28 mayo 2014

EL JUEZ Y EL FISCAL

El juez y el fiscal aún no saben con certeza que en pocos años lo serán. Librados por fin del colegio mayor, comparten piso y estudian con ahínco. Ambos desean a la misma mujer, una estudiante de matemáticas que a veces los visita y se divierte con sus maneras protocolarias de repartirse la limpieza del cuarto de baño. El juez y el fiscal preparan los exámenes finales de último curso de derecho sitiados por el seco calor asfáltico de la ciudad. Deambulan por su apartamento en pantalón corto y sin camisa. Golpean las paredes presos de la ansiedad. Piensan en su futuro para darse ánimos y maldicen entre dientes los muebles antiguos y los electrodomésticos agonizantes y abollados que tienen a su disposición. En momentos de descanso, bajan suspirando en chanclas a comprar algo a la calle; ven las tertulias políticas de la televisión con aire paternalista, y fuman apostados en un largo balcón desconchado, observando el paso de los coches y a la gente por las aceras. No sienten envidia por casi nadie, más bien pena y cierto rechazo. La amiga matemática llega al piso a veces para tomar café y hacer tiempo para cualquier otro menester. Ambos la desean entre cafés sin demasiado ardor y con una pizca de despecho anidando en su interior. Son felices estudiando, avanzando, aunque algo que está por venir, que crece poco a poco en ellos, hace que lentamente se detesten. Toda la teoría que amasan y van colocando en su cerebro conforma la llave que siempre les han mostrado tras la vitrina, lo que siempre han deseado. Con el tiempo, toda esa masa será también la base de sus certezas, de su desarrollo profesional. El escudo que absorberá sin inmutarse los golpes de la realidad y la duda.

El juez y el fiscal, que aún no saben que lo serán, no sienten más que estupor al observar cigarro en ristre el triste espectáculo de sus vecinos de enfrente. Mayores, adictos a la televisión, que nunca está apagada; sin libros ni periódicos, solo folletos publicitarios, floreros, sillones y figuritas que seguramente huelen a polvo. Y un sofá, en el que se hunden en pijama. Y unas persianas, que parecen dientes llenos de sarro, que se levantan cada mañana ruidosas y cansinas, como un largo bostezo.

Pasan las semanas, se acercan los últimos exámenes. La estudiante de matemáticas, cada vez más distanciada, se comunica con ellos mediante anodinos y maternales mensajes de whatsapp, y ellos ríen y ni se hablan, aunque en el fondo sueñan con empapelar algún día al chico con el que ha comenzado a salir y, en momentos de tensión, con zancadillearse el uno al otro. Se turnan en las tareas y se proveen de tabaco. Se observan cuando el otro no mira. Se escapan un rato a algún botellón ineludible y se muestran distantes, enumerándose los presuntos delitos que pasan ante sus ojos en voz baja. Por encima de los cafés, a través de los programas deportivos de radio, miran a los detestables vecinos de enfrente, que tampoco parecen hablar nunca, siempre masticando y bebiendo algo, siempre con la boca llena, siempre cambiando de canal, siempre en zapatillas antes de irse a dormir.

El juez y el fiscal arden en deseos de estrellar un huevo contra la persiana podrida de enfrente, pero no terminan de atreverse. Una tarde, mientras el marido la levanta observan un potente bíceps sobre el que destaca un siniestro tatuaje. Ya con los huevos colocados cuidadosamente en una cajita sobre la mesilla del balcón, deciden anular la operación por si, en caso de ser sorprendidos, la acción ajustada a derecho de las fuerzas de seguridad llega después de la venganza física de aquel energúmeno televisivo, trabajador manual sin duda embrutecido.

Ese temor los mantiene un par de días ocultos y pensativos tras el toldo de su balcón. Pero el deseo febril y acumulado termina por imponerse, así que deciden trazar un plan, no sin antes sopesar pros y contras y valorar rutas de huida y coartadas. La emoción les late en la garganta. Llaman a su amiga matemática y a su amigo para que les acompañen en una breve celebración en casa tras el penúltimo examen. Cuando llegan les muestran orgullosos y un poco fuera de sí los cartones de huevos, les comunican su plan y todos actúan con rapidez, respirando superioridad mientras trasiegan latas de cerveza. Lanzan huevos a víctimas indefensas e inofensivas elegidas con precisión: un chico que arrastra una moto por la acerca, una señora mayor que tira de un carrito de la compra, dos obreros, inmigrantes a su parecer, que salen de un bar. Se contienen ante un tipo trajeado, pero al observar arrugas en la chaqueta y en el cuello motivadas por el sudor le arrojan otro. Tras cada lanzamiento se esconden, se echan al suelo riendo, beben y gesticulan. Los damnificados se detienen en la acera y miran hacia la silenciosa colmena de balcones. Cuando el semáforo de enfrente se pone en rojo, hacen puntería sobre algún vehículo modesto justo cuando inicia la marcha, con excelentes resultados. Para cuando la matemática y su amigo se muestran cansados de la broma, el juez y el fiscal ya parecen estar completamente desatados. Por los resquicios del toldo de su balcón proyectan huevos y trozos de plátano sin ton ni son, y también se divierten estampándolos contra el suelo y los muebles. Dirigen sus lanzamientos a los coches aparcados, hasta hacer saltar alguna alarma; tiran sobre cualquier transeúnte; sobre la chica que acaba de salir de un portal; con inmenso placer sobre la persiana podrida de enfrente, deseando ver aparecer el tatuaje; y, finalmente, con toda violencia, sobre el coche de policía que se detiene ante el tumulto de peatones que miran hacia arriba. Después, ante la perplejidad que paraliza a sus invitados, el juez y el fiscal, que aún no saben que lo serán, abandonan precipitadamente el piso dejándolos encerrados.


Una vez en la calle, mezclándose entre el gentío de curiosos y presuntos agredidos, se dirigen educadamente a los policías que miran hacia arriba y se presentan como inquilinos del 3º C, mostrando una honda preocupación y gran extrañeza, y ofreciéndose a acompañar a los agentes de la ley en caso de que vean conveniente echar un vistazo a su piso, donde habían dejado a unos amigos, una pareja, estudiando. Mientras el proyecto de fiscal se muestra compungido y colaborador, el futuro juez se adelanta subrepticiamente para abrir la puerta del piso, instantes antes de que la policía suba.

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