“Aún late, pensé.
Y su latido trepó
por mi garganta”.
Rezaba el haiku que leías cuando me diste el pitillo que en tu vagón solicitaba.
¿Quién puede escribir algo así?, ¿qué alma gemela atormentada?
Quise apartarme de las vías, créeme, pero mis pies nunca lograron abandonar
el hierro y su maldito y mecánico crepitar. Siento perenne el sabor del metal,
su calor infame y asfixiante, su movimiento demente pegado a mi suela.
Soy oscuro tren y en un tren habito. Monarca que resbala y vuela.
Está dentro de mí, lo noto recorrerme mientras por sus resquicios me muevo.
Está en mí: oxidándome, alimentándome y consumiéndome.
Deshaciéndome, apareciéndome, llevándome y trayéndome,
en una vida circular de números, gestos y breves punzadas de éxtasis y duelo,
(deslumbrantes flores de un segundo puntualmente descuajadas),
que en su infinito girar me arrastra y envuelve sibilante, implacable.
Soy el ángel disciplinado y silencioso del pasillo. La palabra amable.
Ya lo sabes, la sonrisa comprensiva que acoge al extraviado.
Soy ese cabizbajo al que la ropa raída va quedando grande.
El del pasador de corbata de boda antigua, congelada y brillante.
No me mires, que ahora no me ves, aunque algo ya te haga sentir hastiado.
Yo llevaba una diana en la solapa tal que la tuya, no tengas cuidado.
Soy aire helado o mancha que se extiende. El dulce mirar que te adormece,
el canto lejano en el susurro, el tenue silbido que desarma tus certezas.
Fiel perro eléctrico que lleva claridad a la duda que te ensombrece.
Sabía que estaba predestinado a este tren maldito, que me arrancó con fiereza
algo que quedó atrapado por siempre entre ruinas de angustia y estupor.
Me ovillo desde entonces en un pétalo seco, tembloroso residuo de mi amor,
donde apenas respiro, observando con sigilo pasajeros y musitando cifras
en mi boca de la suerte para deslizarlas lengua abajo una a una sin tregua ni prisas,
marcando destinos con curiosidad vacía y letanía, sin ilusión ni deseo de final.
¿Qué acción determinó mi devenir? ¿qué gesto ha resuelto el tuyo?
Esa es la cuestión: ¿Quién se levantará primero, de quién será el primer murmullo?
¿Cómo transcurre el tiempo ahora, tras ese frío y estrellado cristal
que hiende rugiente el espacio y demuele minutos refulgiendo fugaz,
mientras la luna siempre riela en el mismo punto, sin posibilidad de parar?
Ven, atento viajero del asiento 22, vislumbra en la línea de mi mano un atardecer
vernal que es horizonte luminoso y fresco; confía en mí, no temas desfallecer.
Olvida el traqueteo de tu alma mentirosa y sonríe a este mundo azaroso antes de cruzar.
Cuarenta y nueve.
25 julio 2011
21 julio 2011
HAIKU DIECISÉIS: LA CATARATA
Volver a perder
ante esa locura que es
tu catarata.
ante esa locura que es
tu catarata.
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18 julio 2011
LA TORMENTA
Paz.
Esponjoso latido.
Medida supervivencia
entornada.
Sombra recortada.
Hollé la estructura
nítida y filosa
de tu ambición
mientras respirabas,
desilusionada.
Salté, circulé, pero
resbalé
en la escalera de caracol.
Temblor.
Malabarismos sin ti,
sobre una cuerda floja
que es llanura inmensa y sorda
del yermo de mi fantasía.
Cielo gris acartonado veo
desde el refugio-rectángulo
que cabe en mi mano
y al que mi mano no llega.
El hastío pasó de ser pared a techo,
y no, no puedo plegarlo:
se enredó en mis manos.
Malditas líneas rectas
que persiguen
mi mirada.
¿Desde cuándo?
Cierra, por favor
ya vi la luz.
Pasos cortos.
Lejos, cada vez más lejos.
Nos despedimos y
yo repetí tus palabras
o quizá fue al revés.
Tono bajo.
Esponjoso latido de esperas
en salas llenas de silencio seco
y música mohosa.
¡Cuándo llegará la tormenta!
Esponjoso latido.
Medida supervivencia
entornada.
Sombra recortada.
Hollé la estructura
nítida y filosa
de tu ambición
mientras respirabas,
desilusionada.
