Bajó a la calle mirándose en el espejo del
ascensor, silbando y alisándose el traje. Saludó y departió con el portero del
bloque donde estaban situadas sus oficinas, en el centro de la ciudad: “el
proyecto de sus desvelos”, como solía referirse a su negocio. Compró un billete
de la ONCE y conversó con la vendedora, jugando a tirarle de la nariz por la
ventanilla y guiñándole mientras le explicaba lo bien que vivía vendiendo los
cupones, ahí sentadita. También compró flores y las guardó en su coche, que
abrió con el mando a distancia desde cincuenta metros con gesto imperceptible. Tomó
un café en el bar de siempre, e invitó a unos vecinos. Apeló a la seriedad en
el trabajo y animó al hijo del dueño a que continuase con ahínco sus estudios (“la
única manera de que te respeten y conseguir ser algo en la vida”). Antes de
pagar aún tuvo tiempo de dar algunos consejos al propietario de cara a la
declaración de la renta, y finalmente salió del bar despidiéndose efusivamente
de la concurrencia y lanzando al aire pronósticos futbolísticos que a todos trataban
de contentar. Con paso atlético se encaminó hacia el banco; ensayó la sonrisa
ante un escaparate y se pasó la mano por el pelo antes de volver a alisarse el
traje. Saludó con la cabeza a los empleados y alabó la belleza de la cajera
desde su lugar en la cola. Después se aventuró a adular al interventor: moviéndose
con paso sigiloso, acompañado de cierto toque mímico, se acercó a la columna
que ocultaba una parte de su mesa cargando el antebrazo para un apretón cordial
y sorpresivo de manos, avanzó con la mano abierta y el brazo medio extendido.
Al rodear la columna descubrió que el asiento del interventor lo ocupaba el
informático y en un segundo encogió la extremidad hasta hacerla desaparecer
completamente. La sonrisa no tuvo tiempo y permaneció allí, colgando fría y
húmeda. El interventor estaba reunido. De nuevo en la calle se dirigió al
mercado a recoger el pescado fresco que le habían encargado en casa; esa noche
tenían invitados: su asesor laboral y señora. Hacía una mañana espléndida, qué
duda cabía. Mientras, en su oficina, la mitad de los empleados releían
nerviosos la carta de despido que habían encontrado sobre sus mesas.
Publicado en el nº 173 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a los despidos..
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