Llovió tu última gota
sin encontrar
mi rostro perdido.
El ordeño terminó
y el pezón se volvió
recuerdo de piedra.
El vino se fue secando
en las comisuras
inalcanzables.
El olor se disipó
para ser profunda huella.
Y, después, se inflamó
el silencio,
cubriendo las gargantas
con su impetuoso
zumbido de arena.
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