Salté, circulé, pero
resbalé
en la escalera de caracol.
Temblor.
Malabarismos sin ti,
sobre una cuerda floja
que es llanura inmensa y sorda
del yermo de mi fantasía.
Cielo gris acartonado veo
desde el refugio-rectángulo
que cabe en mi mano
y al que mi mano no llega.
El hastío pasó de ser pared a techo,
y no, no puedo plegarlo:
se enredó en mis manos.
Malditas líneas rectas
que persiguen
mi mirada.
¿Desde cuándo?
Cierra, por favor
ya vi la luz.
Pasos cortos.
Lejos, cada vez más lejos.
Nos despedimos y
yo repetí tus palabras
o quizá fue al revés.
Tono bajo.
Esponjoso latido de esperas
en salas llenas de silencio seco
y música mohosa.
¡Cuándo llegará la tormenta!
13 julio 2011
LOS SUEÑOS Y LA TAZA DE CAFÉ (3): LA LISTA
Metí a mi familia en el coche, prácticamente les empujaba con la extraña esperanza de que pasáramos al otro lado del espejo. Arranqué nervioso, pero no recuerdo cómo salí del garaje. Ante nosotros serpenteaba una carretera gris, de un gris reluciente y limpio, sin baches ni remaches, ni rajas y zonas cuarteadas como promesas políticas rotas. Conforme avanzábamos nos sentimos más tranquilos y comenzamos a charlar y bromear sobre cosas intrascendentes. Pasaban los minutos, los kilómetros, los pueblos, y todo parecía encajar en algún orden que ya habíamos desterrado por imposible. Había más pájaros revoloteando y cantando, más verdor, más claridad; poco a poco fue desapareciendo todo ese detritus de un capitalismo cada vez más ciego y voraz que ocupa los márgenes de las carreteras con gesto soberbio y sonrisa ferruginosa. Pusimos la radio y sonó “Guest List” de Eels, que todos canturreamos por lo bajo. En ese momento sonó mi móvil, interrumpiendo la canción. Por alguna razón no fui lo suficientemente valiente para no atender esa llamada. Descolgué pulsando sobre el volante y una voz entre paternalista, mordaz y falsamente divertida, comenzó a lanzarme suaves reproches y consejos, y a narrarme la historia y las circunstancias del Partido. No me dejaba intervenir, no respiraba, a pesar de su hablar pausado. Me recordó que ella había sacrificado un domingo de estar con sus hijos por tal de representar al Partido en la mesa electoral, y que, revisando casualmente la lista, ni yo ni mi esposa, ni mis dos hijos mayores (que me miraban en silencio), habíamos ido aún a ejercer nuestro democrático derecho al voto. En ese momento vi su larga uña de porcelana señalando mi nombre escrito en una lista y todo se difuminó.
11 julio 2011
HAIKU QUINCE
Sostenme en vilo,
tenme profundamente.
Clávate y vuela.
tenme profundamente.
Clávate y vuela.
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08 julio 2011
¿EN QUÉ PIENSAS?
“¿En qué piensas?”. Preguntó la joven desde la cama mientras encendía un cigarro. La pregunta iba dirigida a alguien tan atrapado en sus meditaciones que ni siquiera percibió la vibración de la voz: un muro de zumbido lo protegía de toda injerencia exterior. Alguien que, asomado a la ventana, desnudo con los calcetines puestos, volaba en todas las direcciones brindadas por el horizonte marino que se extendía frente a él, tan lejos de allí.
Sentía el frío del alba ocupando lentamente su cuerpo. Empezó por los brazos, éstos al principio ofrecieron cierta resistencia, parecía que los restos de sudor y saliva de su última y desesperada refriega amorosa habían formado sobre su piel una leve cutícula de calor, acaso una ilusión; posteriormente, el erizamiento progresivo del vello anunció la victoriosa invasión del amanecer húmedo por todo su membrudo cuerpo. Lo último en caer fue el rostro, siempre tenso y agrietado de sensaciones, duro e incandescente por el calor del trabajo en la fábrica y por el que desprendían las esquirlas de ese pensamiento enmarañado y acelerado, siempre determinado por la fábrica, siempre relacionado con gritar socorro.
