La cena transcurría en
silencio ante un árbol de Navidad que hacía años que se guardaba con los
adornos colgados; tras apretones de manos dubitativas, medias sonrisas,
mensajes velados y abrazos que permitían mirar qué había en la tele mientras
duraban. La cena transcurría en silencio tras la risueña discusión inicial
acerca de la manera más conveniente de pelar las cigalas y colocar los
cubiertos. Los platos pasaron de mano en mano y el vino de treinta y seis euros
la botella fue recibido con vítores y escrutado con exceso de interés o
desinterés. Los móviles de última generación se alineaban protagonistas en la
repisa que rodeaba la televisión, desde la que el Rey lanzaba su mensaje anual
totalmente atenazado por parecer natural. La cena transcurría en silencio
mientras el funcionario se consideraba víctima de la crisis por haber visto su
sueldo recortado y sus planes de gastos navideños chafados (secretamente se alegró
de que ningún funcionario fuese a comprar en esas fiestas vino caro del que
vendía la culpable empresaria). La cena transcurría en silencio y la cabeza de
la empresaria ardía mientras pensaba en las deudas que le acechaban y en el
sueldo fijo del culpable funcionario, por el que no parecían pasar ni los años
ni los acontecimientos. La cena transcurría en silencio mientras el parado se
sentía culpable y culpado mientras calculaba, escandalizado, el coste de lo que
circulaba por la mesa y observaba apenado la soledad del coqueto pastel de
carne, hecho por él mismo, que era su aportación anual. El fragor de los
cubiertos aligeraba el peso del silencio cuando la chica de catorce años
suspiraba por fumar y su primo de veinte maldecía a los presentes por su incapacidad
para cambiar las cosas. El padre culpaba al parado y escanciaba palpando su
dolor de estómago, y la madre sonreía y apretaba manos aquí y allá. En el
momento del brindis final estallaron todas las copas.
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