Estaban arremolinadas en la puerta
del bar, saltarinas y nerviosas, parecían excitadas. Todas llevaban una liga de
encaje blanco en el muslo derecho, sobre el pantalón, y en sus cabezas
destacaba una exagerada diadema blanca, coronada por un pene blanco, más
enhiesto en unas cabezas que en otras. Se deslizaban por la acera como a ras de
suelo, soltando leves risotadas y tecleando sobre sus móviles, o
fotografiándose con ellos. Cada dos por tres se colocaban bien la diadema, y un
par de ellas jugaban a embestirse con sus respectivos miembros. Los transeúntes
les dedicaban miradas rutinarias, y algún conocido que pasaba por allí quiso
palpar la veracidad de uno de aquellos penes que apuntaban al cielo.
Ella fumaba nerviosa con su pene
bamboleante, que no paraba de asentir sobre su cabeza. Con el móvil pegado a la
oreja vociferaba, susurraba, chasqueaba la lengua, se indignaba y mordía un
sollozo. Se volvía y caminaba unos pocos pasos acera arriba y abajo. Hablaba de
problemas laborales, de entrevistas de trabajo fallidas, de contactos que no
funcionaron, de relaciones de pareja que penden de un hilo, de problemas de
salud que desembocan en hospitales y de incomunicaciones familiares ya
fosilizadas. Las otras chicas resoplaban su creciente impaciencia y fumaban, se
cercioraban de que su pene no había salido volando con el viento o mataban el
aburrimiento rascándole cuidadosamente la punta. De pronto se produjo un pesado
silencio, como abatido, que duró sobre un par de minutos. Entonces ella colgó y
miró a su alrededor, tratando de drenar su ofuscación y tristeza.
Justo cuando me retiraba de la
ventana, la calle estalló en una explosión de chillidos y aplausos que sí
consiguió hacer volver la cabeza de los peatones. La primera actriz de lo que
parecía una despedida de solteras acababa de bajarse de un taxi, llevaba un
vaporoso vestidito rosa con una liga en el muslo y, sobre su cabeza, se movía
encabritado un pene blanco algo más grande que los otros, pero esta vez
luminoso. Todas saltaron de alegría a su alrededor y, con cierta solemnidad, apretaron
el nuevo pene una a una, como pidiendo un deseo, antes de desaparecer calle
abajo.