Desde su privilegiado atisbadero creía observar el alma de los chiquillos que correteaban por la calle, concluyendo que en ella llevaban escrito su futuro. Un aburrido nubarrón se acercaba cuando se produjo la gran inundación de la tristeza. A pesar de estar ya acostumbrado a sus desmanes, esta vez le sorprendió anegando todas sus posibilidades de reacción. No fue la suya una dominación como la del frío de la mañana, lenta y segura, tras una breve pugna, sino una emboscada certera, cruel, casi genial.
Abandonó la ventana arrastrando grilletes de frío y tristeza; pero una extraña sensación de tiempo viciado, suspendido en el aire, le impulsó a pasear frenéticamente por la habitación; como si ese movimiento le pudiese ayudar a desprenderse de las sensaciones que lo atenazaban, firmemente sujetas a su piel y cabeza. Al cabo de un rato el frío fue sustituido por un agradable hormigueo calorífico; pero la tristeza, creciendo como una hinchazón, seguía abortando cualquier perspectiva de olvido. Mordía recuerdos de sus profundidades y los escupía al cerebro, desde donde manaban febrilmente transformados en imágenes sin compasión ni orden.
La chica tenía desde hacía rato la mirada clavada en él. Ya vestida, y jugueteando con las llaves de su coche en una mano, esperaba a cobrar para largarse, pero comenzaba a plantearse seriamente la posibilidad de irse sin despedirse de aquel raro y taciturno obrero, siempre tan ensimismado, siempre tan silencioso. Ya ajustarían cuentas. Él, mientras, se ahogaba en su paseo sin rumbo, pensando, muy a su pesar, en su vida, en su angustia. Recordaba el trabajo duro y aburrido en la fábrica, los productos que allí se fabricaban y que tenía que comer o vestir. Esas barras de chocolate demasiado fuerte, demasiado amargo, que se perdían en su boca de niño obligado por su madre. El olor como a polvo agrio de la ropa del colegio, los bolígrafos de la empresa, los cuadernos azules para los hijos de los empleados. La adoración profesada a los jefes y a sus hijos por todos aquellos que formaron parte de su vida: sus padres, su hermano mayor, los sucesivos curas, los comerciantes, la maestra… Su padre le decía que los que no querían a la fábrica y a todos sus almacenes y al economato, no querían a su familia ni se querían a sí mismos, y que eran ésos los que acababan en el bar harapientos y babosos para el resto de sus días. Él en el fondo ansiaba ser como ellos, huir de la fábrica aunque sólo fuera de pensamiento.
Más tarde deseó salir de allí de verdad, ya que la mili era un simulacro, un espejismo en una base a pocos kilómetros. Un respiro momentáneo, con los permisos ocupados en turnos de trabajo en la fábrica desde incluso antes de ser los quintos llamados a filas.
Los madrugones sin hablar, las conversaciones gastadas, el frío persistente y aburrido, el oxidado olor de todo, la gaseosa malla de sumisión que moldeaba los anocheceres; la lenta necrosis de la vida; aquellos callejones de la niñez en fiestas que parecían estrecharse a su paso mientras miraba la pancarta con el nombre de la fábrica en la meta de la carrera ciclista. Todo eso pasaba por su mente lentamente ahora, así como la cara de media sonrisa congelada que se le había quedado a su padre viejo, de tanto asentir.
Pero no pudo, nunca fue capaz de alzar la voz ni de levantar la cabeza. El miedo lo mantuvo como hibernado, en un viaje inconsciente y constante por ese estrecho tobogán cotidiano que todos denominaban tradición, costumbre o necesidad. Un viaje sin sobresaltos ni pasos en falso que acabó esa mañana, cuando descerrajó con su escopeta a su superior inmediato, que le quería retener más tiempo en su puesto después de acabar su turno, y a todos cuantos preguntaron “¿Qué pasa?”.
Poco después escuchó pasos atropellados por los pasillos que rápidamente despejaron su cabeza. Sus labios apuntaron una leve sonrisa, acompañada de un creciente rubor al sorprenderse aún desnudo. Mientras se vestía apresuradamente, se preguntó cómo sería la vida en la cárcel, tan lejos de allí.
Sentía el frío del alba ocupando lentamente su cuerpo. Empezó por los brazos, éstos al principio ofrecieron cierta resistencia, parecía que los restos de sudor y saliva de su última y desesperada refriega amorosa habían formado sobre su piel una leve cutícula de calor, acaso una ilusión; posteriormente, el erizamiento progresivo del vello anunció la victoriosa invasión del amanecer húmedo por todo su membrudo cuerpo. Lo último en caer fue el rostro, siempre tenso y agrietado de sensaciones, duro e incandescente por el calor del trabajo en la fábrica y por el que desprendían las esquirlas de ese pensamiento enmarañado y acelerado, siempre determinado por la fábrica, siempre relacionado con gritar socorro.
