido. Pero sin yo apreciarlo vuelve a ocupar el lugar que dejó vacante en todas las viñetas. Seguro que es mejor así.
Imagino que, al final, no se contentó con figurar, quería más y, ante la imposibilidad de lograrlo, decidió regresar al que parece ser su sitio. Prefirió cumplir con su destino a quedarse aguardando con la vana esperanza de ser admitido en el desconocido coche mientras se consumía escuchando los mismos comentarios graciosos viñeta tras viñeta. Yo, por mi parte cerré el tebeo.
Han pasado muchos años desde aquella increíble experiencia. Mi colección de cómics se vio incrementada hasta superar los varios millares, así como mi conocimiento de historias, tragedias, aventuras y, en definitiva, trozos de vidas imaginarias plenas a su vez de vida. Nunca perdí la esperanza de que se volviese a repetir esa situación, aunque creo que, en el fondo, nunca lo esperé realmente. Sabía que había sido algo único, sabía que si se lo intentaba mostrar a mis amigos desaparecería el hechizo; incluso consideré excesivo volverlo a repetir yo mismo. Hubiera supuesto obsesionarme con una historia, habiendo tantas por conocer escondidas en tantas publicaciones, en tantas formas, en tantos colores. Al acabar la lectura aquel día, coloqué el ejemplar en uno de los montones que abarrotaban mi pequeña biblioteca para no volverlo a ver más, incluso con el tiempo me olvidé de cómo era la portada, y en los sucesivos traslados de mi vida y de mi inseparable colección no llegué a reparar jamás en su presencia. No obstante, ayer, durante mi rato habitual de lectura, algo me intranquilizó acelerando mi corazón y trayéndome además a la memoria esta historia que me he decidido a relatar en lo que creo son las postrimerías de mi vida: hojeando una de mis últimas adquisiciones me pareció ver sobre la cama de una viñeta en una tórrida historia de amor con varias páginas a todo color algo raro, pequeñas manchas diseminadas que al ser observadas cuidadosamente resultaron ser diminutas pinzas, tuercas y destornilladores en finísimo blanco y negro.