Desde su privilegiado atisbadero creía observar el alma de los chiquillos que correteaban por la calle, concluyendo que en ella llevaban escrito su futuro. Un aburrido nubarrón se acercaba cuando se produjo la gran inundación de la tristeza. A pesar de estar ya acostumbrado a sus desmanes, esta vez le sorprendió anegando todas sus posibilidades de reacción. No fue la suya una dominación como la del frío de la mañana, lenta y segura, tras una breve pugna, sino una emboscada certera, cruel, casi genial.
Abandonó la ventana arrastrando grilletes de frío y tristeza; pero una extraña sensación de tiempo viciado, suspendido en el aire, le impulsó a pasear frenéticamente por la habitación; como si ese movimiento le pudiese ayudar a desprenderse de las sensaciones que lo atenazaban, firmemente sujetas a su piel y cabeza. Al cabo de un rato el frío fue sustituido por un agradable hormigueo calorífico; pero la tristeza, creciendo como una hinchazón, seguía abortando cualquier perspectiva de olvido. Mordía recuerdos de sus profundidades y los escupía al cerebro, desde donde manaban febrilmente transformados en imágenes sin compasión ni orden.
La chica tenía desde hacía rato la mirada clavada en él. Ya vestida, y jugueteando con las llaves de su coche en una mano, esperaba a cobrar para largarse, pero comenzaba a plantearse seriamente la posibilidad de irse sin despedirse de aquel raro y taciturno obrero, siempre tan ensimismado, siempre tan silencioso. Ya ajustarían cuentas. Él, mientras, se ahogaba en su paseo sin rumbo, pensando, muy a su pesar, en su vida, en su angustia. Recordaba el trabajo duro y aburrido en la fábrica, los productos que allí se fabricaban y que tenía que comer o vestir. Esas barras de chocolate demasiado fuerte, demasiado amargo, que se perdían en su boca de niño obligado por su madre. El olor como a polvo agrio de la ropa del colegio, los bolígrafos de la empresa, los cuadernos azules para los hijos de los empleados. La adoración profesada a los jefes y a sus hijos por todos aquellos que formaron parte de su vida: sus padres, su hermano mayor, los sucesivos curas, los comerciantes, la maestra… Su padre le decía que los que no querían a la fábrica y a todos sus almacenes y al economato, no querían a su familia ni se querían a sí mismos, y que eran ésos los que acababan en el bar harapientos y babosos para el resto de sus días. Él en el fondo ansiaba ser como ellos, huir de la fábrica aunque sólo fuera de pensamiento.
Más tarde deseó salir de allí de verdad, ya que la mili era un simulacro, un espejismo en una base a pocos kilómetros. Un respiro momentáneo, con los permisos ocupados en turnos de trabajo en la fábrica desde incluso antes de ser los quintos llamados a filas.
Los madrugones sin hablar, las conversaciones gastadas, el frío persistente y aburrido, el oxidado olor de todo, la gaseosa malla de sumisión que moldeaba los anocheceres; la lenta necrosis de la vida; aquellos callejones de la niñez en fiestas que parecían estrecharse a su paso mientras miraba la pancarta con el nombre de la fábrica en la meta de la carrera ciclista. Todo eso pasaba por su mente lentamente ahora, así como la cara de media sonrisa congelada que se le había quedado a su padre viejo, de tanto asentir.
Pero no pudo, nunca fue capaz de alzar la voz ni de levantar la cabeza. El miedo lo mantuvo como hibernado, en un viaje inconsciente y constante por ese estrecho tobogán cotidiano que todos denominaban tradición, costumbre o necesidad. Un viaje sin sobresaltos ni pasos en falso que acabó esa mañana, cuando descerrajó con su escopeta a su superior inmediato, que le quería retener más tiempo en su puesto después de acabar su turno, y a todos cuantos preguntaron “¿Qué pasa?”.
Poco después escuchó pasos atropellados por los pasillos que rápidamente despejaron su cabeza. Sus labios apuntaron una leve sonrisa, acompañada de un creciente rubor al sorprenderse aún desnudo. Mientras se vestía apresuradamente, se preguntó cómo sería la vida en la cárcel, tan lejos de allí.
04 julio 2011
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